lunes, 30 de julio de 2012

El Grial


Los caballeros de la Mesa Redonda han aparecido más de una vez en el cine como un selecto grupo de ejecutivos con armadura, o como un puñado de alegres bebedores. En sus versiones originales encarnaban, casi siempre de un modo trágico, pasiones y virtudes muy distintas. La materia de Bretaña, el ciclo legendario más popular de la edad media, fue una muestra de cómo el viejo mundo de la mitología pagana podía sobreponerse al cristianismo que lo había enterrado, sin necesidad de renacimientos; solo parasitándolo y volviendo a crecer sobre él. No revive viejos mitos, aunque aquí o allá de albergue algunos; inventa otros nuevos, que van barajando las obsesiones del momento: la espada, el jardín, el ermitaño, la esposa del rey, el leproso, el unicornio, el oso, el león, el castillo, el bosque. Es toda una selva de novelas o romances, producida en cientos de variantes por poetas de todos los rincones de la Europa occidental: la pagaban aristocracias que estaban cansadas de la visión de mundo del clero, y tenían sus literatos para que les contasen el mundo de otro modo. Bastó para que Europa se desviase un poco de la historia de la Salvación y se re-mitificase. No es extraño que alguna de esas novelas se dedique a contar que una casa noble desciende de la unión entre un hombre y algo así como una sirena (como la Melusina de los Lusignan o la Andra Mari de los López de Haro). O sea, el origen se busca en esos seres que el cristianismo había relegado a un margen más o menos diabólico. Y el fin está en el Grial, que era, por supuesto, la copa que Cristo había usado en la Última Cena, pero que no por ello era un símbolo cristiano.


Porque si los caballeros se ponen a buscar el Grial es porque la tierra se muere, todo decae y se agosta; la sangre de Cristo no ha redimido el mundo, y es el Grial el que puede salvarlo. El significado del Grial no está en él ni en su historia sino en la obsesión con que se le persigue y en el fracaso que corona toda esa busca. Un símbolo de finales de la Edad Media pero que se ha mantenido muy bien desde entonces, aunque sea en el reverso del espíritu de los tiempos. Porque el Grial es lo inalcanzable, pero un inalcanzable que serviría para mantener el mundo, no para llevar su PIB al más allá.

La pobre edad media se ha hecho con muy mala fama. Los gobiernos recortan, dicen, para evitar que volvamos a la edad media, y la gente se queja de que con los recortes ya volvemos a la edad media. En la edad media había pestes, guerras, ignorancia y fanáticos sueltos. No es que no los haya ahora, pero cuentan con la censura de las Naciones Unidas. Había una casta que llevaba el mundo de acuerdo con sus ganas, sin pararse mucho a pensar en el resto. En eso quizás hayamos empeorado, porque al menos los caballeros no les decían a los villanos que los mercados somos todos, y la propaganda de sus poetas no hablaba de un futuro prometedor sino de la inevitable decadencia: eran un poco más brutos y mucho más sinceros.

La narración más famosa de la busca del Grial es la de Chrétien de Troyes, y quizás su fuerza se deba a haber quedado incompleta. En ella el destinado a encontrar por fin el Grial es Perceval, el caballero salvaje, criado en los bosques lejos de los humanos, un inocente. Después de muchos esfuerzos y aventuras, encuentra el objeto tan deseado, pero enmudece y lo deja escapar en lugar de hacer una pregunta que lo habría hecho suyo. Lévi-Strauss comparaba esa historia con la de Edipo, donde este, el menos inocente de los héroes, se cualifica para la tragedia cuando consigue responder al enigma de la esfinge. Los dos vienen a ser el mismo, el que no sabe preguntar y el que ya tiene la respuesta. La historia de Chrétien de Troyes acaba ahí, abruptamente, y deja libres a otros autores para que imaginen otro final. Los hubo, claro, que hicieron que el Grial fuese alcanzado y llegase a su destino vivificándolo todo o casi todo: un reino feliz. Pero los mitos, contra lo que suponen algunas comparaciones superficiales, son todo lo contrario de la propaganda, y por eso se han olvidado esas versiones victoriosas y se recuerda la de Chrétien, donde la busca acaba en nada.
Viene a ser lo contrario de esos anuncios en que un simple tarro de margarina provoca la bienaventuranza general. En el mito no: tanto esfuerzo, tanta armadura agujereada para nada, y quizás el Grial sólo contenía zumo de naranja.

sábado, 28 de julio de 2012

Breve historia personal del Fin del Mundo


Nunca he leído ese clásico de Umberto Eco titulado Apocalípticos e integrados, que creo que es un aparato útil para clasificar, como tantos otros. Como estoy integrado en pocos colectivos, supongo que soy un apocalíptico. No sé si los integrados piensan en el fin del mundo, es posible que no tengan tiempo para eso. También es posible que si llegase, incluso en una versión moderada, les afectaría más a ellos. Los apocalípticos, desde luego, coleccionamos fines del mundo.

El primero que yo conocí tenía un sabor muy local. Una guerra civil había traído a Francisco Franco, un señor que saludaba a los españoles en navidades y, oí decir en la escuela, regalaba balones a niños pobres. Cuando muriese habría otra guerra civil, era ley de vida: hambre, destrucción y batallas cruentas, un fin del mundo aunque hechas las cuentas no el fin del mundo. En mi país las guerras civiles se habían sucedido en intervalos más o menos regulares de una media de treinta años. Pero la nueva guerra civil no llegó, aunque hay quien dice que es porque la vieja no llegó a acabar. O que ahora mismo hay otra, no declarada y que, por cierto, van ganando los mismos.

El segundo fin del mundo que vino a mi conocimiento estaba descrito en la Biblia, en imágenes de quitar el sueño. Dios, que había cambiado su denominación y se presentaba como Jehovah, le había comunicado a unos señores estadounidenses que finalmente el Armagedón ocurriría a mediados de los setenta, y ellos mandaron a los Testigos para que nos avisasen. La noticia me preocupó bastante, hice por crecer rápido y dejé el curso de guitarra porque no iba a dar tiempo. Pero al parecer el Dios de la Biblia es tan iracundo como poco puntual: ya había pronosticado el Armagedón varias veces y siempre lo dejaba para más adelante, porque ese espectáculo de ángeles con trompetas y siete sellos, jinetes furiosos y bestias con siete cabezas que marcan a sus seguidores con un código de barras, una especie de apertura de los juegos olímpicos en que muere todo el mundo, debe ser difícil de organizar hasta para Él.

Del tercer fin del mundo me enteré y de algún modo me enamoré pocos años más tarde. Hacía lo que yo creía ser política, entendía que el mundo era vil e injusto y que había que cambiarlo de raíz: una buena revolución, fuera mundo viejo y venga mundo nuevo. Como también estudiaba historia por entonces, no me escapaba que esa idea era en realidad muy antigua. Por un resto de buena educación nunca llegué a pensar que hubiese que realizarla a fuerza de bombas, pero el caso es que incluso alguno de los partidarios de las bombas alternaba ese proyecto con unas oposiciones. Con razón: en realidad son los integrados los únicos capaces de armar el fin del mundo con su peña de amigos. Lo que lleva al...


...cuarto fin del mundo, que ya no tenía que ver con proyectos maximalistas. Había motivos muy sensatos para temer el fin del mundo, allá por los ochenta. El que más recuerdo es la bomba de neutrones, uno de los últimos avances de la guerra fría. Como era capaz de exterminar vastas poblaciones con un mínimo impacto sobre la infraestructura, era ideal para las condiciones europeas, y después de tanta destrucción en guerras anteriores casi daban ganas de lamentar que no se usase: se usaría, claro. Y si no, bastarían las catástrofes que los ecologistas empezaban a pronosticar por entonces, como han seguido haciendo a razón de una por decenio. La que está en vigor es el calentamiento global, pero nunca faltarán otras porque el mundo se conduce como un esclerosado a doscientos por hora en una carretera vecinal: los mercados van sentados en el banco trasero y entran en pánico cada vez que levanta el pie del acelerador. Lo único que puede sorprender es que a esa velocidad el fin del mundo tarde tanto en llegar.

Mi quinto fin del mundo no era un fin del mundo propiamente dicho, más bien lo contrario. Aparecía en un famoso poema de Kavafis, Esperando a los bárbaros, donde se describe una urbe romana en pánico esperando la invasión que acabará con ella. Todo para en una espera angustiosa e interminable. Interminable porque es angustiosa, pero sobre todo porque los bárbaros no llegan, y eso acaba por decepcionar a los ciudadanos: quizás ellos fuesen, a fin de cuentas, una solución.

Después de eso creo que los fines del mundo me empezaron a aburrir, lo que puede ser un truco insidioso para cogerme desprevenido. Me enteré no hace mucho de que el mundo se acaba en el 2012 según el calendario maya, y confieso que no le di ninguna importancia. Y sin embargo todo indica que está ocurriendo. ¿Le ha llegado a usted alguna buena noticia este año? Puede que sí. Es que el fin del mundo se adapta al espíritu de los tiempos, se horizontaliza, se terceriza y se subcontrata, es un pós-fin del mundo fragmentado y multivocal. El fin del mundo es eso que va ocurriendo mientras miras al horizonte por si aparecen los cuatro jinetes. Ya ha llegado para especies enteras, y todos los días llega para muchos, es un fin del mundo customizado y al alcance de cualquiera.

jueves, 26 de julio de 2012

Alfabetización


Hans Magnus Enzensberger, un conocido poeta y ensayista, escribió hace años un ensayo titulado Elogio del analfabeto, que causó algún escándalo entre personas que lo leyeron pero no acabaron de entenderlo. No voy a repetir sus argumentos (aquí está el enlace para quien quiera probar) pero voy a desarrollar algunos muy parecidos.
Contra lo que supone la descortesía común, analfabeto no significa imbécil: durante milenios -hasta hoy- y por toda la tierra, los analfabetos han mostrado un nivel de inteligencia, creatividad e independencia del que surgió mucho de lo que tenemos ahora. Analfabetos inventaron la agricultura, la cerámica y la herrería, probablemente un analfabeto compuso la Ilíada y la Odisea, y, fuerza es reconocerlo, algún analfabeto inventó la escritura. He conocido en España y en Brasil analfabetos -campesinos, indios- muy perspicaces.
Contra lo que supone la buena voluntad común, la escritura no se inventó para iluminar y emancipar las mentes: los primeros registros escritos de Sumer son libros de cuentas: deudas y tasas. Lévi-Strauss cuenta como un jefe Nhambiquara, fascinado al verle tomar sus notas, decidió imitarle y creó su propia pseudo-escritura que exhibió ante el asombro de los suyos. Analfabeto perspicaz, descubrió sin que nadie le diese la idea para qué servía aquello: para engañar a sus seguidores.
La escritura ha servido muy larga y ampliamente para someter, dominar y mistificar: reglamentos, contratos, propaganda, todo eso que se lee pero no se acaba de entender. Con la alfabetización, los ciudadanos se ven encadenados a un sistema de sumisiones mucho más detallado, insidioso y permanente que cualquier otro que se tuviese que gestionar a gritos.



Pero eso es muy pesimista; y sobre todo, eso es, a la larga, un sofisma, porque sabemos que sin alfabetización no hay desarrollo que valga, ni ciudadanía que se haga valer: venga alfabetización, toda la que sea posible, y si es poca mejor que nada. ¿Sí?

Una entidad aguafiestas, el Instituto Pedro Montenegro, ha publicado no hace muchos días en Brasil los resultados de una investigación que muestra que el 38% de los estudiantes universitarios brasileños son analfabetos funcionales. Es decir, son capaces de leer pero no de interpretar, contrastar ni sacar informaciones útiles de lo que han leído. Puede que a un profesor universitario ese número le asombre menos y le asuste más: por desgracia, no lo contrataron para enseñar a leer.
Otras investigaciones han mostrado un índice aún mayor de analfabetos funcionales matemáticos, que quizás dominan alguna operación (o tienen calculadora) pero sin tener idea, por ejemplo, de medias y proporciones: a ellos se destinan esas ofertas imperdibles de artículos a 9,99, esas ventas de tostadoras en 48 cómodos plazos de 5 púas o esas hipotecas amigas a treinta años.
Como se puede inferir de los ejemplos, es mejor para la marca-españa que no se hagan investigaciones semejantes en este país, por mucho que puedan explicar de algunas cosas que pasan. La parte más jugosa de la letra escrita se dirige a los analfabetos funcionales: letra grande de los contratos, lemas de campaña electoral, grandes titulares y grandes números. Los analfabetos funcionales son, por muchas razones, mucho más fáciles de engañar que cualquier analfabeto genuino: usan menos la memoria, absorben más propaganda y, sobre todo, orgullosos de saber leer y escribir, confían mucho más en la letra grande y en las promesas inverosímiles que les hacen otros letrados.
Es otra cosa útil y muy barata que se puede hacer mientras el dinero no da para más: acabar de aprender a leer. Leer a medias viene a ser como nadar a medias.

lunes, 23 de julio de 2012

El aborto en la luna


Cyrano de Bergerac, que fue escritor dos siglos antes de convertirse en personaje, escribió un relato de viajes (supuestamente ficticios) a la Luna y al Sol. Después de explicar cómo construyó su nave espacial y describir el trayecto, nos cuenta las costumbres de esos lugares exóticos. Los vecinos de la Luna, nos explica, son fervientes militantes pro-vida y consideran su deber mantener relaciones sexuales cada noche. Incluso, si no recuerdo mal, tocan una campana nocturna especial para recordar ese deber a las parejas. Y todo ello porque entienden que la no utilización de semen o licores uterinos por la castidad, aunque sea de una sola noche, equivale a un homicidio. Por supuesto en la luna el celibato sería visto como un problema ético gravísimo. Si los ciudadanos de la luna han progresado desde la época de Cyrano, es posible que tengan televisión y que en ella aparezcan espermatozoides y óvulos mirando a la cámara con ojos tiernos y pidiendo con un sollozo: “no nos matéis, papás”.

El ministro de Justicia español, Alberto Gallardón, ha anunciado serios recortes en la ley reguladora del aborto que rige en España desde hace sólo dos años, y que suponen restricciones mayores que las que imponía la ley anterior, de 1985. Especialmente pretende eliminar o endurecer las condiciones en que la malformación del feto podrá ser alegada como motivo legítimo para la interrupción del embarazo. Porque el argumento del ministro es la defensa del derecho a la vida del nonato, que es un ciudadano como cualquier otro desde el momento de la fecundación.

A las organizaciones que van a clamar contra esa intención, y que de paso se quejarán de la pertinaz intromisión de la Iglesia en actividades que sus agentes no frecuentan, yo les recomendaría que dejasen su manido laicismo y buscasen en las páginas de Tomás de Aquino, santo y Doctor Universalis de la Iglesia. En una de ellas se especula sobre el momento en que el alma entra en el feto humano, y el santo dictamina que eso ocurre cuando este cumple su tercer mes, es decir, coincidiendo con el plazo que la ley de Zapatero daba para el aborto sin alegación de motivos. Es en ese momento cuando, dotado de alma, el feto deja de ser un pedazo de carne y se torna persona.

El Doctor Universalis no tenía microscopio, y por lo tanto no tenía cómo saber mucho del feto antes de ese momento, pero no creo que tal fuese el motivo de ese juicio, que ahora merecería la condena unánime de la Conferencia Episcopal. Aunque lo tuviese, habría opinado que el alma no se ve al microscopio, algo de lo que parecen convencidos sus herederos. En realidad, Santo Tomás hacía lo que se ha hecho siempre: constatar que la condición de persona, o de ser humano con derechos, no es un dato natural ni se distingue a simple vista ni con aparatos, y por tanto se concede por convención. En buena parte de las culturas que en el mundo han sido la criatura solo se tornaba persona después de nacida, cuando algún viviente capacitado para ello la reconocía como tal y le daba nombre. En Roma el padre podía optar por no hacerlo, y el niño podía ser descartado sin que eso constituyese infanticidio. Es el mismo criterio al que se acogen las parturientas en buena parte de la América indígena; cada mujer es dueña de convertir o no lo que ha parido en su hijo; eso, por cierto, lleva mucho tiempo, y en algunos casos no es madre la que pare sino la que amamanta.

Esas ideas nos parecen bárbaras porque nosotros solemos recibir a los recién nacidos con un nombre, ropitas de color apropiado y un futuro brillante, y no nos cabe duda de que se trata ya de personas, mira como mueven las manitas. Pero los abogados de la humanidad van más allá, y hasta hace muy poco en Brasil impedía legalmente el aborto de fetos anencéfalos -que no mueven nada- alegando que no por carecer de cerebro se deja de ser humano; un argumento autodemostrativo. Aún eso es poca garantía para quienes defienden los derechos humanos de los nonatos de semanas o días, o los del óvulo fecundado un segundo antes, cuando los padres felices aún no lo saben y siguen gimiendo. Como a rigor ético siempre hay quien gane, ahí están los habitantes de la Luna, que sin medias tintas mantienen que óvulos y espermatozoides ya son personas, y por eso merecen la atención del Estado. Los habitantes de la luna no tienen cómo demostrarlo, claro, les pasa como a todos los demás.
El momento en que el feto ya es persona sólo se puede definir mediante criterios arbitrarios, que como cualquier criterio sirven para contentar a unos y joder a otros. Los romanos tenían uno y los lunáticos otro. El señor Gallardón tiene el suyo: el feto es persona en el momento en que sirve para ahorrar dinero al sistema de salud, encaminando a su madre a una clínica londinense.

viernes, 20 de julio de 2012

Telemarketing


Algún benefactor o benefactora de la humanidad ha tenido una idea brillante: instalar en un presidio femenino brasileño un centro de capacitación profesional que convierta a las reclusas en operadoras de telemarketing. Podría ser, supongo, un primer paso para que los presidios albergasen centros de telemarketing operados por los presos o presas. Al principio -pero sólo al principio porque nos habituamos con rapidez- eso podría ser dudoso para el sector. Los clientes, pocas veces bien dispuestos, se sentirían intimidados al adquirir seguros o tarjetas de créditos ofrecidos por una voz anónima desde una cárcel. Y ese temor sería más agudo en Brasil, donde las mafias de narcotraficantes ya vienen demostrando hace tiempo que son un sector puntero de la economía, y han organizado en las cárceles un departamento muy importante para el desarrollo de sus servicios. Centrales de telefonía móvil coordinan desde las mazmorras el tráfico de crack, o emiten las órdenes para secuestros, ejecuciones o incluso ataques a la policía. En algunos casos, gracias al avance de los medios de comunicación, es posible realizar todo el servicio desde la cárcel. Es el caso de los secuestros virtuales: se mantiene bloqueado u ocupado el móvil de la víctima mientras se comunica su secuestro a sus familiares y se les exige el pago de un rescate: en muchos casos la familia realiza rápidamente una transferencia a una cuenta corriente que los delincuentes controlan, y todo acaba a contento para todos. Los gángsters reciben su dinero, la familia obtiene de vuelta al ser querido sin deterioro físico ni psicológico -pues ni siquiera percibió que había sido secuestrado- no son necesarias violencias ni zulos, y ni siquiera los ciudadanos de bien tienen que quejarse de que los secuestradores no sean presos: ya lo están.


Así que la idea del benefactor o benefactora es brillante no por su originalidad sino porque ha captado la afinidad profunda entre un medio ambiente y una actividad económica. Tiene el mérito también de romper con esa noción ya muy anticuada que imagina la regeneración de los presos por medio del trabajo manual, como carpinteros, mecánicos, costureras, etc. Sin contar con el engorro que representa poner en manos de presidiarios formones, tijeras, agujas o atornilladores, esa idea es incompatible con el espíritu de los tiempos, que nos va redimiendo poco a poco de la maldición del trabajo manual, permitiendo que nos dediquemos a actividades más propiamente humanas como sentarnos en una silla a manejar un teléfono.
Es más, la idea es brillante porque facilita la reinserción, al difuminar el contraste entre la vida de los presos en la cárcel y la vida honrada que pueden llevar fuera de ella cuando rehabilitados. Nunca he estado en una oficina de telemarketing, pero no es difícil imaginar que deben ser lugares confortables, más o menos como la cabina de clase económica de un avión pero con la ventaja de que en lugar de pagar se cobra -muy poco, supongo- por permanecer allí durante unas horas. Seis, ocho o diez o doce, no sé cómo andan las costumbres laborales en ese sector. Azafatas o azafatos pasarán también por las filas de operadoras y operadores, comprobando que realizan su trabajo de acuerdo con lo esperado. Y ese trabajo no supone andar manipulando herramientas peligrosas ni sustancias tóxicas, sino hacer lo que, a juzgar por el consumo masivo de telefonía, es el principal deseo de la gente: comunicarse con los otros y hacer un millón de amigos a través de no importa qué distancias.

Bien, alguna mente sombría podría decir que la oficina de telemarketing le recuerda más bien a la sentina de los remeros de una galera. Pero eso es injusto: los galeotes iban a las galeras encadenados, y los operadores de telemarketing dan gracias de poder ir a su oficina, tal como están las cosas. Las galeras eran cosa de épocas pasadas en que la esclavitud predominaba, y cada época tiene el tipo de trabajo que le corresponde.

Hoy por hoy, el sector del telemarketing es uno de los más prometedores, y un número cada vez mayor de jóvenes tienen en él su futuro. Es verdad que, lejos de encontrar un millón de amigos, los operadores se encuentran a menudo con interlocutores más bien hostiles, molestos contra esa voz a menudo con un acento raro que interrumpe sus quehaceres o su descanso. Pero eso es algo que nos corresponde a todos nosotros mejorar. Ciudadanos y ciudadanas, tratad bien a los operadores de telemarketing: daos cuenta de que vuestros hijos lo serán cuando crezcan. Y si ya están en el extranjero para perfeccionar su inglés podrán competir en el mercado con los operadores de la India y el Pakistán.

miércoles, 18 de julio de 2012

Deportistas transgénicos


Como se sabe, las Olimpiadas fueron un invento griego. Los mozos más fuertes de cada polis y cada isla iban con su hinchada en una especie de romería a la gran ermita de Zeus en Olimpia. Luchaban, lanzaban discos y jabalinas, boxeaban, corrían a pie o a caballo, competiciones todas ellas sin demasiadas complicaciones a la hora de saber quién había ganado. Zeus bendecía a los participantes, el público vibraba entusiasmado. Al atleta victorioso se le ponía una corona de hojarasca que le hacía sentirse como dios; con suerte le hacía Mirón una estatua o le escribía Píndaro un poema. Un epinicio.
Para la época no era poca cosa. En comparación con la Olimpiadas actuales parece, claro, muy simple. Se comenta que en las Olimpiadas de Londres el dopaje será aún la mayor preocupación, pero que en las siguientes lo será la manipulación genética de los cuerpos de los deportistas, que ya empieza a ser posible. Dopado o potenciado con unos genes de oso o de caballo el atleta romperá récords pero ya no será el atleta: hay que cohibir esos recursos artificiales.


La preocupación me parece, con perdón, imbécil. El deporte es uno de los mayores negocios de la tierra. Mueve trillones sea cual sea la divisa en que hagamos las cuentas, y compite con el armamento en la carrera de la innovación. Los deportistas son entrenados en centros de tecnología sofisticadísima y preparados para aumentar su desempeño hasta el límite. Con ello dan lugar a un espectáculo vertiginoso que arruina su salud y la de millones de amantes del deporte que pasan horas mirando sentados sus hazañas. Usan ropas, pértigas, balones y bicicletas diseñados por equipos de ingenieros de punta. Sus movimientos son captados, analizados, convertidos en espectáculo y transmitidos por centenas de cámaras y ordenadores. Y sus tiempos o sus marcas medidos por cronómetros y demás aparatos de extrema precisión que establecen que fulano rompió por micra y media el récord de salto de todo el planeta en todos los tiempos. Mucho antes de convertirse, como se augura, en seres transgénicos, los atletas ya son un mixto de hijos de Adán y de la tecnología de punta. Y en medio de todo ese festival de prótesis sin las que ni el público ni los jueces ni los empresarios ni por supuesto los deportistas serían lo que son, vamos a pretender que los atletas compitan siendo ellos mismos, sin adición de drogas o genes. Oh, oh, oh.

Como es improbable que se vuelva a las costumbres homéricas, que se entierre el ultracronómetro y se abandone esa especie de éxtasis pruriginoso del más alto más lejos más rápido que es la sal de nuestros tiempos, dejemos por lo menos de ser hipócritas: que los deportistas se dopen en paz y que sus farmacéuticos y sus ingenieros suban al podio con ellos.

viernes, 13 de julio de 2012

El Ogro


En 1979, Octavio Paz publicó un libro de ensayo titulado El Ogro Filantrópico, que hablaba del Estado, ese coloso lleno de brazos y prácticamente inmortal cuyo objetivo declarado es el bien común, del que los ciudadanos desprevenidos esperan que vele por ellos. Pero que, a poco que se escarbe, es un monstruo tendente a la putrefacción que se alimenta de carne humana. Octavio Paz hablaba del PRI mexicano y de su Estado (no hay como separarlos) pero lo mismo podría aplicarse a otros Estados más o menos presentables, en cualquier rincón del mundo.

Desde entonces acabar con el Ogro, o reducirlo a neo-gnomo, se ha convertido en una consigna muy respetable, más aún en tiempos de crisis cuando los funcionarios públicos se convierten en aquello que en la película Casablanca se llamaban sospechosos habituales: qué mejor que recortarles sueldos y aumentarles horas. A fin de cuentas, se trata de los sicarios del Ogro y su sueldo lo pagamos entre todos. Duro con ellos: son ineficientes, arrogantes, corruptos, y tienen la vida asegurada a costa del público. Quién se priva de darles otro palo.
Yo no, desde luego: guerra al Ogro. Lo malo es que puede que nos engañen, que el Ogro haya dejado a un sosias haciendo de payaso de las bofetadas, y anime las bofetadas desde un escondrijo.
Porque me da la impresión de que eso que se llama Sector Privado se parece al Estado como un huevo a otro. La ventanilla se ha convertido en servicio de atención al cliente, el funcionario con manguitos y halitosis en un fantasma telefónico con acento, el vuelva usted mañana en tomamos nota de su reclamación, los Planes de Desarrollo en burbujas, la FET de las JONS en MBA (Master Bussiness Administration), la oposición a cargo vitalicio se ha convertido en fondo de acciones heredado, los monopolios se han convertido en polipolios, y el retrato de Franco, yo qué se, en anuncio con top model.
Le doy un montón de vueltas a un billete de diez euros que tengo ahí a mano y no consigo distinguir si es dinero público o privado. Para distinguirlos, creo, hay que ser muy listo o muy imbécil, porque lo único que puede notar una inteligencia media es que ambos salen de los mismos bolsillos: los polipolios los pagamos todos, la vida asegurada de los rentistas la pagamos todos, el telemarketing que nos acosa lo pagamos todos, los navajeros en la calle, las infraestructuras del ladrillazo y los desastres ambientales los pagamos todos, la publicidad la pagamos todos comprando el producto anunciado o el otro, y así pagamos todos la televisión basura y la basura-basura, y si se llega a instalar el Eurovegas en algún páramo de Madrid también lo pagaremos todos -sólo dos tercios, es verdad- y las propinas pagadas a diputados o presidentes de comunidad autónoma se encajan, IVA incluido, en el precio final del producto y, qué le vamos a hacer, las pagamos todos. Lo único privado que hay en el sector privado son los dividendos.

Claro está que el sector privado lo merece porque lleva una vida heroica, arriesgada y eficiente: matarse a trabajar o ser despedido. Pero hay quien dice que eso sólo ocurre en el piso bajo, como ocurría en ciertos burdeles de Shanghai que tenían un taller de confección en la entrada. Escaleras arriba se encuentra una burocracia como otras burocracias, regida por el mangoneo, la adulación, o la prostitución pura y simple. Hay que reconocer, sin embargo, que su ineficiencia es mucho más eficiente, a la vista está.
Yo, que debo reconocer que soy funcionario, puedo saber algo de eso porque todos mis antepasados trabajaron para ese sector privado: quizás los entusiastas del sector privado no lo sepan porque son hijos y nietos y bisnietos de subsecretarios, ministros, gobernadores, abogados del estado, notarios. El Ogro se ha disfrazado de Pulgarcito, y en su nueva identidad ya no le hace falta parecer filantrópico.

jueves, 12 de julio de 2012

El loco Aguirre


El loco Aguirre murió con las botas puestas. Su cuerpo fue hecho cuartos y esparcido por los caminos donde se lo comieron los perros. Su cabeza se pudrió en una jaula colgada en Tocuyo, en la actual Venezuela.
Durante casi tres siglos casi nadie se acordó de él. Solo vino a reaparecer cuando lo sacaron del olvido los heraldos de la independencia americana (y después incluso los de la vasca) pero sin mucho énfasis. Precursor lo fue, sin duda; pero de un modo que los continuadores prefieren no airear demasiado, porque la causa de Aguirre no era de las que atraen mucha adhesión. No tenía programa ni utopía, a no ser el resquemor de los conquistadores pobres que habían llegado demasiado tarde para hacerse con un botín suficiente de oro e indios; o el orgullo de su condición de cristiano viejo y una familiaridad con Dios que pasaba arrollando a todos sus pretendidos representantes, esos frailes pancistas de los que habla pestes y a los que hizo matar alguna que otra vez. Por esa tendencia ya se dijo que tenía un espíritu afin al de la reforma protestante, lo que no quiere decir más que eso. El mejor modo que encuentra de llamar mentiroso al rey es compararlo con Martín Lutero, mientras le explica al mismo rey que, preocupado con el avance de los luteranos en Europa, ha mandado hacer pedazos a un alemán que iba en su compañía. Un tal Monteverde. No sé si se ha dicho alguna vez que Aguirre fue un escritor muy inspirado. La carta que le envió a Felipe II es muy expresiva:

Por cierto lo tengo que van pocos reyes al infierno, porque sois pocos; que si muchos fuésedes; ninguno podría ir al cielo, porque creo allá seríades peores que Lucifer, según tenéis sed y hambre y ambición de hartaros de sangre humana; mas no me maravillo ni hago caso de vosotros, pues os llamáis siempre menores de edad, y todo hombre inocente es loco; y vuestro gobierno es aire.

Lope de Aguirre, para quien no lo sepa, fue un oscuro hidalgo vizcaíno -como entonces se decía- que llegó al Perú hacia 1536, ya tarde para la conquista pero a tiempo para las guerras civiles que durante años enfrentaron a los conquistadores entre sí y con los representantes de la corona. No le sonrió la suerte, y abusaron de él más de lo que él pudo abusar de nadie. Se fue apuntando a las expediciones que el azar le ponía a tiro, y por fin a una de las muchas que salieron en busca de El Dorado, la de Ursúa, que aparte de fabulosas riquezas en la Amazonia buscaba librar el virreinato andino de un exceso de gente dispuesta a todo.
Pero como dice M. en un artículo que escribió cuando aún se peinaba a lo mohicano, Aguirre no creía en El Dorado. Prefería volver al Perú y alzarlo contra el rey. Ya tenía más de cincuenta años, la vida se le hacía corta y no estaba por construirse un nuevo reino. Después de eliminar uno a uno a sus superiores mientras la expedición navegaba río Marañón abajo, se hizo con el control de la hueste, salió con sus hombres al Caribe, muy probablemente por el Orinoco, y se dispuso a avanzar hacia Panamá. Pero acabó siendo fácilmente derrotado. Sobre todo por la defección de sus propios seguidores, que temían la justicia del Rey pero le temían más aún a él mismo. A M le fascinaba esa rebelión sin esperanza, que, decía, habría de repetirse “una y mil veces”, un eterno retorno o una eterna revuelta (¿no vienen a decir lo mismo, retorno y revuelta?).

Porque la gesta de Aguirre ya se había vuelto fascinante en pleno siglo XX, cuando las revoluciones ya no eran solo un horizonte de esperanzas, sino también un episodio sobre el que se reflexionaba con estupor. La de Aguirre era la revolución reducida a su giro violento, sin esperanzas ni programas ni racionalizaciones, y movida por esa comunicación inmediata con la voluntad de Dios (La Ira de Dios es uno de los apodos que se dio o le dieron). Como otras revoluciones, la de Aguirre empezó al lado de la Ley: Aguirre combatió en las guerras civiles del Peru en el bando de los realistas, y en ellas obtuvo su cojera y sus manos quemadas. Después vino la decepción, el ostracismo disfrazado de misión, la rebelión, la entronización de un nuevo rey al que poco después él mismo depuso y ejecutó. Después vino la conspiración y la sospecha constante, y la tiranía en nombre de la revuelta sin más forma que esa espiral que va encontrando sus víctimas cada vez más cerca de su centro. Quién mejor que el propio para contarlo:

Fue este Gobernador (Ursúa) tan perverso, ambicioso y miserable, que no lo pudimos sufrir; y así, por ser imposible relatar sus maldades, y por tenerme por parte en mi caso, como me ternás, excelente Rey y Señor, no diré cosa más de que le matamos; muerte, cierto, bien breve. Y luego a un mancebo, caballero de Sevilla, que se llamaba D. Fernando de Guzmán, lo alzamos por nuestro Rey y lo juramos por tal, como tu Real persona verá por las firmas de todos los que en ello nos hallamos, que quedan en la isla Margarita en estas Indias; y a mi me nombraron por su Maese de campo; y porque no consentí en sus insultos y maldades, me quisieron matar, y yo maté al nuevo Rey y al Capitán de su guardia, y Teniente general, y a cuatro capitanes, y a su mayordomo, y a un su capellán, clérigo de misa, y a una mujer, de la liga contra mí, y un Comendador de Rodas, y a un Almirante y dos alférez, y otros cinco o seis aliados suyos, y con intención de llevar la guerra adelante y morir en ella, por las muchas crueldades que tus ministros usan con nosotros; y nombré de nuevo capitanes y Sargento mayor, y me quisieron matar, y yo los ahorqué a todos.

La matanza acabó en su propia hija Elvira, a la que amaba más que a sí mismo, como dice uno de sus denunciantes; el mismo Aguirre la apuñaló con una mezcla de dura piedad y celos preventivos. Y en él mismo, que se reía de los arcabuzazos que le fallaban y saludó el último, que acertó. Príncipe de la Libertad, le llama una de las muchas novelas dedicadas a su gesta. Es un modo paradójico de ver la libertad, encarnada en un tirano rebelde. El Aguirre de las novelas viene a ser una versión selvática del Calígula de Camus, y los dos son buenos ejemplos de cómo el Occidente tiende a pensar la libertad como un exceso trágico.

Fuera de su correspondencia dirigida a Felipe II no sé que escribiese nada más. Se escribió, sí, mucho sobre él, empezando por las crónicas de sus secuaces sobrevivientes, que como es natural hicieron lo posible por exculparse y pintarlo a él como una bestia feroz -en el caso su maledicencia no tuvo que derrochar imaginación. Después pasó a las novelas, al teatro, al cine e incluso a un videogame. De lo que conozco me quedo con dos ejemplos extremos. Uno es La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964), de Ramón J. Sender, un novelista que no es en absoluto desconocido pero que debería ser recordado mucho más que hartas mediocridades que lo son mucho. Esa es la versión seca y concreta de Aguirre, un buen ejemplo de novela histórica y de aventuras en que los personajes son gente y no figurines de época. La leí hace mucho y recuerdo de ella sobre todo el humor negro de su protagonista, y de muchos otros personajes que se movían entre los hechos terribles con esa convicción muy española de que ninguna tragedia está completa si no se le añade un poco de farsa. Humor, lo necesitaban para vivir en aquel marasmo equinoccial que ya está en el título, en esa línea del Ecuador en que noches y días duran siempre exactamente lo mismo provocando esa sensación perturbadora de que el tiempo se ha parado.




La otra es, sin duda, la película de Werner Herzog -Aguirre, der Zorn Gottes, de 1972- cuyo principal atractivo depende de todo lo contrario, de su poca atención a los detalles de la historia. Porque el Aguirre de Herzog es más bien un contrincante desesperado de la Naturaleza, algo que ya estaba presente en la novela de Sender. No deja de ser históricamente certero, porque trata de algo que el mismo personaje ya se había ocupado de subrayar:

Y caminando nuestra derrota, pasando todas estas muertes y malas venturas en este río Marañón, tardamos hasta la boca dél y hasta la mar, más de diez meses y medio: caminamos cien jornadas justas: anduvimos mil y quinientas leguas. Es río grande y temeroso: tiene de boca ochenta leguas de agua dulce, y no como dicen: por muchos brazos tiene grandes bajos, y ochocientas leguas de desierto, sin género de poblado, como tu Majestad lo verá por una relación que hemos hecho, bien verdadera. En la derrota que corrimos, tiene seis mil islas. ¡Sabe Dios cómo nos escapamos deste lago tan temeroso! Avísote, Rey y Señor, no proveas ni consientas que se haga alguna armada para este río tan mal afortunado, porque en fe de cristiano te juro, Rey y Señor, que si vinieren cien mil hombres, ninguno escape, porque la reláción es falsa, y no hay en el río otra cosa, que desesperar.

El mérito de Herzog está en que se ciñó, él si, a las normas de la tragedia. En medio de los detalles históricos, las circunstancias o las idiosincrasias, que sirven de coro y no más, abrió espacio para dos antagonistas extremos y excesivos, un hombre loco y una naturaleza omnipotente: tan omnipotente que en lugar de acabar con su adversario con estruendo se limita a enviarle un pequeño ejército de monos. Para quien ya se va pudriendo entre charcos y remolinos es suficiente. Porque por mucho que tenga que ver con los meandros de la política imperial, la historia de Aguirre llegó a su clímax cuando él y sus hombres, despachados en busca de El Dorado no para que lo alcanzaran sino para que no volvieran de él, se encontraron no con un lago de oro ni con indios hostiles sino con ochocientas leguas de desierto verde. Aguirre es una especie de Fausto sin coartadas filosóficas ni sentimentales. Él mismo es su propio Mefistófeles, él mismo engendra a su Margarita y él mismo la mata, y su embate con la Naturaleza no tiene como objetivo el bien de la humanidad sino la pura y simple destrucción.
Es una bella contribución, por la que algún día deberían darle el Príncipe de Asturias. Los mitos literarios españoles siempre han sido, por así decirlo, humanistas: don Juan, la Celestina, Don Quijote, Carmen. Todos ellos se mueven todo el tiempo por un paraje muy poblado, hablan con sus vecinos, sus amigos o sus enemigos, gente como ellos. Aguirre se las ve, por el contrario, con la Naturaleza, esa máscara tremenda que vino a ser lo que es no mucho después de que los conquistadores conociesen un mundo en que los humanos no lo eran todo.

martes, 10 de julio de 2012

Atropellado en el cielo


Un paracaidista deportivo ha muerto en Brasil, atropellado por el mismo avión del que había saltado junto a algunos otros. El accidente, muy raro, fue posible porque el avión hizo una maniobra de retorno para poder aparecer, él o su estela, en las fotos que los saltadores prefieren hacer con ese detalle de fondo. La maniobra salió mal.
Un periodista interroga a un socio del club de paracaidismo. El socio repite: “fue una fatalidad, una fatalidad” y el periodista insiste en saber por qué eso ocurrió. “Una fatalidad, una fatalidad”. Pero el paracaidista tenía experiencia, ¿de quién fue la fatalidad? ¿qué hizo mal el piloto? “Esas cosas pueden ocurrir, una fatalidad”. El periodista cierra la conversación dejando en el aire la sospecha de que los clubes de paracaidismo son otro de esos reductos corporativos donde una mano lava la otra.
La fatalidad es una especie de sistema operativo obsoleto. Ya no hay como admitirla, no es nada más que una capa bajo la que pretenden esconderse los responsables, o los culpables.
Aunque como todas las cosas obsoletas puede ser que aún se siga usando en los barrios pobres. En la Amazonia, por ejemplo, el único medio de transporte asequible para buena parte de la población es desde siempre la navegación fluvial. Cuando uno de ellos se hunde, suelen ahogarse más pasajeros que los que supuestamente caben en el barco, así que si eso ocurre no hay que desesperar mucho para encontrar causas. Yo hice algún viaje de esos y recuerdo que más de una vez la carga era tanta que el nivel del río quedaba bien arriba del puente inferior. Después de los desastres se inicia siempre una investigación sobre los hechos, pero eso no suele suponer mucho, porque el caos de la navegación fluvial es tan intrincado que es difícil no concluir que fue una fatalidad, o que la gente arriesga demasiado subiéndose a esos ataúdes flotantes.

Ahí puede verse lo injusto y desigual que es el mundo. Unos ponen toda su iniciativa, su coraje y su dinero en romper límites y desafiar el riesgo, pero si alguna cosa falla en el costoso sistema de seguridad no morirán gloriosamente como descendientes de Ícaro, serán reducidos a víctimas de un defecto de manutención. Otros, posiblemente gente sin ambiciones ni arrojo, compran un pasaje barato para ir a una consulta médica o a recibir una pensión, y son víctimas de La Fatalidad.
En eso, como en la economía en general, siempre la misma manía del subsidio: la Aventura, esa cosa tan codiciada, sigue repartiéndose gratis entre los que no han hecho por merecerla.

sábado, 7 de julio de 2012

El Códice robado


Un par de detalles de la recuperación del Códice Calixtino han escandalizado a personas de bien: el códice fue entregado por la policía al deán de la catedral envuelto en un triste paño, sin que ni el policía que lo llevaba ni el deán que lo recibía se dignasen por lo menos usar guantes; y este, además, reconoció que se trataba del códice legítimo por unas anotaciones a bolígrafo que había hecho él mismo en la contraportada. Esa ira es comprensible, y muestra que el sentimiento de lo sagrado puede ser más acendrado entre los laicos que entre funcionarios de lo sagrado como el deán.
Porque el Códice Calixtino es lo que es a fuerza de tratar el pasado sin guantes; de hecho es un conjunto más bien heterogéneo de textos encuadernados juntos y, en lo que toca al texto de Aymeric Picaud -su parte más famosa- escrito con ese mismo espíritu de promoción sacro-turística que se echa en cara a los eclesiásticos actuales. Y lo mismo se puede decir de la reliquia de Santiago cuyo culto se destinó a difundir. Hace siglos, y dentro de la propia Iglesia, no era ninguna herejía opinar que la reliquia de Compostela tenía tantas posibilidades de ser el cuerpo de Santiago como el de Lenin, quien por supuesto aun no había nacido, pero seguramente llegó a pasar más cerca de Galicia que el Santiago apóstol. De hecho fue un obispo -aunque francés- quien llegó a sugerir que el cadáver que allí se guardaba era el de Prisciliano, el primer heterodoxo pasado a cuchillo a instancias de la Iglesia, y de quien sí se sabe que fue enterrado en Galicia por sus seguidores y cultuado durante largo tiempo. Los anticlericales siempre saborearon esa venganza: véase esa obra maestra del cine teológico que es La Via Láctea de Luis Buñuel.
Pero los trajines del códice y la reliquia (que, gracias al electricista vengativo, demuestran que no han pasado al pasado) son poca cosa en comparación con la leyenda de Santiago, que se ha ganado a pulso su papel (no se si aún vigente) de Patrón de España. De España, específicamente, y no del Estado Español o de alguna otra entidad que se haya concebido sobre esos tres cuartos de la península.
Porque si las naciones son comunidades imaginadas, que dijo aquél, no ha habido ángulo en que esa imaginación, en su versión española, se empeñase más. Hablar de los capítulos compostelanos del franquismo, o del Santiago y cierra España o de las mitologías del Matamoros en su caballo blanco es legítimo pero reductor. Aparte de eso está todo ese Santiago europeísta del Camino Francés, con su versión atlántica (peregrinos de la Hansa o de la Gran Bretaña venían por mar) y su versión católica pero no muy romana (en tiempos alguien recordó que Santiago aparece en los evangelios más próximo a Cristo que San Pedro, y quiso sacar sus consecuencias). Un Santiago peregrino que es como decir un poco marginal y un poco vagabundo. O los numerosos Santiagos cantonales que se aparecieron en este o aquel rincón del país. O ese Santiago multicultural al que se agarraron los moriscos que pergeñaron los Plomos del Sacromonte: un intento de convencer a sus perseguidores castizos de que el cristianismo español original tenía raíces árabes y se parecía no poco a la fe musulmana. El intento no podía salir bien, pero en parte salió: en la contraportada de mi primer libro escolar de historia, allá en pleno franquismo, aún podía ver yo a Santiago rodeado por sus primeros discípulos, inventados de cuerpo entero por el cripto-islámico Miguel de Luna. Sin contar, ya lejos de la península, esos Santiagos innumerables de las mitologías indígenas americanas, donde Santiago a menudo era doble (Santiago el Mayor y Menor; vaya) y de donde la curiosa inquina que el clero español tenía contra la costumbre de los indios de dar a sus hijos gemelos el nombre de Santiago. La historia de Santiago es por derecho propio interminable.
Claro que habrá quien piense que todo eso no pasa de un puñado de ficciones y fraudes. Sí, por supuesto, pero hay modos de amar la verdad histórica que recuerdan aquella pasión de los novios de antaño que desfallecía cuando comprobaban que su amada, ella misma, tenía un montón de pelos allá, en ese lugar que no pocas estatuas cubren púdicamente con la concha de Santiago.

El autor de este blog publicó hace años, en portugués, un volumen sobre todo ello con el título de Os caminhos de Santiago e outros ensaios sobre o paganismo.

viernes, 6 de julio de 2012

Amazonia-China: dos viajes de vuelta

No me voy a quejar de que mi libro haya salido al mercado con tanta discreción, si yo mismo, que me ocupo de mantener un blog, no he dicho nada de él. Pero es que es difícil que los críticos, absorbidos por los millares de títulos que caen en el mercado cada mes, dediquen el tiempo necesario a decir algo sobre un libro de viajes tan improbable, así que tendré que probar a reseñarme yo mismo, diciendo lo que ese libro no es, y sin repetir mucho de lo que en el propio libro se dice.
Amazonia-China no es, por supuesto, una guía: 142 páginas son muy poco para eso. Tampoco es un reportaje de actualidad sobre las dos letras extremas de los BRIC. Pero sobre todo no es un libro de viajes de viajero. Ni huye de las rutas más transitadas, ni revela una Amazonia o una China desconocidas. El protagonista no corre peligros ni atraviesa parajes intrincados, ni siquiera rehace la ruta de algun viajero famoso de otros tiempos. Si revela algo, será algo que se mantenía oculto a fuerza de estar tan descaradamente a la vista.



En lo que se refiere a China, el libro cuenta un viaje de turista, aunque turista por libre: salvo deslices ocasionales, recorre esos mismos lugares que todos recorren -la Ciudad Prohibida, la Gran Muralla, la Tumba de Mao- y ni siquiera todos los imprescindibles: por qué correr cientos de kilómetros para ver esos guerreros de terracota que tanto circulan por el planeta, si el vendedor de patas de pollo de la esquina ya es otro mundo.
Y en cuanto a la Amazonia, un lugar en el que pasé años y conozco mucho mejor, donde vivi algunas experiencias raras y hoy en día casi irrepetibles, preferí contar un trayecto breve, de la ciudad fronteriza de Assis Brasil a la casi fronteriza de Puerto Maldonado, en Perú, por una carretera infame vista desde aquí, pero que es simplemente la mejor y la peor y la promedio de la región. A la escala de la Amazonia, sería el equivalente de recorrer la periferia de Madrid desde Parla al IFEMA, o la de Paris desde Saint-Ouen a Ris-Orangis. Nada de paisajes incomparables, ni de hitos de la historia de la región, más bien carreteras, posadas precarias y trechos de selva devastada o a medio devastar.
¿Por qué ese menú tan ordinario? Hay buenas razones. Tengo mis dudas sobre esa concepción del viaje que consiste en hollar caminos ignotos (vana pretensión: hasta el más recóndito ha sido hollado durante siglos por sus habitantes, y en todas partes los hay) para después exponer al mundo esa conquista. Hay, claro, excelentes muestras de ese arte. Pero si el viaje en sí tiene algo de revelador ¿por qué debería serlo a costa de algún tipo de virginidad? Me cansé hace mucho tiempo de rutas aventureras o de playas salvajes: están atiborradas todas ellas de viajeros que se miran con una hostilidad celosa unos a otros y lamentan que ese lugar remoto se haya trivializado; pensemos en esa burocracia de lo extraordinario que se ha organizado en el campo-base del Everest, con sus turnos de escalada y su contabilidad de récords secundarios. Un viaje hecho por necesidad -yo necesitaba ir a Puerto Maldonado, como lo necesitaban todos los que me encontré en el camino- trae de vuelta a la vida un rasgo esencial de la aventura, que es el de ser imprevista, no convidada. Como dice alguna línea del libro, a Ulises le ocurrió la Odisea cuando pretendía simplemente volver a casa.
Por otras razones, o por las mismas, cada vez me parecen más interesantes los lugares plagados de turistas, y, como dicen algunos, prostituidos por ellos. De todas las tribus de la tierra, los turistas son la más auténtica: visten con alegría ropas extrañas (chalecos de camuflaje de Coronel Tapiocca para andar por las calles de Sao Paulo, fantásticos sombreros locales), cumplen con piedad los rituales (monedas en la fuente, bendición de un lama, ser atropellados por un toro) y en general se comportan de un modo incomprensible y costoso. ¿Pero por qué son y visten y cumplen? Somos, vestimos, cumplimos; todo el que viaja es más turista de lo que a veces piensa. Hay una cierta arrogancia en todo viajero que maldice de los turistas. Ellos, con su barullo y su desconocimiento, tienen el mérito de descubrir un nuevo mundo que ellos mismos están creando, o que los nativos crean en colaboración con ellos: la China para turistas, la Amazonia para turistas, la España para turistas, por qué no. Un choque de imaginaciones, o una alianza de imaginaciones si se prefiere. Eso si que es un nuevo mundo recientemente descubierto a cada momento, porque no existe fuera de las rutas por donde el turista pasa, ni existió realmente en el pasado, y sin embargo es tan real como los otros. ¿Y quién dice que el arte para turistas debe ser falso o rudimentario? La plaza de San Pedro o la del Obradoiro se erigieron, más que nada, para dejar con la boca abierta a los peregrinos, que no dejaban de ser una especie de turistas. Los turistas crean su mundo eventualmente bárbaro -porque, no nos engañemos, no siempre está exento de barbarie- mientras los buenos viajeros se empeñan en parasitar el mundo auténtico de otros, colándose subrepticiamente en sus vidas: un empeño fascinante, sí, en las pocas veces en que se hace bien.

El caso es que recorrer las carreteras amazónicas o la Muralla China revela algunas cosas o, por ser fiel al tópico, desmonta algunos tópicos. Por ejemplo, revelando que en la Amazonia hay carreteras -algo tan obvio que suele desaparecer en los relatos- o que esas carreteras áridas tienen vida propia, que se han tornado escenarios importantes no sólo para los invasores sino también de los propios habitantes originales de la tierra, que pasan buena parte de su tiempo recorriéndolas. Por ejemplo, revelando que en esa multitud de turistas que atesta la Muralla la inmensa mayoría son turistas chinos, que no son una masa pegada a su historia como un liquen a su roca: o sea, que en esa repetición eterna de estilos y formas opera una relación activa con el pasado (no por acaso los templos más antiguos parecen recién construidos: en muchos casos, acaban de serlo). O que, sin más, no son una masa, que lo que de lejos parece un movimiento unánime al son de un despotismo musculoso de cerca parece mucho más anárquico. Que los chinos son efectivamente menos libres para hacer lo que quieran, pero lo compensan a fuerza de querer más tercamente lo que hacen. Que los tópicos están ahí, pero no de ese modo pánfilo que les correspondería si fuesen pura y llanamente ciertos, sino sometidos a continua manipulación, mostrando esa permanencia que solo se obtiene a costa de mudanzas constantes.
Todo eso solo tiene pleno sentido si no dijese que yo llegué a la Amazonia con ese amor tan europeo por una humanidad primordial no contaminada, y que sólo después de bastante tiempo conseguí encontrarla, sí, en medio de muchos escombros. Y que quizás no me hubiese sorprendido tanto la jovialidad que encontraba en esas calles chinas demasiado llenas si no hubiese ido a China detestando a priori sus calles demasiado llenas y la idea de China en general.

Hablar a un tiempo de dos lugares tan distantes solo tendría justificación si cada uno de esos lugares fuese visto desde el otro. Y ese cruce improvisado se va haciendo casi inevitable, hasta casi parecer premeditada, cuando se empieza a escribir sobre él. China y la Amazonia, como digo en algun momento del texto, son dos polos opuestos de la economía global, una manufactura universal y una fuente de materias primas; más aún, son la encarnación de ilusiones opuestas que fueron acuñadas más o menos en la misma época por los ilustrados: el despotismo sabio (por entonces eso no parecía una contradicción) y la libertad del hombre en la naturaleza. El extremo oriente y el extremo occidente, porque ha sido en esos dos extremos donde hemos imaginado siempre el peso excesivo de la ley y el peligro de la ciudad sin ley. Pero basta un poco de crisis para comprobar que esos extremos se pueden concentrar en esa Europa que se ufanaba de ser un sabio término medio.

¿Viajes de vuelta? Hay un sentido en que la expresión no me gusta, ese que se le da cuando se quiere estar de vuelta de todo. No se debería viajar con esa intención, y muchas veces es precisamente eso lo que ocurre cuando el viajero quiere tomarle el pulso al planeta y nos habla desde una cierta altura de la locura que lleva a convertir la Amazonia en un solar o nos describe los dilemas de China entre la economía capitalista y un régimen comunista, entre la hipermodernidad y la tradición milenaria. De eso ya sabemos, y siempre es útil que alguien nos lo recuerde y lo ilustre con paisajes, anécdotas o a veces incluso entrevistas. Pero lo que se debe esperar de un viaje es que deje espacio a eso que antaño se llamaba la maravilla, las mirabilia. Maravilla, hoy por hoy, cuando hemos visto de todo y queremos estar de vuelta de todo, consiste en constatar que hay piezas faltando o sobrando en el rompecabezas del mundo, que quizás podría montarse de otro modo.
Para mí, como expliqué una vez a una entrevistadora, en la fiesta de concesión del VII Premio Eurostars de Narrativa de Viajes, la mayor sorpresa de la Amazonia consistió en que encontré allí más gente de lo que esperaba. O dicho de otro modo, que en lugar de su biodiversidad y su sociodiversidad (que era lo que esperaba y allí estaban, por cierto) lo que me llamó la atención fue su inmensa variedad de destinos individuales. En la Amazonia se puede ver poco, porque los horizontes son siempre demasiado cerrados o demasiado abiertos, pero se escucha mucho, es un lugar donde se narra. En China es difícil encontrar más gente de la que se espera, pero puede ser novedad encontrar gente, sin más. Lo digo una vez más, porque fue una impresión repetida: China nos ha proporcionado desde hace siglos el ejemplo más monumental de un estado que debería reducir a sus ciudadanos a la condición de hormigas. Y sin embargo, en medio de aquella multitud sometida a ese estado y a una vida dura y escasa me pareció que ese efecto hormiguero quizás se dejase sentir más en medio del orden constitucional y la relativa opulencia, en un lugar como Europa. ¿Ilusión óptica, espejismo? Puede ser, porque la literatura de viajes es un género ensayístico que no invita a profundizar ni a confirmar datos extensos, pero ofrece en lugar de ellos ese tipo de intuiciones que surgen de una rápida comparación y que a veces escapan al buen conocedor.
Lo que pasa es que un extremo del mundo es, de algun modo, la vuelta del otro, y ambos viajes valen lo que vale la vuelta a casa. Porque ningún viaje se completa si el viajero no vuelve a casa, y si no descubre al volver que esa casa se le ha vuelto un poco menos simple.



En este blog hay una serie de entradas que tratan de China con el mismo espíritu que el libro (alguna pasó a formar parte de él): son las de los días 05 marzo 10, 31 mayo 10, 20 febrero 11, 14 marzo 11, 18 octubre 11, 20 diciembre 11.
Otras entradas tratan sobre la Amazonia, aunque en este caso tengan en general poca relación con el libro: 05 abril 10, 12 diciembre 10, 05 marzo 11, 08 marzo 11, 31 octubre 11, 02 julio 12.

La revista on-line Escritores de Asturias publicó hace un mes un breve artículo mío en defensa de las mentiras de los viajeros. Un modo provocativo de dejar claro que todo lo que cuento en mi libro es verdad.