lunes, 31 de octubre de 2011

Neblina en el Dorado

En el año de 2000, el periodista Patrick Tierney lanzó su libro Darkness in El Dorado, un largo reportaje que pretendía contar como los científicos y los periodistas devastaron el Amazonas o en concreto cómo devastaron a los Yanomami -o Yanomam, o Yanomamö- un pueblo que se convirtió hace mucho en uno de los íconos de la Amazonia original.
Entre los acusados sobresalían tres: James Neel, un famoso especialista en genética –que había muerto meses antes- al que Tierney imputaba haber provocado una epidemia de viruela entre los indios por intereses de investigación. Lacques Lizot, un etnógrafo francés que describió un cotidiano Yanomami envuelto en una densa atmósfera sexual, de la que sabía entre otras cosas porque la vivió con los muchachos del lugar, a los que hacía frecuentes regalos. Y en fin, Napoleón Chagnon, que, desde 1968 había convertido en un best-seller permanente (se calcula que sus seis ediciones habrán vendido unos cuatro millones de ejemplares) su libro Yanomamö: the fierce people, donde presenta a esos indios como adictos a una extrema y constante violencia que él explica en términos sociobiológicos; pero que al menos en parte se explicaría también por los modos en que él mismo la azuzó durante su estancia. Chagnon habría sido, también, cómplice de las viruelas de Neel.
Aunque las denuncias fuesen muchas más, esas tenían el mérito de componer una trinidad nefanda: los horrores frankensteinianos de la ciencia, la pedofilia y la arrogancia racista del hombre blanco.
El libro causó un revuelo considerable y, como los antropólogos no son demasiado corporativos, lo causó aún mayor en los medios profesionales. Varios colegas ilustres apoyaron la posición de Tierney, promovieron una investigación para esclarecer los hechos, y el debate sobre Darkness in Eldorado se tornó una especie de tradición peculiar de la American Anthropological Association. En particular, las teorías y también el tono siempre un poco matón de los métodos de Chagnon ya desagradaban a muchos colegas, que además le reprochaban su irresponsabilidad –si es que no mala intención- política: su retrato feroz de los Yanomami fue esgrimido con gusto por los invasores de sus tierras, que llegado el caso podían argumentar que estaban llevando la paz a una tierra bárbara.
Pero después de muchos debates, las informaciones de Tierney mostraron algunas debilidades y sus principales valedores (no todos) perdieron su entusiasmo, o pasaron a criticarlo abiertamente.
La mala conducta de Lizot no ha sido, que yo sepa, refutada, y las pretensiones de contextualizarla podrían sonar a malas repeticiones de aquel viejo proverbio que decía que no hay pecado abajo del ecuador: es probable que si hubiese realizado sus investigaciones en Francia estuviese en la cárcel, y de hecho se rumorea que por razones semejantes se encuentra refugiado en Marruecos. Pero es difícil que la denuncia lleve a mucho más o a mucho mejor, porque los más inclinados en castigar esas conductas depravadas más abajo del ecuador suelen aprovechar el viaje para opinar que los propios habitantes de aquellas tierras son depravados y tienen que ser corregidos. Hace cinco siglos que los misioneros están en América empeñados, dicen, en apartar a los indios de todo mal, y aún no han entendido por qué muchos de ellos siguen huyendo y a veces se juntan con todo tipo de canallas.
En el caso de Neel no hay evidencias que permitan diferenciar entre una conducta criminal y los contagios y desastres involuntarios –que no son raros- causados por una inocente campaña de investigación –que era el propósito alegado por Neel. A no ser que se arreglen los datos para solventar esa duda, cosa que al parecer Tierney no se abstuvo de hacer.
En cuanto a Chagnon, sigue vivo y relapso en sus ideas, aunque las haya dulcificado un poco en sucesivas ediciones de su obra y haya insistido en que fierce no sólo significa feroz sino también bravo y orgulloso. Hay un consenso amplio entre sus colegas de que su estilo y su teoría llevan a la bestialización de la humanidad comenzando por los Yanomamö. Hay que decir, de paso, que en la historia americana los pueblos con fama de bondadosos y mansos han sido borrados de la faz de la tierra con más asiduidad que los de reputación feroz. De estos hay muchos que continúan teniendo una presencia significativa, como es el caso de los Shuar (antiguos Jíbaros) o de los propios Yanomami, que por cierto constituyen un pueblo y no, como dicen algunos de sus defensores, un grupo de “últimos supervivientes”. Entre los que han retratado a los indios como demonios contumaces y los que los han presentado como ángeles frágiles es difícil saber quién les ha hecho más daño.

En 2010, el cineasta brasileño José Padilha convirtió en documental –Secretos de la tribu- el libro de Tierney, abriendo la posibilidad de que la polémica vuelva. Por lo pronto no parece que haya sido así, por lo menos entre los antropólogos –incluso entre los que en su día se interesaron por las denuncias de Tierney. ¿Será que se ha decidido por fin barrer las cosas bajo la alfombra? Más bien parece que impone su ley la complejidad y la ambigüedad del contexto. Preocupa que la recidiva del escándalo ponga en peligro campañas de vacunación y otros proyectos de asistencia a los Yanomami que dependen de la credibilidad de agentes a los que siempre alguien puede confundir con mala gente, en un medio muy sensible a los rumores como es el amazónico. Y cierta noción de que lo que ha contribuido más a devastar a los Yanomami no han sido los pecados intencionales de un puñado de científicos perversos, sino el desarrollo económico de la región y la explotación de los recursos naturales que el mundo tanto necesita para inundar sus escaparates. Y junto con ella la cohorte habitual de invasión de tierras indígenas, epidemias de malaria y caos en general. Pero el desarrollo no está en la lista de los pecados nefandos y sus agentes son demasiados y demasiado difusos: denunciarlos es largo y prolijo.

Empresarios morales

José Padilha tiene una carrera interesante. Él es el autor de uno de los documentales más complejos y sensibles sobre la violencia urbana de Rio de Janeiro: Ônibus 174, donde narra el secuestro de un autobús urbano por un joven perturbado, habitante de una favela, que fue ultimado por la policía en un episodio oscuro al final del secuestro. Y también de Diario de una guerra particular donde describe cómo la guerra entre narcos y policías en Rio de Janeiro, rebasando sus objetivos declarados, se vuelve vocación para unos y otros.
No mucho después lanzó Tropa de elite (2007), un estruendoso éxito de taquilla, que para sorpresa general fue aclamado por los entusiastas del primero dispara y después pregunta, y denigrado como fascista por los admiradores de sus películas anteriores. Su héroe es un capitán de una fuerza especial de policía, guapo, incorruptible y dado al uso de la tortura y la ejecución sumaria; su segundo protagonista es un policía novato, inclinado al respeto cuidadoso de la ley y a la colaboración con las ONGs, que aprende con la dura experiencia que la violencia bruta es la única forma decente de tratar con la gentuza (incluyendo sus aliados pacifistas). ¿Apología del exterminio? Padilla se ha defendido diciendo que se ha entendido mal su película, que en realidad es una crítica de la violencia policíaca. Un argumento descortés, porque insinúa que el público ya no es capaz de distinguir los buenos y los malos cuando ellos son presentados sin ambigüedades en la pantalla. Tropa de élite ya ha tenido una secuela, también de gran éxito, en la que Padilha no ha hecho por sacar al público de su error.

Tierney también tiene una carrera interesante. Años antes de denunciar el sensacionalismo con que Chagnon había enfocado la violencia Yanomami, se puso a investigar los sacrificios humanos –de niños- practicados por los indios andinos y por los mapuche chilenos: de ello trata su libro El altar supremo, de 1989. Que esos sacrificios ocurrían en época incaica parece fuera de duda; pero en cuanto a la permanencia actual de la práctica se trataba de un tema peligroso del que, muy previsiblemente, nadie quería hablar. Como Chagnon no había circulado por los Andes, Tierney no dudó de que en este caso hubiese, más allá de prejuicios, una terrible realidad, y se puso a extraerla a cualquier costo. Obtiene una visión sombría de la vida indígena, como la que enuncia en un momento la Machi Juana, su principal interlocutora (y sospechosa) en el caso mapuche:

“Es por causa de esas acusaciones de sacrificar a aquel niño que la policía me puso en la cárcel” -y se puso a llorar cuando recordaba sus experiencias en la prisión. “Me amarraron por los tobillos y me colgaron cabeza abajo como a un puerco para hacerme confessar”... “las personas me odian. Me llaman asesina de nietecitos. Los mapuches son un bando de gente envidiosa, dura y mentirosa”.

Tierney no se conmueve con esas lamentaciones, y piensa:

“Tal vez le pueda ofrecer cien dólares. Si una vez casi habló por veinticinco, antes de la familia interfiriese, tal vez ahora me revele los detalles que faltan por cien dólares...”

Aunque él mismo acabe por tener algunas reservas morales sobre sus procedimientos:

“Repentinamente me golpeó una autocrítica aguda, que mostraba mi horrible comportamiento, al aislar sin piedad, al presionar y sobornar a aquella pobre anciana”.

Pero hay que notar que sus dudas morales no son dudas metodológicas: no le impidieron continuar su investigación y publicar sus resultados. Que a fin de cuentas no tratan de alguna lacra exclusiva de andinos y chilenos. Esa violencia puede ser tal vez un universal humano, como lo prueban los estudios al respecto realizados entre pueblos primitivos, como –cita Tierney- los de Napoleón Chagnon entre los Yanomami. El altar supremo, fuerza es reconocer, no deja incólumes nuestros propios antecedentes culturales, ya que la última parte del libro trata de la Biblia. Allí nos encontramos en el papel de Mal absoluto a Moloch, el ídolo devorador de niños. Según un polémico erudito a quien Tierney reseña largamente, Hyam Maccoby, nunca hubo tal Moloch. Esa abominación fue en realidad un nombre dado a Yahvé, que originalmente apreciaba los holocaustos infantiles. Episodios como el del sacrificio de Isaac fueron reescritos cuando mucho más tarde la religión bíblica optó por abolir el sacrificio humano y convertirse en una religión moral.

Moraleja

Puede que en nombre de la moral se haya inmolado a más gente que por muchos otros motivos; pero habrá quien se consuele pensando que sea lo que sea que se haga es mejor que se haga por buenas razones, y no para saciar el apetito de un dios feo. Padilha y Tierney son empresarios morales de nuestra era. Los caracteriza esa capacidad de estar en el buen lado que ellos llevan consigo donde quiera que vayan. Bien está: si todo el mundo se pasase la vida preguntándose si está libre de pecado, indagando en ambiguedades y responsabilidades difusas, nadie tiraría la primera piedra a donde hay que tirarla. En el mejor de los casos se le echaría la culpa al sistema, que se supone difícil y largo de cambiar, mientras siguen sueltos por ahí monstruos de todo cariz. Nuestra época corteja a los monstruos. Los odia, claro, pero les otorga su reconocimiento: si no fuese por ellos, quién podría tener convicciones firmes hoy por hoy. Es una especie de fariseismo simpático que nos muestra que este sistema nuestro, por injusto que sea, puede hacer justicia en abundancia.

No es el tipo de acusación que puede llevar a un juzgado, pero los antropólogos son acusados también de ofrecer una imagen primitiva, pura y congelada de las sociedades indígenas de la Amazonia. De hecho, Neel y Chagnon se interesaban por los Yanomami para sus indagaciones porque los suponían ajenos a contactos e influencias de fuera. A pesar de eso habría que evitar una idea pura, primitiva y congelada de lo que es la antropología: desde entonces, e incluso antes de entonces, hubo muchos antropólogos que han hablado de los indios amazónicos como humanos complejos, cambiantes y contemporáneos. La idea de la Amazonia virginal es de hecho mucho más popular entre los no-antropólogos. Virginidad ecológica, histórica, estética y moral. Es ella misma la que da esa nitidez moral a los nativos de Tierney-Padilla mirando a la cámara y diciendo que no se puede creer en la palabra de los blancos, que los blancos siempre mienten. En este siglo confuso, vale la pena ir hasta El Dorado para oir por fin las cosas claras.

martes, 18 de octubre de 2011

El cielo de Shanghai

De Imperio del Sol, una película de Spielberg basada en la novela de J.G. Ballard, recuerdo sobre todo, no sé por qué, la imagen de un niño mirando a un cielo muy alto. Ballard nació en Shanghai en una familia inglesa, y en la cinta se ve al joven protagonista, trasunto suyo, perdido entre la multitud de aquella ciudad inmensa que huía aterrorizada ante la inminencia de los invasores japoneses. El cielo de Shanghai me parece muy alto. Es que al otro lado del Huang-Po, el Río Amarillo a cuyas orillas surgió la ciudad, se ven los enormes rascacielos de Pudong, erigidos a toda velocidad uno junto al otro, sobrepujándose en altura y como queriendo agotar las formas en que un rascacielos podría crecer. Y en este lado, sobre el muelle del Bund, la avenida donde se alinean los edificios monumentales del viejo Shanghai comercial y financiero -bancos, hoteles, bolsa de valores, compañías comerciales, un conjunto modélico de la arquitectura capitalista- flota muy arriba un tropel de cometas de colores; dragones, mariposas. Una multitud festiva inunda el paisaje, protegiéndose del sol ardiente bajo sombrillas de colores. Sería fácil perderse en esa multitud, porque es densa pero sobre todo amable, una virtud muy rara en las multitudes. El calor pesa, reblandece esa conciencia de ser yo y no otro, y siempre es más fácil perderse allí donde se intuye que se podría encontrar cualquier cosa.

En aquella jornada de pánico en que el joven Ballard -un shanghailander más que un inglés stricto sensu- se perdió de la mano de sus padres, se perdió también toda una era de Shanghai: la ciudad no volvió a ser como era. Difícil que volviera a serlo, porque aquella Shanghai terminal era un mundo improbable, una de esas obras maestras del azar que son las grandes ciudades, quizás la más improbable de todas; más que Paris o Buenos Aires, más incluso que Nueva York. Más cosmopolita que todas ellas, más ciudad que todas ellas por estar en un país y al mismo tiempo fuera de él, una tenebrosa urbe ideal al margen del mundo pero casi abarcándolo. En China el viajero encuentra por todas partes ciudades, grandes o pequeñas, que cuentan con la gloria de haber sido corte imperial. Pekín, sí, pero también Hangzhou, o Nankin o Luoyang, algunas más. La historia del país es lo bastante larga y fragmentada para que prolifere ese modo augusto y fácil de ser ciudad que consiste en haber sido cabeza de un país. Shanghai, la mayor ciudad china, el corazón de China, nunca fue capital, y apenas fue china. Minúsculo puerto pesquero en sus inicios, creció abruptamente justo en la mitad del siglo XIX cuando el Imperio en decadencia abrió sus puertas a los comerciantes extranjeros. Allí se instaló una concesión inglesa, y poco después una americana, y una francesa, y las tres convivieron con una municipalidad china. Un asentamiento japonés se sumó al conjunto, y a la postre se adueñó del sector chino no mucho antes de hacer lo mismo con el resto de la ciudad, ya en pleno conflicto mundial. A aquella metrópolis compuesta, una caótica yuxtaposición de regímenes, normas y costumbres, donde ningún poder estatal era absoluto y siempre había a la vuelta de la esquina una frontera para refugiarse por los mejores o peores motivos, llegaron en masa refugiados de los conflictos europeos: rusos blancos y judíos rusos, judíos centroeuropeos después. En Shanghai proliferaba la mala vida: el juego, la prostitución y el tráfico de opio brillaban en antros lujosos de siete pisos, llevados por los gangsters de la Banda Verde y de la Banda Roja, y hasta el prior del principal templo budista de la ciudad tenía una corte de concubinas y una guardia personal de pistoleros. El nombre de Shanghai consiguió entonces ese aura de ciudad-aleph, donde todas las depravaciones y todos los encuentros son posibles. Cuando Wallis Simpson sedujo al rey inglés, Eduardo VIII, hasta el punto de hacerle renunciar a la corona, se rumoreó que lo había hecho con la ayuda de las mañas sexuales aprendidas en los burdeles de Shanghai donde la había metido su obsceno primer marido.
No por eso Shanghai se convirtió en un cuerpo extraño a China -un enclave con ese cosmopolitismo que ha perdido toda fecundidad ahora cuando en cualquier lugar se mezclan indiferentemente todas las lenguas y todas las razas. En ella florecieron cosas tan diversas pero tan inequívocamente chinas como la literatura de Lu Xun -el iniciador, dicen, de las letras chinas modernas- el qipao (ese vestido femenino largo del cuello a los pies pero ceñido como una piel de serpiente) o el Partido Comunista, fundado allí, en un local ahora convertido en museo en medio de una barriada comercial de lujo.
En los barrios de Shanghai aún perdura el recuerdo de las viejas concesiones; quizás más que en las otras en el barrio francés, poblado de tiendas de moda, calles sombreadas y pequeños jardines. Allí está aún la casa de Chou-en-lai, el brazo derecho de Mao Tse Tung, o el lado urbano del fundamentalismo campesino de aquél, o el rostro burgués o liberal o moderado de una revolución que llegó a todos los extremos sin atropellarlo a él. Es una casa burguesa en un buen sentido casi extinto: elegante, discreta, cuidada, sin la opulencia de las élites nuevas o antiguas ni la ostentación de cemento de las jerarquías de partido. En Shanghai no abundan los recuerdos de los líderes revolucionarios; Chen Yi, el primer alcalde comunista, está allí, enérgico y de bronce, justo en el punto medio del viejo paseo plutocrático del Bund, pero por lo demás hay que hacer enormes esfuerzos para imaginar que esta ciudad fue alguna vez parte de ese mundo, dando origen incluso a su último intento radical, el de la Banda de los Cuatro. Pero a Chou-en-lai los turistas se lo encuentran a menudo, no como ícono, sino citado en las placas de un viejo monumento, un templo o un jardín que se salvaron de la destrucción de los guardias rojos por su intervención. Él era un señor culto y viajado, y sabemos que gente como él aprecia las curiosidades. Pero ahora esas amenidades reaccionarias son reductos de escala más humana en medio de una barahúnda de torres capitalistas erguidas sobre la tierra rasa revolucionaria.
Algunas guías turísticas advierten de la existencia de un museo de la propaganda política china, dan la calle y el número. Pero cuando el turista decide visitarlo, se pierde: no encuentra el número, ninguna placa identifica el museo, se pregunta si la guía está equivocada, si el letrero de la calle lo está o si la numeración china de las calles oculta alguna originalidad. Pero al poco el portero de un edificio cercano llega, pregunta en inglés “Museum?” y con signos conduce a los visitantes a una entrada de garaje. Por un ascensor allí oculto se llega al museo, cuyos únicos carteles están dentro. El museo es minúsculo pero rico. Consta de una gran sala con paneles que la dividen, llenos como las paredes de carteles que ilustran toda la evolución de esa especialidad del realismo socialista, y acompañados por sobrios comentarios. En los comienzos del régimen, tienen el estilo e incluso la temática de la publicidad del viejo estilo: seductoras damas de Shanghai vestidas con su qipao, hogares felices saludando los inicios de la república popular. O pinturas cuidadamente académicas en que Mao y sus camaradas inauguran esa república desde el pórtico de la Ciudad Prohibida. O, más tarde, el rostro de Mao flotando como un sol sobre campos fértiles y labradores entusiastas -la tez colorada no es casual, se nos explica, ella procede de la vieja simbología de época imperial, en que el rojo intenso era signo, claro está, de vigor cósmico. O aún más tarde, los trazos enérgicos de los carteles de la revolución cultural, brochazos negros sobre blanco que fulminan recuas de enemigos políticos con rasgos animalescos, en contraste brutal con ese edulcoramiento lírico o épico de otros momentos de la revolución. No más de dos o tres: se nos explica que esos carteles son extremamente raros, han sido cazados y eliminados; como ocurre con toda la época que los vio surgir, es difícil saber qué ha sido de su espíritu, si ha ido a parar a la catacumba o se ha hospedado, ya menos ruidoso, en los palacios. No hace falta que los textos explicativos expliquen mucho más: es obvio que los organizadores y dueños del museo no actúan por amor a los tiempos pasados. Eso tiene la propaganda: se torna contra sí misma con solo que la reunamos y la pongamos entre comillas. La semiclandestinidad del museo nos hace pensar una vez más en esa transición desde el comunismo hasta su negación más firme, más extraña en Shanghai que en ningún otro lugar. En la otra sala del museo, se puede comprar una enorme variedad de itens ligados a la vieja propaganda: carteles, pins, gorras, banderas, libros rojos... Son reproducciones de buena calidad a buen precio. Más caros, se venden también los mismos objetos originales. La economía planificada los produjo en abundancia para que aún hoy sigan dando abasto a la nueva.
Nadie puede extrañarse de que con tanta frecuencia se encuentre una voluntad de desgajarse del pasado comunista. Los cuarenta primeros años de la República Popular empequeñecieron esa Babel que había nacido para el mundo y para las finanzas, que solo volvió a encumbrarse después de las reformas de Den Xiao Ping, ya a finales de los ochenta. Shanghai exhibe al mismo tiempo su cosmopolitismo, su espíritu liberal y xenófilo, y mantiene, claro está, una pugna de metrópoli a metrópoli con Pekín; hay incluso un cierto prurito por cultivar la lengua local en detrimento del mandarín. Shanghai es China, pero no quiere reducirse a China.
Qué otra cosa se podría esperar sino un gran escaparate, si hay detrás una enorme tienda. Siguiendo el curso del Huang-Po hasta la confluencia con el Yang Tse se siguen las decenas de kilómetros de los muelles del puerto de Shanghai: los cargueros, con sus montañas de containers, se parecen a los bloques de viviendas que se alinean masivamente en la periferia. Es el mayor puerto de carga del planeta, a su modo el ombligo de un mundo difícilmente sostenible y más difícilmente soportable.
Por eso mismo sorprende que la polución visible y casi tangible del cielo de Shanghai -que no puede quedarse en el cielo, que tiene que llover sobre la vida de quienes cobija- no oculte el color de las cometas. Las ciudades no suelen desperdiciar la ocasión de parecer una selva: es parte de su imponencia. “Hay barrios en Nueva York que no le recomendaría que invadiese” le decía el protagonista de Casablanca, en un intercambio de fanfarronadas, al oficial alemán que le hablaba de la posibilidad de invadir los Estados Unidos. Las grandes urbes tienen hoy una reserva de ferocidad superior a la de sus países, que resiste a los poderes públicos por absolutos que sean. Y por eso la jovialidad de Shanghai sorprende. Hay algo de inusual en que ese monstruo de poco menos de veinte millones de habitantes -algo más de veinte si se cuenta con el Gran Shanghai- con un pasado de casino y burdel y un presente de factoría universal, parezca guardar un qué de inocencia en sus calles. Y la policía podrá conseguir, quizás, que la gente transite segura por las calles, pero no que viva en ellas, porque las calles pueden ser hostiles de muchos modos respetuosos con la ley. Y en Shanghai se vive en las calles. No sólo en los parques donde se ejercita el tai-chi o se ensayan boleros, valses o tangos al son de un tocadiscos enchufado en el kiosco de bebidas más próximo, sino también en esos espacios populosos entre mercados, templos y casas de comida con sus cilindros humeantes de dim sum, o hasta en esas avenidas donde una riada densa de peatones detiene el empuje de los vehículos cuando se enciende la luz verde. Gente, mucha gente, demasiada gente pero no esa masa de muertos vivos que tantas veces engendran la multiplicación y los neones. Será el crecimiento económico. O será la costumbre ya vieja de convivir con sus lacras; demasiadas lacras, demasiada costumbre. Los habitantes de Shanghai saben mucho antes que nosotros lo que es vivir en un gran casino.