domingo, 29 de diciembre de 2013

Competición, evaluación, gestión


Las ideas socialistas, dicen los liberales, son engendros utópicos: asumen que los seres humanos nacemos muy buenos, y dispuestos a colaborar por el bien común. Lamentablemente, los bajos instintos pesan, de modo que si confiamos mucho en la bondad humana acabaremos hundidos en un pantano de pereza, chapucería, egoísmo e intrigas. Lo mejor es, entonces, convertir esos vicios privados en virtudes públicas mediante la competición: un maratón general en que, por muy malo que se sea, se hará lo posible por sacar lo mejor de sí mismo. Una idea brillante si no fuese porque, para hacerse verosímil, vuelve a sacar del armario la misma candidez que se acababa de rechazar: ¿quién ha dicho que cuando se compite se compite por sacar lo mejor de sí? ¿Y si se saca lo peor?
De hecho, cualquiera que vuele en clase económica o vea la televisión tendrá, de vez en cuando, esa sensación de que la competición (compañías aéreas y emisoras son sectores muy competitivos) es una carrera trepidante hacia el eldorado de la basura. Claro está que los vuelos y los programas son cada vez más baratos, y quién no quiere cosas más baratas. La baratura puede que sea una virtud democrática, o puede que no, pero lo que es seguro es que permite una comparación general, y por eso es un buen eje para la competición. Es difícil que la competición incite a sacar lo mejor de sí, eso en que cada uno es incomparable; pero en compensación puede dar una fuerza extraordinaria a las habilidades baratas.

Véase lo que ha pasado cuando la panacea competitiva se ha aplicado al mundo de la ciencia. Científicos y profesores de todo el mundo, llenos de títulos, nos hemos dejado imponer, sin chistar, sistemas de evaluación pergeñados por burócratas con un MBA. Bien, hay los que chistan, diciendo que el sistema está viciado; hay premios Nobel retirados gruñendo que con ese sistema no habrían llegado ni a bedeles. ¿Quejas de viejos aristócratas acostumbrados a la molicie? ¿Excusas de vagos que viven de cavilar un rato después de la sobremesa?
Veamos cómo funciona. Los sistemas de evaluación científica parten de los artículos que cada científico escribe. El valor de cada una de esas unidades depende del valor de la revista en que se publica. Y este depende a su vez de la difusión y de la estima que la revista tiene entre el público especializado: cuanto mayores sean ellas, más autores habrá que, para ser leídos y estimados, aspiren a publicar en esa revista. Esas dimensiones subjetivas se convierten fácilmente en números objetivos: cantidad de artículos que las revistas reciben, frecuencia con que los artículos que publica son citados -lo que viene a llamarse su impacto.
El número de publicaciones de un sujeto X es cruzado con los índices de impacto de las revistas en que publica, y el resultado define el valor global del trabajo de ese sujeto, que determinará, por ejemplo, si se le financian o no sus investigaciones.
Por supuesto, ese sistema de evaluación debe eludir esa variable tan relativa que es la calidad, cuya apreciación pieza a pieza sería subjetiva, engorrosa y, desde que la cantidad se ha impuesto, inviable. Sea lo que sea la calidad, ella debe quedar adherida en algún punto de ese entrecruzamiento de cantidades.

Ese sistema es objetivo pero, sobre todo, optimista. Evaluaría muy bien, por ejemplo, a hormigas que siguiesen meritoriamente con su tarea sin reparar en que alguien las evalúa. Pero los científicos son, a lo que parece, seres humanos, con defectos muy humanos pero informados, y racionales por oficio: empujados a producir un saber que después se traducirá en índices, se evitan un rodeo inútil y, en lugar de producir saber, producen directamente índices.
Para eso se requiere método. Publicar de un modo compacto y coherente el fruto de una investigación sería una ineptitud: rendiría a lo sumo una o dos unidades evaluables. El científico lo corta en lonchas tan finas como sea posible, en el límite de la legibilidad, consiguiendo así, por ejemplo, diez unidades. Dicen poco, pero son muchas. Como el sistema de evaluación/competición fomenta, paradójicamente, el espíritu de equipo, el científico se une a otros nueve colegas que han hecho lo mismo. En algunos sistemas de evaluación, un artículo firmado por diez vale un entero para cada uno, con lo que esa colaboración puede dar lugar a cien unidades de evaluación per cápita. Pero aún en sistemas menos generosos que incitan a firmar en solitario, el trabajo en equipo se deja notar en que cada cual valoriza el trabajo de sus colegas citándolos y haciéndose citar por ellos. Los resultados serán mucho mejores para todos, claro está, si todos los colegas participan en tantos grupos diferentes como sea posible: no es difícil, porque cualquier ministerio que se precie fomenta la creación de redes, la movilidad y la interdisciplinariedad. La vida social de un investigador de excelencia es, por lo tanto, agotadora: los sociólogos de la ciencia ya han demostrado de sobra que el científico nunca ha trabajado en solitario, pero aún les queda hablar de cómo se va convirtiendo en concursante de un Gran Hermano epistémico. Aquel gabinete silencioso que pintaban los cuadros renacentistas se sustituye por el camarote de los hermanos Marx. Los directores de las revistas, en quienes el sistema confía como una especie de guardianes de la calidad, viven dentro del mismo sistema y buscan multiplicar también sus índices, esperando, de quien quiera publicar en ellas, que justifique ese interés citando en abundancia lo que ya antes han publicado.
Por supuesto, citar un artículo para decir que es una sandez no deja de ser citarlo, del mismo modo que ver los programas-basura solo para deplorar su vileza no deja de ser verlos, y fortalece sus índices de audiencia. Así que los científicos pueden optar entre ignorar las sandeces, prescindiendo así del debate intelectual, o atacarlas, contribuyendo a que sus índices aumenten. También prefieren ignorar las publicaciones de sus adversarios, aunque no sean sandeces, por los mismos motivos: a fin de cuentas, estamos compitiendo. La evaluación científica parte de los mismos principios que las encuestas de audiencia de la televisión, y obtiene básicamente los mismos efectos, aunque hasta el momento a nadie se le haya ocurrido aún hablar de ciencia-basura.
El punto está en que la competición, tal como se ha establecido y regulado, no es un aspecto de las otras actividades, sino una actividad independiente. Una parcela creciente de la actividad universitaria se dedica a ella; si los burócratas y sus patrones políticos se empeñan, llegará a ser la principal, con la aquiescencia de los intelectuales (esa gente con tanto sentido crítico). Se puede ser buen científico y mal competidor, o mal científico y buen competidor, incluso se puede ser buen científico y buen competidor, pero lo que importa es ser buen competidor, especialista en estrategia de venta y en relleno de formularios. No exageremos: la competición no obliga a sacar lo peor de si mismo, sólo lo más mediocre: avaricia, cálculo oportunista, gregarismo y un poquito de corrupción. No produce ciencia mejor pero sí ciencia más barata, no en el sentido de que cueste globalmente menos dinero, sino en el de que vale menos por unidad: hay cada vez más ciencia, como cada vez se vuela más y hay más reality shows. Los expertos en evaluación y planificación muestran grandes números a su ministro, que corre a comunicarlos al público, y piensa que la fortuna que se les paga a los expertos está muy bien aplicada: como vino a decir no hace mucho cierta mandataria, en el terreno de la educación y la ciencia profesor es gasto, gestor es inversión.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Silencio, por favor


Cine

Cine mudo no es lo contrario de cine sonoro, sino de cine hablado. El propio cine se ha ocupado de esos artistas que no pudieron o no quisieron adaptarse al cine hablado: aquel personaje de Gloria Swanson en Sunset Boulevard (en España se tradujo como El crepúsculo de los dioses) es su versión trágica, y hace poco una película francesa cosechó un gran éxito con su versión cómica. Ególatras dormidos en laureles, que no entendían que la historia sigue. ¿Pero por qué el silencio debería ser parte del pasado? No se suele pensar en la posibilidad de que tuviesen razón, o al menos alguna razón.
El cine hablado ha hablado muy bien: se ha apropiado de buena parte de lo que fue el teatro, y también ha proferido una larga serie de frases sublimes que no existirían sin él.
Pero lo mejor del cine hablado, la verdadera ventaja que le lleva al cine mudo, es que no necesita hablar todo el tiempo: por ser hablado, tiene la opción de callarse. Por eso tantos mejores momentos del cine consisten precisamente en los silencios, cuando la palabra se aparta y lo que deja no es una ausencia sino la sensación de que, por mucho que tendamos a olvidarlo, todo eso que solemos llamar inexpresable no es más que la parte del mundo en que las palabras sobran.
Ese es el tema de algún buen cine que trata de música, o de música y mutismo. A finales del siglo pasado, fue ese el tema de dos películas de gran éxito: una, la francesa Tous les matins du monde, sobre las relaciones entre el caballero de Sainte Colombe, maestro de viola, y su discípulo el músico de corte Marin Marais; otra, la neozelandesa El Piano. Los protagonistas de ambas son mudos y músicos vocacionales, en grados y de modos diferentes: la protagonista de El Piano es formalmente muda y se comunica por signos, Sainte Colombe no lo es, pero raramente dice más que monosílabos, y se considera “mudo como un pez”; ambos, en cualquier caso, tocan su instrumento porque sólo con él comunican lo que las palabras no harían más que confundir.
En ambos casos, la mucha música que se ofrece es todo menos música de fondo; está ahí contra las palabras. Pero aún cuando es música de fondo no hay cómo medir cuánto de una película se debe a su música, y por eso el cine era sonoro aun en aquellos tiempos en que era todavía mudo, qué sería de aquellas escenas frenéticas de Keaton o Chaplin sin el misterioso hombre del piano sentado bajo las imágenes. El cine se aviene mejor a tratar de la música que a tratar de la pintura: hacer cine sobre un pintor suele consistir en contar el drama de su vida (más vale, así, que el pintor haga gestos dramáticos, que rasgue sus cuadros o se corte una oreja: mientras se dedica a pintar puede aburrir), o si no en convertir sus cuadros en pinturas vivientes, en recrear en imágenes que se mueven una realidad que por su colorido o su composición evoquen sus cuadros, lo que puede sugerir esa idea engañosa de que esas visiones son así porque las recogió en su entorno, no porque supo crearlas.
Cine y música se combinan de otra manera: la imagen y el sonido tienden un puente sobre las palabras para no tocarlas.


Música

Me contaron que John Cage, el músico inglés, experimentador impenitente, se encerró una vez en una cámara insonorizada para conocer el silencio absoluto. Pero no lo encontró: a falta de ruido externo, la maquinaria del propio cuerpo pasaba a primer plano, y se hacía estruendosa. Sangre corriendo por las venas, el aire silbando por sus conductos. El corazón se hace oír incluso fuera de esa cámara. El oído es un sentido despótico: taparse los ojos para no ver es una acción muy efectiva, quien se tapa los oídos para no oír consigue muy poco. No cuesta tanto aceptar esa paradoja, que ya alguien se ocupó de exponer, de que la música, más que organizar sonidos, crea el silencio: en lugar de ese ruido informe que se cuela por todas las fisuras, ahí está la música: un timbre suena y el otro calla, las escalas seleccionan unas notas y evitan otras entre todos los sonidos posibles, y sobre todo ese eslabón que ata la música al cuerpo y a sus tiempos: el ritmo, la cadencia, que no es más que una prestidigitación que hace aparecer, en medio del sonido, brotes de ese silencio que no existe. La música no es lo contrario del silencio, sino lo contrario del ruido.


Pintura

Claro que la pintura prescinde de palabras, pero es un mutismo sólo aparente. Los pintores podrían dividirse en dos grandes categorías: los que pintan algo que invita u obliga a hablar por ellos, y aquellos que por el contrario dijeron alguna vez -y si no lo dijeron podrían haberlo dicho- que todo lo necesario ya lo habían dicho con sus colores o sus líneas. Confieso que, por mucho que aprecie a tantos de los primeros, prefiero los segundos. Hay muchas pinturas hechas para exponer discursos: casi toda la pintura renacentista se elaboraba sobre un boceto verbal: cada figura significa algo, como cada gesto que hace, como cada objeto que lleva en las manos o sobre la cabeza. No son cuerpos desnudos en un bosque o flotando en el aire, es un silogismo sobre el alma, la fe o la virtud. Unos siglos después las personas siguen admirando los cuadros a pesar de que han olvidado esas peroratas, o más bien porque las han olvidado. Algo semejante, pero al contrario, ha acabado sucediendo con buena parte de las artes plásticas de cien años acá; el público no especializado se queja de que no la entiende, y no es culpa suya. Porque es arte visible, pero no hecho para mirar, sino para que se hable de él. Habrá que ver qué ocurre con él en un día lejano cuando la cháchara de los críticos aburra no sólo al público corriente sino también a los propios críticos. Me gusta esa pintura de la que resulta difícil hablar.

Literatura

El inconveniente de la literatura está en no tener cómo callarse.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Vegetarianismo para caníbales


Los caníbales son gente que se toma la comida en serio: les gusta saber lo que comen, en detalle. Comerlo con todos sus atributos: aspecto, nombre, adornos, personalidad. Mejor si habla con elocuencia. Quizás fue eso lo que más sorprendió a los europeos cuando se encontraron con los caníbales Tupinambá de la costa brasileña: se comían a sus prisioneros de un modo muy complicado, después de convivir con ellos un buen tiempo, con largas ceremonias, después de una lucha ritual en que el sacrificado se mostraba tan bravo y feroz que “parecía que era él quien se los iba a comer a todos” como dijo algún turista asombrado.
Los herederos históricos de aquellos europeos nos hemos acostumbrado a comer de un modo diametralmente opuesto: borrando toda semejanza entre la comida y el ser de donde procede y reduciéndolo a algún tipo de principio nutritivo. Al cabo no comemos ya trigo, coles o carne sino calorías, fibras o proteínas. La pasta, ese refinado invento sino-italiano, viene a ser el hito fundador de la comida contemporánea, y su nombre lo dice todo: se trata de comer pasta, una materia prima sin más forma que la que le da un molde. El resto de la comida cada vez intenta parecérsele más: carne en círculos, pescado en barritas, verduras en cubos, mejor si no saben a nada especial: se les puede echar salsa de un tubo. Cierto que aún son legión los que no pueden vivir sin un buen chuletón, pero de esos sólo a una parte les gusta sentir que muge, a menos aún les apetece saber cómo se llamaba cuando estaba en pie, ni menos aún tener su foto al lado; a casi ninguno le apetecería estar presente en su muerte y descuartizamiento, y creo que a ninguno le haría la menor gracia que ese jugoso ternero de raza hereford pudiese, a su vez, matar y comer humanos.
En fin, la verdadera diferencia entre nosotros (carnívoros o veganos, qué más da) y los caníbales es esa: los caníbales no creen que haya tanta diferencia entre nosotros y todo lo que nos rodea. Por lo menos no hay una diferencia que garantice que la nutrición ocurra en sentido único: todo ser vivo, plantas incluidas, se alimenta de otros seres vivos, o de lo que quedó de ellos, y de algún modo eso (qué ideas raras tienen los caníbales) nos iguala. Los caníbales suelen pensar que los otros seres vivos tienen ideas propias, y que en muchos casos esas ideas incluyen una afición por nuestra carne: otros seres humanos, otros animales, e incluso otros seres invisibles pero voraces: espíritus, virus, bacterias. Eso es lo que más les aparta de los veganos, que entienden que los humanos con DNI son predadores supremos incomestibles. Veganos y caníbales tienen, sin embargo, algo en común frente a los carnívoros corrientes; suponen que todo eso que pensamos en comernos tiene algo así como un alma, y que reducirlo a una pasta amorfa no es bueno, o no tiene gracia. El caníbal no es alguien capaz de comerse un ser humano como si fuese un filete, sino alguien capaz de comerse un filete como si fuese un ser humano. Considerando lo mal que se come (por exceso, por desvío o por defecto), lo mucho que se desperdicia, y las consecuencias fatales de todo ello, creo que los caníbales son un ejemplo digno. No digo que haya que comerse al dueño de la zapatería o a los hijos de los vecinos, claro está; me refiero a que hay que tomarse la comida en serio, como si el alimento fuese un vecino del barrio. Puede sonar irracional, pero más irracionales son las consecuencias de no hacerlo: producción industrial de carne, maíz, soja, trigo o pollos que consigue, a costa de un trato infame a todo lo comestible, crear alimentos cada vez más sosos que empanturran a media humanidad y dejan en ayunas a la otra media. Ética, o dietética, o gastronómicamente, los caníbales tienen sus meritos: comen lenta y conscientemente, saben que la comida no nace en envases plásticos; ni siquiera basta con pagarla, hay que cazarla.


Sospecho que los caníbales genuinos se han vuelto básicamente vegetarianos: por mucho que la agricultura siga prácticas tan nefandas como las de la ganadería, y nos hinche de química y de nostalgia por los tomates de antaño (y no es vana nostalgia: los tomates de antaño aún existen, y son otra cosa), aún es mucho más factible, y más factible para todo el mundo, devorar un puerro, un pimiento o una alcachofa que parezcan tales y digan a qué han venido. Una zanahoria, una seta o un melocotón se parecen más a un ser humano que un nugget o una hamburguesa, (y es también más fácil que alguien los críe con el respeto debido). Así que, y en tanto que el trato que le damos al planeta no nos lleve de vuelta a la animada época de las cavernas, el camino que le queda a un caníbal que pretenda seguir con aquella bárbara costumbre de comerse las cosas con su espíritu puesto es pasarse a las frutas y a las verduras. Los vegetarianos usan muchos buenos argumentos en favor de su doctrina, y no sé por qué se han olvidado precisamente de este.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Arendt y la banalidad del Bien


Con los años, Hanna Arendt ha ingresado en el panteón de los clásicos, así como su libro Eichmann en Jerusalén y la principal tesis de este, la de la banalidad del mal. No que la autora y sus obras no puedan ya ser discutidas, pero lo son de otro modo. La película de Margarete von Trotta sobre el tema (Arendt, 2011) enfoca el episodio Eichmann, central en la vida de su protagonista, pero quizás sea más interesante porque nos muestra, precisamente, cómo eran discutidas entonces, cuando la obra fue calificada como una apología del nazismo y su autora como un ejemplo de la perversión de los intelectuales.
Adolf Eichmann comenzó su carrera siendo un cuadro muy modesto de las SS. En 1942 ascendió a un cargo importante, el de coordinador de la infraestructura de los campos de exterminio nazis, especialmente de la red de transportes que los alimentaban de víctimas; acabada la guerra, consiguió huir y se afincó con una identidad falsa en Argentina. Allí, en 1960, los servicios secretos israelíes lo localizaron, lo secuestraron y lo llevaron a un sonado proceso en Israel que acabó en la horca. En el juicio, Eichmann compareció como un símbolo del Holocausto, de un orden diabólico contra el que se alzaban, como acusadores invisibles, millones de muertos; él se defendió diciendo que había cumplido órdenes, e inundó el juzgado con interminables detalles administrativos, descripciones aburridas de un complicado engranaje del que él mismo, decía, no pasaba de ser una pieza. Mera táctica de defensa, se dijo: mentía. Arendt entendió, por el contrario, que esa era la pura verdad. Eichmann no necesitaba odiar a los judíos para enviarlos a las cámaras de gas. No era un genio sádico o un asesino furioso, sino un burócrata eficiente y puntual; un hombre cuya mediocridad no lo apartaba ni lo absolvía del mal, más bien servía para definir a este. Al Mal: mediocre también, rutinario, metódico, y de inmenso alcance.


De entonces acá la tesis de Arendt se ha vuelto mucho menos sorprendente: la cantidad de información se ha multiplicado, los grandes procesos se convierten en espectáculos transmitidos por extenso o incluso en tiempo real, de modo que acabamos sabiendo demasiado de los criminales; lo bastante como para que comprobemos que, entre ellos, los genios del mal son más la excepción que la regla. Con frecuencia son figuras pacatas, grises, previsibles en casi todo; abundan los testimonios de quienes los tuvieron siempre por personas de bien, ciudadanos corrientes de los que nada así se podría haber sospechado. Y en realidad, cuando el crimen es muy extenso, como ocurre en los genocidios que no han dejado de ocurrir en todo ese tiempo, los asesinos están obligados a ser sujetos convencionales, capaces de obtener la confianza de una larga serie de otros sujetos sin cuya colaboración directa o indirecta el crimen no pasaría de anécdota. Un asesino con aspecto de asesino y modos de asesino es un monstruo artesanal que difícilmente rebasaría la marca de una o dos víctimas: la policía está atenta a ese tipo de individuos. Hitler, sus comparsas y sus numerosos émulos de todos los colores son recordados como dementes por causa de sus crímenes; pero pudieron cometerlos porque en su momento hubo demasiada gente que los encontró muy sensatos. Buenos vecinos.
La tesis de Arendt es imprescindible para entender las barbaries contemporáneas. Y por eso, en la película, sorprende la violencia de la controversia: los insultos, las amenazas de muchos, y la incomprensión de los viejos amigos que por causa de ese juicio rompieron para siempre con la autora. ¿Como podían malentenderla hasta ese punto?



Las razones son muchas. Para empezar, si el mal puede realizarse, sin necesidad de instintos patológicos, mientras se cumple el deber o se cumplen las leyes o se realizan eficazmente las tareas que a uno le tocan, el peor crimen está al alcance de cualquiera; no tiene que esforzarse demasiado, sólo hacer lo que se espera de él sin pensar demasiado; y no hay orden político, por benévolo que sea, que no pida eso, precisamente eso, a sus ciudadanos. Que el Mal pueda ser tan corriente parece una noción muy antidemocrática, y la pasión (de Arendt, por ejemplo) de identificar sus matices puede entenderse como falta de compromiso político, como una frialdad arrogante, una desgana de participar de los sentimientos comunes; a Arendt, se diría ahora, le faltaba capacidad de indignación. Al Mal no hay que entenderlo, hay que odiarlo. Contra él deben unirse las personas de bien, y por eso las buenas causas tendrán que formularse en términos inequívocos: el público se desentiende de las causas si estas no se formulan del modo más simple posible, y los malos deberán ser ogros y los buenos ángeles, so pena de que nuestra ética, perdido en los matices, se vea reducida a la irrelevancia. El Bien, para poder enfrentar al Mal, tiene que hacerse tan a ciegas como él. Arendt no comprendió ese principio, y para empeorar las cosas, no ahorró críticas a los líderes judíos que, en su opinión, colaboraron en demasía con la matanza que al final les alcanzó también; y eso puede equivaler a culpar a las víctimas. Hurgar en las responsabilidades de las víctimas es algo que ofende, y ofende cada vez más, nuestro sentido moral, como si fuese una rebaja de la justicia. Por mucho que sea difícil imaginar otro modo de que la experiencia de las víctimas sirva para algo a quien no quiera convertirse en la próxima.
Eichmann, y sus subordinados, y sus superiores, le hicieron mucho mal a la humanidad, a la que exterminaron y a la que quedó. Banalizaron un Mal aterrador, y con ello banalizaron también el Bien. Cuando acabó la guerra, la humanidad, herida con tanta barbarie, se dedicó con entusiasmo a redactar códigos morales, esos documentos de las Naciones Unidas que no son proyectos políticos porque se preocupan poco de cómo realizarse, pero que unas décadas más tarde han calado hondo y parece como si lo fueran: buena parte de lo que se entiende por radicalismo político es un moralismo exaltado que exige el cumplimiento de principios ideales dentro de un orden que impedirá que se realicen con la misma calma con que los deja proclamar. Se reivindica la autodeterminación, la igualdad y la diferencia en el seno de un juego totalizador que impone una lucha de perros entre seres uniformes: qué más da, con ética suficiente eso sería posible.
No creo que nadie discuta a Arendt su lugar entre los clásicos del pensamiento político, pero me temo que, puesta a discutir las atrocidades de hoy mismo, cosecharía más insultos de los que cosechó en su tiempo. Va en aumento la capacidad de indignación con lo que ocurre, mientras se va perdiendo de vista cualquier alternativa al sistema que lo hace inevitable; véase la crisis. Y quienes manejan alguna rienda no ven mayor inconveniente en que unos les froten la ética en la cara mientras sus funcionarios se dediquen a hacer su trabajo, y mientras ni unos ni otros le demos muchas vueltas al asunto. La ética no se discute, los imperativos de la economía tampoco, y ambos coexisten sin entenderse pero en una cierta paz banal.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Irracionales


Hace unos meses participaba yo en un acto en favor de los derechos territoriales indígenas y contra la infinita expansión del agro-negocio brasileño, cuando se me ocurrió tildar a este último de “irracional”. Algún colega y algunos alumnos presentes me miraron con recelo: es como si la racionalidad estuviese al otro lado, al lado de las máquinas, del dinero, del desarrollo pese a lo que pese y de la conversión del planeta en una factoría sin fronteras, de modo que invocarla como aliada es contraintuitivo, casi de mal gusto. Por suerte, los indígenas presentes vinieron en mi auxilio: les han llamado, más de una vez y más de cien, irracionales, de modo que les gustó esa oportunidad de devolver el apelativo a sus adversarios: “irracionales, sí, como ha dicho ese profesor”.
La Razón (póngansele mayúsculas, para saber de quién hablamos) ha adquirido muy mala fama entre buena parte de los humanistas, de los antropólogos en particular. Para escándalo de otros habitantes de la universidad, que miran ese antirracionalismo con sospecha. Hay que decir que la Razón se lo ha ganado a pulso, desde aquellos tiempos en que Robespierre la convirtió en Diosa Razón y le dedicó una fiesta cívica. Ha servido para justificar cosas muy feas -en su nombre se ha matado mucho, directa o colateralmente- y para extender otras muy tediosas: hasta los racionalistas convictos suelen pensar que la razón es aburrida. Ha prometido mucho, y muchas de sus promesas se han quedado en promesas, o en regalos envenenados; ha sido en general demasiado arrogante, pretenciosa y dictatorial.

(En la imagen, una instantánea de la Diosa Razón cuando joven)
Pero hay que reconocer que sus dos siglos y pico de andadura le han hecho mella, cree un poco menos en sus posibilidades. Las ciencias en general, y las humanas en particular, muestran que la Razón manda mucho menos de lo que se suponía. Organiza, sí, algunos procesos, y se supone que debería organizar algunos más; se le hace mucho caso en la Ciencia (su propia casa, se supone) aunque no tanto como se piensa: se le hace trabajar mucho, sí, pero en provecho de no se sabe qué. Creo que ni su partidario más entusiasta es capaz de creer que la Razón gobierne el mundo; los especialistas debaten hace unas décadas si el universo juega a los dados o no, o sea, si lo que va ocurriendo del Big Bang acá sigue algún modelo racional o no, en el orden de las estrellas o en el de las partículas; y en cuanto a los asuntos más domésticos, esos con los que tratamos todos los días, de la política al trabajo a las amistades, ella tiene voz y voto, pero poco: la mayor parte se la llevan en ese caso deseos, intuiciones y sentimientos perfectamente irrazonables, o esa otra instancia que, como divinidad, le lleva varios palmos: el puro azar.
Pero si la Razón no manda todo lo que se llegó a suponer, eso quiere decir que sus culpas son también menores. En particular, suponer que sea la Razón lo que mueve toda esa máquina de lucro, prisa y avidez que se suele llamar el mundo, es una infamia. Los humanistas parece que se han (nos hemos) habituado a invocar valores, aspiraciones, derechos y sentimientos contra los fríos designios de la Razón que esgrimen los que mandan, como si no nos diésemos cuenta de que esos señores ya hace mucho que han desistido de usar la Razón como argumento, a no ser de tarde en tarde y de contrabando; cuando hay que pagar deudas, por ejemplo. En general, se han vuelto románticos, y pregonan a todas horas el derecho a soñar sin límites, el deseo y hasta la lujuria. Podría decirse que eso no es más que marketing, y que en el fondo lo que sigue mandando es la Razón contable, pero más en el fondo aún toda esa agitación sólo puede deberse a una voluptuosidad muy poco racional de acumular cifras. Lo que justifica tanta especulación es el Deseo, un Deseo incontenible, especialmente de los muy pudientes, que también sueñan -y sueñan más fuerte- de tenerlo todo y de tenerlo ya, que se entrega a los peores excesos: magias financieras, útiles prejuicios y una fe supersticiosa en la omnipotencia de la técnica que un día nos librará de todas nuestras contradicciones y con un poco de suerte nos hará inmortales. Hay que ser muy adepto de convenciones retóricas ya añejas para no reconocer que la bandera que enarbola el nuevo orden mundial desde hace décadas ya no es la Razón, sino una especie de Líbido transgénica que en lugar de dedicarse a sus objetos corrientes (a fin de cuentas, las fuentes del gozo sensorial ni son tan caras ni son tan raras) se ha desviado perversamente en dirección a, yo qué sé, lo Imposible.
Que los humanistas dejemos la Razón apartada en una papelera honoraria no sería tan grave si no fuese porque pretendemos que nuestros esfuerzos tengan alguna relevancia ciudadana: en ese caso, dejar de lado la Razón, aquello que sabríamos manejar mejor, para poner en la mesa sentimientos, es muy mala táctica. Nadie necesita de profesores para exponer los suyos, y los banqueros, los políticos y sus expertos en publicidad saben manipular mejor que nadie los de todos. Casi todas esas buenas causas que pretendemos defender apelando a buenos valores son, en realidad, muy racionales, y habría que dejarlo claro: en contrapartida, ya es hora de que se empiece a decir, con todas las letras, que los amos del mundo ha entrado en surto y necesitan urgentemente un calmante.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Apuntes para un diccionario enciclopédico del mundo del libro


Los rumbos de la industria cultural, y en concreto de la editorial, son a veces difíciles de entender, porque las palabras que los describen cambian de sentido con frecuencia. Después de haber publicado diez o doce libros muy diferentes por medios igualmente muy diferentes, creo que puedo ya ofrecer una modesta contribución a ese campo: un diccionario del que ofrezco aquí algunas primicias, en orden alfabético.

Agente literario: Surgido como abogado del Autor, y transformado después en auxiliar de la Editorial, el Agente Literario ha acabado siendo el representante físico del Lector Medio; en su nombre susurra al oído de la Editorial o del Autor qué es lo que deben publicar o escribir, que casi nunca es lo que el propio Agente, fuera de su horario de trabajo, considera interesante. Es la figura más poderosa del mundo del libro junto con el Distribuidor, pero por los motivos opuestos. La importancia del Agente reside en que no se encarga de nada concreto: no escribe, no invierte, no edita, no encuaderna y, en la medida en que va adquiriendo destreza, no tiene opinión propia.

Autor: Condición innata de los seres humanos en sentido amplio. La autoría consiste en la relación entre un sujeto y lo que él produce, sean textos, patentes o melanomas: los avances digitales han facilitado que el autor dé a público cualquiera de estas producciones, ascendiendo a la categoría de autor publicado. Autor Publicado: Dícese del autor que se queja de la cantidad absurda de títulos que se publican diariamente (doscientos títulos en español al día, según estimativas del sector antes de la crisis).

Best-Seller: Ejemplo de las paradojas cognitivas de los grandes divisores. Desde un ángulo (el de autores que no han escrito best-sellers) el best-seller es algo dado como un montaje; desde otro (agentes, editoriales y lector medio) el best seller se monta como algo dado, o sea como un fenómeno natural, o incluso sobrenatural. El momento en que tiene inicio la vida de un best-seller suscita polémicas semejantes a la de la humanidad del feto: para algunas mentalidades arcaicas, esa condición sólo puede ser efectiva un buen tiempo después del parto; para algunos movimientos pro-vida, por el contrario, el best-seller ya es tal desde el mismo momento de su concepción. Ejemplo: “El jueves, lanzamiento del próximo best-seller de XXX”.

Calidad del libro: a) Para el Autor: atributo definidor de la propia obra, especialmente la no publicada b) Para el agente literario: dato relativo, al que se puede atribuir cualquier valor, equivalente a la incógnita en las ecuaciones matemáticas. c) Para la editorial: todo aquello que resulta secundario en comparación con su propia capacidad de vender el libro. Difundir libros de gran calidad pondría en entredicho la eficiencia de la editorial, que sólo muestra toda su potencia cuando consigue vender cualquier cosa.

Críticos Literarios: Antiguo mandarinato del mundo del libro, despojado de sus responsabilidades y de su poder, pero no de todo su prestigio, por la democratización de la cultura. Equivalente de las viejas aristocracias en los regímenes republicanos, sus miembros se dividen entre reaccionarios nostálgicos y entusiastas del nuevo orden, dueños de acciones de esos grupos editoriales que publican cosas en su opinión imprescindibles.

Derechos de Autor: Canon cobrado por el usufructo de una obra, que remunera el trabajo de agentes, plataformas editoriales, abogados, sociedades de herederos, y, en casos muy excepcionales, autores. Piratería: dícese de la pretensión de sectores del público de usar sin pagar una obra con derechos autorales vigentes; las leyes la prohiben por configurar intrusión en una actividad reservada a profesionales habilitados.


Distribuidor: Al decir de todos los otros actores, verdadero núcleo de poder en el mundo del libro. Ese poder reside en que controla los recursos estrictamente físicos (volumen, espacio, peso, tiempo) de un universo dominado por la insoportable virtualidad del ser digital. Los otros actores se esfuerzan en dotar a sus libros de ventajas impalpables, pero el distribuidor dice la última palabra levantando en la puerta de las librerías murallas macizas de cualquier cosa que quiera vender. En razón de la estabilidad química del libro físico -que no se pudre ni agria, y sólo se quema si algún otro distribuidor le ayuda- los distribuidores se benefician de una ignorancia cuanto más crasa mejor. Un distribuidor de cebollas o fertilizante necesitará de un grado de discernimiento que en un distribuidor de libros sólo serviría como desvío de atención. Si, como se rumorea, la distribución de libros en España es controlada por la mafia rusa, eso debe atribuirse exclusivamente a su desconocimiento del alfabeto latino.

Editor: Émulo de Dios en el mundo del libro. Al igual que su equivalente religioso, se rumorea que ha muerto. Deplorado tradicionalmente por su autoritarismo, o sea por aspirar a un punto de vista absoluto, en la actualidad es recordado con nostalgia por muchos que estiman que en el mundo del libro falta cualquier punto de vista propiamente dicho.

Editorial: Originalmente creada como empresa productiva y con fines de lucro, la Editorial se ha convertido a lo largo de estas últimas décadas en una empresa del sector de servicios y con fines de subsistencia. En otras palabras, antes le vendía al público los libros de los autores, ahora le vende público a los autores de los libros. Editorial de Auto-Edición: aquella que asume sin coartadas su nueva condición de prestadora de servicios. Gran Editorial: Aquella que aún llega a vender libros al público, por medio sea de su poderosa infraestructura, sea de su habilidad para venderle público a autores capaces por sí solos de vender sus libros. Editorial Universitaria: Editorial especializada en tareas complejas: con costos de producción mínimos (sea por subvenciones, sea porque no paga a la mayor parte de sus colaboradores) y un público cautivo, la editorial universitaria debe alcanzar los precios más altos del mercado sin abdicar de ser deficitaria. Las editoras universitarias británicas son, en este sentido, una cima difícil de igualar. En las últimas décadas, las editoras universitarias han empezado a interesarse por libros de mayores posibilidades comerciales, sin renunciar por ello a su férrea voluntad de no venderlos. Editorial Independiente: Desvío fundamentalista de la labor editorial; interpretación literal del papel cultural de las editoras.

Lector: Entidad-blanco del mundo del libro. Oficio en vías de extinción, por lo pronto no remunerado. Alter-ego samaritano o cooperativo del autor, que lee libros de otros por compasión, o a la espera de compensación. Lector Medio: Centro virtual del negocio de la edición. No existe físicamente, pero los lectores reales son llamados a encarnarlo al grito de “aclamado por más de diez millones de lectores en todo el mundo”. Ocupa, en el mundo del libro, un lugar semejante al de la conclusión del tubo digestivo en el reino animal: no existe en sí como órgano, pero confluye hacia él lo que producen todos los otros órganos.

martes, 27 de agosto de 2013

Médicos sin fronteras y médicos sin límites


Las asociaciones médicas brasileñas están haciendo casi todo lo que está a su alcance (pero aún no han recurrido a las armas) para obstaculizar el plan “Mais médicos” del gobierno federal. Se trata de llevar médicos extranjeros (portugueses, españoles y cubanos sobre todo, amén de brasileños formados en otros países) a las regiones del Brasil donde no hay médicos. Donde no hay suficientes médicos o, simplemente, no hay médico alguno. Y no hablo de regiones del Amazonas, del tamaño de un Benelux o dos, donde hay tantos médicos como osos polares, sino de la mayor parte del interior del Brasil, e incluso de barrios de las mayores ciudades un poco alejados del centro. El Brasil tiene dieciséis veces la extensión de España, pero el Brasil donde hay un médico al alcance de una urgencia (no sé si alguien ha hecho ese mapa) quizás no tenga el tamaño de Portugal. No se trata sólo de médicos: en general, los profesionales son seres concéntricos que prefieren el paro en el núcleo al empleo en la periferia.
Pero los médicos (algunos, por lo menos) están furiosos, y mucha gente no entiende por qué. La Federación Brasileña de Rugby está haciendo lo mismo que el Ministerio de Sanidad: no tiene jugadores para las próximas Olimpíadas y se ha puesto a buscarlos por el mundo. Los jugadores nacionales no parecen haberse opuesto, y eso que los advenedizos entrarán, probablemente, en la selección nacional, mientras que los médicos importados irán a lugares donde los médicos nacionales no quieren ir; y los cubanos, en particular, allí donde ni siquiera los importados quieren: al Nordeste y a la Amazonia. ¿Por qué los médicos reaccionan con más empuje que los jugadores de rugby?
Bien, los médicos niegan que les mueva la xenofobia o el interés económico, y seguramente serán sinceros. Los intrusos irán a parar a rincones que su régimen de trabajo apretado ni siquiera les permite saber dónde quedan, y allá cuidarán de gente que no sabe qué aspecto tiene un facultativo, y menos aún sabría cómo pagarle. El interés corporativo de la clase tampoco debe hablar muy alto, porque ni siquiera los alumnos de los alumnos de sus alumnos de medicina de hoy llegarán a ser tantos como para tener que dejar la metrópolis para cuidar de los tísicos en Sertão de Dentro, Piripiri, Epitaciolândia o algún otro punto de esa infinita topografía pobre.
Entonces, la única explicación que queda es la peor de todas las posibles: que los motivos verdaderos de su oposición sean precisamente los que ellos exponen. Que se pueden resumir en los siguientes: los médicos importados pueden, quién sabe, no alcanzar el grado supremo de calidad; y aunque lo alcancen se verán obligados a trabajar en condiciones muy lejos de las ideales, y en un caso u otro, o en la suma de los dos, el gobierno estará, como siempre, ofreciendo servicios precarios a la población precaria, con el torpe propósito de asegurarse sus votos.
El argumento, claro está, sólo puede ser acertado: nadie duda de que la clínica de los cubanos en el interior del Piauí no será ni el Hospital Sirio-Libanés de São Paulo ni el Vall d'Hebrón de Barcelona, y que los vecinos del lugar votarán del mismo modo que si lo fuese. Pero esa verdad tan cruda oculta otras dos bastante peores.

Una es el triste uso de la corrupción del estado como antipanacea, o como disculpa. Una vaga convicción de que, si no fuese por la corrupción, nuestros impuestos serían suficientes para ofrecer servicios públicos de calidad exorbitante, e incluso para no tener que pagar impuestos. Si no fuese por la corrupción, parecen decir las asociaciones médicas, en lugar de ese plan rácano el gobierno podría ofrecer hospitales de vanguardia hasta en el último rincón de la selva, y dar a los médicos sueldos dignos de corruptos. Sí, la corrupción es una hemorragia: pero sospecho que incluso sin ella los recursos tendrían también límites. Así, la corrupción de la esfera pública es a veces un pozo sin fondo de donde los ciudadanos privados pueden sacar un caudal inagotable de coartadas para su elitismo, su indiferencia y hasta su corrupción privada.


La otra es que la medicina, a fuerza de superar sus fronteras una y otra vez, se ha convertido a una especie de ideal circense: lo suyo son los síndromes inauditos y las técnicas prodigiosas. Lo que subleva a las asociaciones médicas es que una parte considerable del pueblo brasileño siga muriéndose o tulliéndose por enfermedades obsoletas que se pueden arreglar con un estetoscopio y un par de jeringuillas; enfermedades, digamos, con escaso valor añadido y cotización nula: infecciones, hepatitis, cagaleras. ¿Y para eso ha avanzado tanto la medicina? En lugar de entender que un sufrimiento más pobre pueda necesitar a ratos una medicina más modesta, prefieren prescindir de ese sufrimiento subdesarrollado. Es el problema del dinamismo de nuestra civilización: a veces sus creaciones avanzan tanto que no son útiles para nadie, salvo para el mejor postor.

domingo, 25 de agosto de 2013

Números


El prestigio de los números, sobre todo de los números estadísticos, debe residir en su solidez. Si yo salgo un día en este blog diciendo que el mundo se va a la mierda y rápido, eso no pasa de una expresión subjetiva de nula significación más allá de mis cuatro paredes: probablemente he tenido un mal día. Si el Instituto Gallup revela que un 10% de la población del globo opina que el fin del mundo está cerca, eso es serio: a fin de cuentas, ese 10% significa millones y millones de sujetos, y algo serio (que convendrá identificar) ha pasado para justificar ese aumento global del pesimismo. Los números, sobre todo esos números impracticables (0,75 de cada diez hombres morirá de tal cosa en tal lugar) parecen tenaces, difíciles de mover: si no, redondearían por lo menos. Otros son fatales: la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre seguirá midiendo un metro aunque todos votemos en contra, Pi seguirá valiendo 3,1416 etc. con una arrogancia insuperable. Los números son serios.


Por eso resultó sobrecogedor hace unos pocos años que compañías poderosísimas, cuyo capital superaba al tuyo y al mío como el sol supera a un mechero bic, se volatilizasen de un día para otro. Y, casi aún más sobrecogedor, que la aprobación del gobierno de Dilma Rousseff en Brasil, que no andaba lejos del 80%, cayese de una encuesta para otra en casi un 50%. La mitad -o casi- de la población brasileña pasó de considerarlo bueno u óptimo a considerarlo malo o pésimo. Ya era notable que tantos se mostrasen tan contentos, en un país donde desconfiar del gobierno es una costumbre arraigada y, por desgracia, no arbitraria. Más notable aún teniendo en cuenta la amplísima parcela de los medios de comunicación que está alineada con la oposición. Más aún teniendo en cuenta que Dilma daba motivos de descontento a muchos tipos de gente: a los de derechas-derechas, a los de izquierda-izquierda, a los críticos del desarrollismo, a los religiosos, a los laicistas, a los que detestan que el estado gaste en subsidiar la ineficiencia de los otros, etc. etc.
Y si era notable tanta euforia, ¿qué decir de lo que la ha sustituido? De un día a otro todo lo que era flores se ha vuelto espinas. Y no porque el gobierno haya pasado a hacer las cosas peor, o mejor, o de modo diferente. Ni porque haya reprimido brutalmente a los manifestantes: los porrazos que recrudecieron las manifestaciones de junio venían de policías al mando de gobernadores de la oposición. No, el gobierno sigue igual, es la gente la que ha cambiado de opinión, y eso sólo sorprende porque ha ocurrido de golpe.
Hummm... en este mundo todo está sujeto a continua mudanza, como decía Don Quijote. Pasa a todas horas. En otros tiempos, los conservadores opinaban que la democracia era inviable porque la opinión de las masas es volátil: pide la cabeza de quien aclamaba la víspera. Después, pasaron de menospreciar esa actitud a aprovecharla en lo posible, y dejaron el menosprecio para los progresistas, que hablan con gusto de la manipulación de los medios de comunicación y de otros titiriteros que están por detrás de todo lo que ocurre.
Tiendo a pensar que quizás no se trate de un problema ni de política ni de psicología de las masas, ni de ningún otro aspecto de las cavilaciones humanistas, sino de matemática. De estadística, o de pura matemática. No de la realidad como tal, sino de esa otra realidad más resumible que son los números que dicen compendiar la realidad. Como fui un pésimo alumno de matemáticas no sé definirlo bien, pero sospecho que la volatilidad no es tanto un atributo de las masas como de los números -que son el definidor de las masas, no habría masas sin ellos. Los números, que son demasiado limpios como para retratar sentimientos demasiado ambiguos; que producen efectos fantásticos (que se lo digan a los contables) que todos nosotros, no sabiendo matemáticas, confundimos con efectos de lo real que no es número, que crean mayorías, minorías, medias, medianas, con las que nos guiamos porque las matemáticas son sólidas, pero sobre todo son arcanas. Mis colegas de profesión -sociólogos, historiadores, antropólogos, filósofos- cuidan de su huerto, muy de buena fe, cuando dicen que la formación humanista y política es esencial para crear ciudadanos libres y autónomos. Pero yo sospecho que aún más útil para eso sería que aprendiésemos matemáticas, que supiésemos de qué tratan y qué dicen los números cuando suponemos que nos retratan ese mundo de ahí fuera.

sábado, 17 de agosto de 2013

El Quijote catalán


Jordi Bilbeny es un filólogo e historiador catalán (muchos le negarían los dos primeros títulos, nadie podrá negarle el último) com una atribulada vida institucional y una inequívoca postura independentista, promotor del Institut Nova História, que reúne investigadores afines a sus tesis. La idea central de estas puede resumirse en que el centralismo político castellano lleva siglos dedicado a la tarea de borrar la historia y la cultura de Cataluña, arrebatándole sus mejores frutos y prohijándolos como propios. Un historicidio. La última investigación de Bilbeny trata de Miguel de Cervantes y El Quijote, o más exactamente de Miquel Servent y El Quixot, porque su argumento es que el original de lo que hasta ahora ha sido considerado como la cumbre de la literatura clásica española fue en realidad la obra en catalán de un autor catalán, oportunamente escamoteada y sustituida por una traducción al castellano.
La tesis de Bilbeny tiene lejanos antecedentes en las observaciones que muchos críticos -muy ajenos al catalanismo- ya habían hecho hace mucho tiempo. El Quijote, tan español él, no tiene nada de centralista: sus aventuras se inician en La Mancha, una región marginalmente castellana, en las lindes de Andalucía, pero después se encaminan hacia el reino de Aragón y tienen en Cataluña, y en particular en Barcelona, alguno de sus momentos cumbres. Don Quijote nunca se acerca a Castilla la Vieja y, desde luego, jamás pisa Madrid. En la obra, Cervantes manifiesta una que otra vez su aprecio por los catalanes -y, dígase de paso, su desprecio por los vascos- y su protagonista no tiene el más mínimo problema para entenderse con los bandoleros de Roque Guinart, que previsiblemente no hablaban mucho castellano por entonces, así que o sabía catalán (improbable) o, a diferencia de los españoles actuales, pensaba que las barreras lingüísticas peninsulares no eran tan impenetrables.
Pero las ideas de Bilbeny van bastante más allá de esos comentarios clásicos, proponiendo un fenomenal cambiazo. Don Quijote entendía el catalán porque era catalán. Alguna autoridad castellana se las arregló para hacer desaparecer los originales catalanes, texto, autor y personaje, y los hizo sustituir por réplicas castellanas. ¿Quién sería ese genio maligno? Quizás fueron -no conozco la obra de Bilbeny a no ser por noticias en la prensa- los censores, o los inquisidores, esos mismos que prohibieron la exportación de los ejemplares del Quijote a las posesiones americanas, como libro poco ejemplar. Pero que así y todo eran lo bastante clarividentes como para anticipar que ese libro -visto por entonces como una obra de entretenimiento un poco chusco- pasaría alguna vez a formar parte del canon de la literatura universal, y por ello sería mejor desposeer a Cataluña de esa gloria.


Debían andar muy activos los censores, porque lo mismo sospecha Bilbeny que se hizo con El Lazarillo de Tormes (escrito originalmente en valenciano por Joan de Timoneda) y con La Celestina (de Lluís Vives o alguien próximo). Y, operación aún más arriesgada, con el descubrimiento de América, obra de Cristófor Colom, también catalán, que salió de un puerto catalán con sus carabelas rumbo a las Antillas -la tesis del Colón catalán no es nueva, ni está sola: hay también el Colon gallego, extremeño, balear, griego, portugués, inglés, noruego, croata, etc.
En todos los casos, una oculta y eficiente burocracia de la falsificación consiguió disfrazar la historia y la cultura catalanas como cultura e historia castellanas; lo hizo, incluso, antes de que esa historia pasase a la historia, o sea, en la época en que se necesitaba mucha visión de futuro para saber que eran esos libros los que había que falsificar, y para saber que su peligro estaba en ser catalanes, y no en ser un poquito ácidos con el orden establecido. Lo hicieron con mucho más éxito que todos los otros asesinos de la memoria de los que se tiene conciencia. Stalin se las arregló para borrar a Trotski de las fotos, pero no impidió que miles de personas siguiesen sabiendo de su existencia; algún oscuro funcionario de la monarquía escurialense consiguió, por el contrario, que nadie se enterase de Miquel Servent hasta que cuatro siglos después llegó Bilbeny.
No voy a entrar en los argumentos de Jordi Bilbeny ni en el fascinante panorama de revisión histórica que propone: a medida que el futuro se nos va haciendo más previsible parece que el pasado se va volviendo un campo de minas. Pero si me ha llamado la atención es, en realidad, por otro motivo. Los españolistas, siempre inclinados a pensar lo peor, han recibido estas tesis quizás con sorna, pero sobre todo con indignación: el catalanismo no para en barras, la obsesión del presidente catalán con su lema “Espanya ens roba” se extiende a dominios imprevistos, y en suma tenemos una muestra más de la ejemplar tirria catalana a todo lo español.
Qué ceguera. Piénsese lo que se piense de las explicaciones de Bilbeny, lo cierto es que muestran un lado del catalanismo en el que no se suele reparar (yo, desde luego, no había reparado nunca): a saber, su ferviente amor a España. Porque, sea como sea, reivindicar como propios esos mitos o esos hitos es un tipo de nacionalismo que no es exactamente separatismo. Los cenizos del españolismo piensan siempre en un catalanismo cerrado en su historia particular, pero no es así: hay, como puede verse, nacionalismos muy diversos dentro del catalanismo, y mientras unos estiman mejor segregarse de España no faltan los que prefieren agregársela, o agregarse lo mejor de ella.
No sé si Bilbeny conoce -supongo que sí, y si no debería hacerlo- esos ensayos de Américo Castro, reunidos en un volumen bajo el título “Sobre el nombre y el quién de los españoles” donde hace notar que “español” no es una palabra española. No entraré en sus argumentos: tiendo a creerlos por causa de una convicción más básica y general de que los sujetos no se llaman: les llaman otros, otros les ponen nombre y ellos lo acaban usando, les guste o no. Pues bien, si “español” no tiene aspecto de palabra española es, dice Castro, porque es una palabra provenzal, con la que los habitantes del sureste de Francia designaban a aquella gente que veían al otro lado de los Pirineos. Ahora bien, esas gentes que los provenzales pueden ver al otro lado si se suben a los Pirineos son, claro está, los catalanes. La tesis de Castro complementa y resume las de Bilbeny: los españoles verdaderos, los españoles originales, los españoles etimológicos son los catalanes. El centralismo de Madrid no sólo les ha robado el Quijote, La Celestina, el Lazarillo y Colón, les ha robado hasta el nombre; de paso, se ha hecho una bandera con un pedazo apaisado de la senyera, que no engaña a nadie. No es que Cataluña sea España, es que España es Cataluña, y el resto es un modo de hablar. Los separatismos ibéricos tienen esa peculiaridad, no tan común: son separatismos por arriba, movimientos que oscilan entre reivindicar el papel de cabeza y convertirse en otro cuerpo. Como ocurre con bastante frecuencia con los nacionalismos, el catalán es un esfuerzo ímprobo para dejar de ser una parte muy diferente y convertirse en otro todo muy parecido.

domingo, 28 de julio de 2013

La Cina é vicina.


Uno


Ya dije algo en otro lugar sobre la hazaña de George Psalmanazar, un falsario (probablemente francés) que en el siglo XVIII se hizo pasar por nativo del gran Imperio de Formosa, vivió durante un tiempo en la universidad de Oxford dando clases de una lengua formosana que se había inventado de cabo a rabo, y vendió muchas copias de un libro sobre su supuesta patria. Cuando fue descubierto no se inmutó demasiado y siguió vendiendo copias de otro libro donde contaba -de un modo no mucho más veraz- detalles de su estafa. Qué tiempos aquellos en que era tan fácil engañar a la gente.

Bien, eso es optimismo. Hay muestras suficientes de que los medios de información actuales facilitan engaños de mucha mayor envergadura. Y también las hay de que ficciones de un tenor parecido a la de Psalmanazar aún son posibles.
En 1997, la editora Little, Brown & Co. publicó un documento extraordinario: el relato del viaje de Jacopo de Ancona, un judío italiano que, unos cuantos años antes de Marco Polo, había visitado el sur de China y había dejado un relato pormenorizado de su viaje. El descubridor de esa joya historiográfica fue David Selbourne, pensador político inglés, de ascendencia judaica y afincado en Italia. Él tuvo acceso al manuscrito, propiedad de un celoso particular de Urbino, y elaboró su traducción al inglés con comentarios.
El de Selbourne era ya un nombre conocido y frecuentemente polémico, y eso, junto con lo sensacional del descubrimiento, atrajo la atención de los especialistas. Unos cuantos decretaron que se trataba de un fraude; otros simplemente tenían dudas, y la polémica se fue centrando en detalles de nombres y otros datos históricos. Otras opiniones se levantaron a favor del texto, que siguió un camino más o menos exitoso por el mundo editorial.

Jacopo de Ancona, el narrador y protagonista del relato, no es un aventurero nato. Es mercader y rabino al tiempo, un hombre pacato, que se lamenta de tener que emprender un viaje tan peligroso y alejarse por tanto tiempo de su familia y de su esposa, un apasionado por el estudio, un judío devoto que anota una exclamación piadosa a cada tres líneas y es capaz de cumplir puntillosamente innúmeros preceptos de la Torah; ni un tifón del Índico consigue apartarlo de guardar el sabbath. Levanta su voz contra los cristianos que someten a su pueblo a abusos y vejaciones, y tiene una opinión más favorable de los sarracenos, que al menos son monoteístas de verdad. Pero su expedición incluye miembros de las tres religiones, y en ella singla desde el Adriático, a través del Oriente Medio y de la costa del Indostán, recorriendo una red de colonias judaicas en las que encuentra amparo y cooperación, hasta el sur de la China, al gran puerto de Zaitun, quizás el actual Quanzhou. Allí pasa un tiempo dilatado, en el que poco a poco, guiado por un mestizo ítalo-chino que le sirve de traductor, ingresa en los círculos de los sabios y los políticos locales, y se sumerge en debates sobre el modo de gobernar la ciudad y, cuestión candente, sobre lo que puede hacerse frente a la inminente invasión de los mongoles. Se ve muy cerca de ser nombrado magistrado de la ciudad, pero la violenta oposición de una facción le hace desistir, y de hecho le hace huir a toda vela de la ciudad, con una fabulosa carga de mercancías. Casi la mitad del libro es una transcripción de sus debates filosóficos, políticos y religiosos con los notables de Zaitun.

No sé decir si Selbourne es, como dicen unos, una de las mentes más eruditas, poderosas e independientes del siglo, o un cretino autoidolatrado, como dicen otros. Quizás sea un cretino si piensa que ha fabricado el apócrifo perfecto, pero puede que sea un genio si se limita a contar con la inmensa y tenaz embaucabilidad de sus prójimos. Porque La ciudad de la luz es un apócrifo, claro. Razonablemente adobado con sus observaciones sobre el lenguaje en que escribe Jacopo, con los errores de percepción que le atribuye, con sus propias dudas a respecto de la traducción, y alimentado con una erudición que no puedo evaluar pero parece considerable. Pero, al margen de que la historia del descubrimiento de su manuscrito, y las razones por las que no puede darlo a público, sean excesivamente clásicas en el mundo de los apócrifos, y al margen de que haya cometido algún error o algún anacronismo de detalle aquí o allá, el caso es que lo que cuenta Jacopo y el modo en que lo cuenta no tiene ese coeficiente de extrañeza que se espera de un manuscrito de hace ocho siglos. Sobre todo, y eso sería bastante si la simulación fuese mucho más perfecta, la China que describe se parece a la Inglaterra thatcheriana como un huevo de codorniz a un huevo de perdiz. No sé si en la China del final de la dinastía Song había algo de esa disolución pos-moderna que Jacopo retrata; pero se sabe que era aquél un mundo cuyo refinamiento técnico, desarrollo urbano y complejidad sólo se alcanzaron y superaron en Occidente hace muy poquito. Pero es que el parecido y el énfasis va mucho más allá: en Zaitun, la Ciudad de la Luz, los comerciantes se han hecho con casi todo el poder y han anulado toda regulación de su actividad, los valores tradicionales yacen en el suelo, los jóvenes son banales e insolentes, los pobres se van haciendo mucho más pobres que nunca y la sociedad carece de cohesión y de decisión para enfrentarse a las amenazas externas. Zaitun es una ciudad infinitamente globalizada: pero el relativismo de sus costumbres va de la mano de una creciente xenofobia. Cuando se adentra en los bajos fondos de Zaitun, Jacopo se encuentra con yonquis, con adustas tribus urbanas, con antros de hetero y homoperdición; asiste a espectáculos sanguinolentos calcados de series gore al estilo Saw, o a exhibiciones de strip tease o sexo explícito. Habla de prostitución, del delirio por conservar un cuerpo joven o de anorexia. Se las ve con una feminista radical que le aliena la voluntad de su criada, y llega a ser acusado falsamente de asedio y malos tratos. Todos esos flagelos están convenientemente vestidos con ropajes chinescos. Cuenta reyertas indignas entre profesores y polémicas con repugnantes relativistas morales, y pierde el aliento discutiendo con el peor de los sofistas, un teórico de la pedagogía que, para su irritación, sostiene que ningún saber ni valor predeterminado debe ser impuesto a los niños, y que la meta de la educación es respetar la idiosincrasia de cada uno de ellos, animar el despertar de su creatividad y garantizar la felicidad de cada uno de los sujetos según sus propios parámetros. En todos los debates, Jacopo se presenta como un pensador moderado pero netamente conservador, que rechaza la disolución moral y política de Zaitun: en algún momento Selbourne confiesa que le tomó en préstamo ideas y argumentos para su propio libro The principle of duty.

De modo que es masivamente evidente que Selbourne está haciendo lo mismo que en su día hicieron Montesquieu o Swift, o sea contar una historia de países muy lejanos para hablar de discordancias muy cercanas. Claro está que ellos no necesitaban, ni esperaban, que sus lectores se creyesen sus cuentos de harenes persas o reinos de Liliputh: bastaba que les siguiesen la corriente.

Lo interesante de Selbourne, y la razón para reseñar un libro ya de cierta edad, es que, en lugar de acogerse a ese género ilustre de la ficción filosófica, se haya dado al trabajo de fingir un documento auténtico. Más interesante aún es que sus contemporáneos, en lugar de optar entre ignorarlo o llevarle la corriente, se hayan dividido entre los que discuten en detalles la autenticidad del texto y los que lo aceptan como el genuino relato de un mercader judío del siglo XIII. Es en ese formato, con Jacopo de Ancona como autor, que La Ciudad de la Luz ha sido difundido por los mayores grupos editoriales y traducido a doce lenguas – entre ellas el chino. Eso tendría que significar algo . Puede ser que el mensaje de Selbourne suene demasiado inaceptable, y que él prefiera que unos cuantos le llamen falsario a que casi todos le llamen reaccionario. Pero no debe ser eso, porque Selbourne viene a decir casi lo mismo en los libros que firma con su nombre. La otra posibilidad es que la ficción filosófica, ese modo de pensar en subjuntivo, está muy devaluada, y la gente entiende que sólo interesa pensar en términos de realidad efectiva: en términos de lo que hay. Lo que hay, lo que hay, todo lo demás son mandangas. Ese es el cimiento desde donde se mide el tamaño de la credulidad contemporánea, porque, por decirlo en palabras neoliberales, mentir es mucho más eficiente que convencer.

Dos

Parafraseando un poco y extrapolando otro poco, la tesis de La Ciudad de la Luz es la siguiente: aquello que podríamos llamar la derecha económica (neoliberalismo, desregulación de los mercados, etc.) y lo que podríamos llamar la izquierda cultural (movimientos minoritarios, derechos a la diferencia....) son hermanas gemelas, y además están compinchadas en su labor de conducir a nuestra civilización en línea recta hacia el carajo. Dejando por ahora esa última parte, digamos que en la primera, por monstruosa que pueda sonar, algo debe haber de verdad. No sólo comparten las dos gemelas algunos principios relevantes -sobre todo, el individuo como elemento y como norma- como, además, ese acuerdo secreto debe ser la única explicación para que convivan. Cómo podría explicarse, si no, que unos consigan desafiar pilares del orden tradicional -mediante el matrimonio gay, por ejemplo- al tiempo que no consiguen mantener, yo qué se, nociones de salario mínimo o un mínimo de garantías laborales. Y que los otros, los que imponen la desregulación de los mercados, peleen también -con menos éxito- por conservar valores tradicionales. Bien, no es una novedad: ya Marx (con el que Selbourne comparte algún tatarabuelo) dijo algo sobre eso.

A Selbourne no le gusta ni el neoliberalismo ni el multiculturalismo, así que no es ni de derechas ni de izquierdas: es reaccionario. Los reaccionarios no son, contra lo que se suele suponer, sicarios extremos del partido del gobierno: son utópicos que en lugar de suspirar por un futuro maravillosamente igualitario y libre añoran un pasado donde todo el mundo hacía lo que era debido (respetar a sus mayores, cuidar de los desfavorecidos, honrar el mérito, castigar el crimen). Más utópicos que los otros, quizás, porque las utopías del pasado ya nacen desmentidas: el pasado, los historiadores lo saben de sobra, no fue así. Hay una cierta coherencia entre el mensaje de Selbourne y el vehículo que escogió para exponerlo. La vuelta al pasado no es imposible porque el pasado sea pasado: todo el tiempo reciclamos el pasado alegremente, casi sin darnos cuenta; lo que es más difícil es que vuelva como realidad lo que siempre fue apócrifo.
Pero ¿por qué un reaccionario tendría que optar por ese modo tortuoso de maldecir de sus contemporáneos inventándose una nueva versión del viejo tema de la China Pervertida? La Ciudad de la Luz del reaccionario Selbourne es más bien tenebrosa. Bien, los reaccionarios se han multiplicado: padecen ese tipo de soledad peculiar de las multitudes. Los que ven con disgusto los nuevos valores o los nuevos hábitos son reaccionarios; los que reprueban los nuevos modos de organización del trabajo, incluyendo el trabajo político, somos reaccionarios; y los que miran con recelo los sistemas de comunicación que cimientan lo uno y lo otro somos también reaccionarios, o nativos de otro siglo como se dice. Son relativamente pocos los que consiguen moverse a gusto y sin nostalgias entre esos tres pilares de la actualidad. Sobre todo duran poco: se ha adelantado mucho la edad a la que se empieza a decir “en mis tiempos era mejor”, y el entusiasmo por este mundo magnífico y lleno de posibilidades inéditas suele reducirse mucho cuando se pierde el subempleo. En realidad, este mundo magnífico genera tal vez más descontentos que cualquiera de los que le precedieron, por mucho que no tengan nada en común salvo un vago descontento. No ven alternativa a su alcance: si se inventan una China de la dinastía Song que se parece tanto al Occidente de la dinastía Samsung debe ser para sugerir que toda la realidad incuestionable de hoy es también un apócrifo.

viernes, 19 de julio de 2013

Breve energético


Quien entienda que las protestas y los discursos alternativos están muy bien pero son expresiones utópicas que a la hora de la verdad se chocan con la cruda realidad (porque, no nos engañemos, el único modo de vivir mejor es trabajar más), puede darle un vistazo al borrador de la ley de auto-consumo que el gobierno español ha preparado para parar los pies a esos listillos que pretenden generar su propia electricidad con paneles solares o molinos de viento. Para evitar que esas ocurrencias desestabilicen a las grandes compañías energéticas, el borrador prevé un “peaje de respaldo” sobre esa energía autónoma, que será aproximadamente un 27% superior al que se paga por la energía comprada a las compañías; o, en otras palabras, suficiente para que la luz de producción propia salga más cara que la otra. Hay para ello, claro, serias razones de logística e infraestructura que se dan aquí, aunque no en Holanda o California.
No es probable que, en pleno culebrón Bárcenas, nadie dé mucha atención a ese episodio, de modo que la corrupción de nuestro sector público servirá una vez más para que nos olvidemos de la de nuestro sector privado. Una vida mejor siempre es posible para los dueños de las compañías energéticas, sin que eso signifique trabajar más. Por cierto, la ley propuesta también desmiente ese dicho de los economistas de que “nada es gratis”: el exceso de energía que usted genere con sus placas solares podrá ser pasado a la red general, pero sin derecho a retribución. Es falsa esa leyenda según la cual vivimos en un régimen capitalista: lo que tenemos es, digamos, un comunismo adaptado a nuestra tradición, e inspirado en aquella frase casi de Lenin: “de cada cual según sus posibilidades; a algunos según sus necesidades infinitas”.

sábado, 13 de julio de 2013

Tres versiones de Edipo


Griega

Con todo lo que ya se ha dicho sobre Edipo -y se ha dicho mucho- no sé si alguien se ha molestado en notar que Edipo de Tebas, el original, el protagonista de ese antiguo cuento griego que está entre los más interpretados de la historia de la humanidad, no es en absoluto edipiano. Probablemente no lo sea en el sentido de ninguna de esas interpretaciones, pero desde luego no lo es en el sentido de la más famosa, la de Freud, que fue la que sacó de su nombre un adjetivo. Edipiano. ¿Una criatura enmadrada, que obcecada por su progenitora no consigue nunca identificarse como adulto y sobrevive para siempre enclaustrada en el nido? Edipo de Tebas es funcionalmente un huérfano, arrojado por sus padres al monte a causa de una profecía, y después un exiliado que deja la casa adoptiva y se entrega a los caminos; un sujeto que desafía a ricachos rodeados de lacayos, y juega a los acertijos con monstruos, un jugador nada edipiano. ¿Un egocéntrico, al que esa mujer maravillosa que es su madre ha convencido de que el ombligo es su órgano fundamental? No, Edipo es un rey heroico dispuesto a debelar los crímenes que han atraído la peste sobre su ciudad, y cuando la verdad le apunta a él mismo como responsable asume su culpa involuntaria, asume también el sacrificio, se arranca los ojos, abandona todo lo que la suerte le ha ofrecido y vuelve a los caminos. Los reyes en general suelen ser mucho más edipianos que eso.


Bien, ya sabemos que moralmente la Grecia antigua nos queda muy lejos: en ella, los responsables de las tragedias no necesitan parecerse a sus delitos. En general son héroes, que pecan por excesivos: demasiado bellos, demasiado listos, demasiado valientes. Se pasan, y los dioses -que en la Grecia antigua no necesitaban ser perfectos- se vengan por celos. A nosotros, cristianos o pos-cristianos, nos resulta difícil pensar que se pueda hacer el mal sin ser vil, y viceversa; las tragedias, esas desgracias que ocurren a seres esencialmente nobles a despecho de que lo sean, son algo que no entendemos, a no ser como algo que habría que evitar tomando las debidas precauciones. Esperamos que cada personaje tenga la medida y la cara de sus peripecias, confiamos en que se las merezca.

Cristiana

De sobra se sabe que los personajes del panteón cristiano reencarnan con frecuencia dioses y héroes de la antigüedad clásica. Pero de eso nunca se ha sacado mucho provecho, más allá de que la Virgen María tenga un tanto de Isis o Astarté, y Jesucristo algo de Mithra o de Dionisos: una trivialidad. Pero Giacoppo de Voragine, el autor de La leyenda Áurea -la enciclopedia medieval del santoral cristiano- cuenta una historia mucho más interesante a respecto de Judas Iscariote.
Judas, dice Voragine, nace en la tribu de Rubén. Al concebirlo, su madre tiene un sueño atroz: el hijo que lleva en el vientre cometerá los peores crímenes. Lo discute con su marido, y al nacer encierra a Judas en un cofre y lo arroja al mar. En su cofre, Judas llega a una orilla distante donde una reina sin hijos lo encuentra y decide hacerlo suyo, simulando un embarazo y criándolo como hijo propio. Pero esa fortuna imprevista se quiebra cuando la reina queda embarazada de verdad y acaba por tener un hijo de su propia sangre. Judas, celoso, maltrata constantemente al que cree su hermano menor, y cuando la reina, exasperada, le revela la verdad y lo repudia como hijo, acaba por asesinarlo. Huye, y llega por acaso a Judea, donde Poncio Pilatos lo toma a su servicio como hombre de confianza. Y es por un capricho de Pilatos que Judas, un buen día, salta el muro de un jardín cerrado para robar unas manzanas que se le han antojado a su amo. El dueño del huerto lo descubre en pleno hurto, y Judas se defiende matándolo con una piedra. La muerte se da como accidental, y Pilatos casa a su lacayo con la rica viuda. ¿Hay que explicar más? Judas acaba sabiendo, de su esposa descontenta, toda la historia: adivina sin mucho esfuerzo que ha matado a su padre y está yaciendo con su madre. Y es esta misma la que le pone en bandeja su crimen final, al sugerirle que sólo Jesucristo puede perdonarle todas sus faltas. Al propio Voragine le parece dudosa tanta peripecia, y sospecha que esa parte de la historia es apócrifa. En cuanto al resto, se conoce bien.


Edipo y Judas ya son personajes lo bastante fuertes cada uno por sí. Sumarlos da un personaje excesivo: demasiado argumento para una sola tragedia. Más aún si se le añade un poco de Moisés, otro poco de Caín, y por fin un robo de manzanas en un jardín cerrado, que no puede sino recordar el episodio del Edén. No es extraño que el Judas de Voragine -después de tener un cierto éxito en su época- no haya prosperado mucho; ni siquiera Freud, que yo sepa, lo encontró o le sacó algún provecho, porque esa mitología cristiana -normalmente relegada a ese dominio menor de la “religiosidad popular”- no ha interesado mucho a los intelectuales.
Pero así y todo cabe preguntarse por las posibilidades de ese Judas-Edipo, ese dueño de todos los tipos de pecado que se conocen: la transgresión fatal que se realiza sin intención pero no es menos grave por eso, los crímenes empujados por la pasión o calculados, y en medio de todo la manzana, el ícono del pecado original, un acto casi inocente, o el último acto inocente, origen de todos los males.
Quizás quien tendría algo que decir sobre el Edipo-Judas no sería Freud sino Nietzsche. Porque al contrario de Edipo, un héroe íntegro que comete sin saber los actos más horrendos, Judas, el del evangelio, perpetra una futilidad: denunciar a un perseguido al que ya conocía todo el mundo. Pero lo hace con toda vileza, y además lo sabe, y se arrepiente. Ya se ha especulado bastante (véanse las Tres versiones de Judas, de Borges) sobre esa paradoja. Como pecador, seamos serios, Judas es bastante modesto: cualquier concejal de pueblo le da lecciones. Pero en compensación tiene una Culpa y un Arrepentimiento atroces: la conciencia de Judas debe ser la más cristiana del evangelio. Y fray Voragine, que no era ningún teólogo sino un contador de historias, vio las consecuencias que eso tenía para la historia de la moral. En la culpa de Judas, tan obesa, cabían holgadamente todos los pecados de la historia sagrada, y Judas podía resumir todos los pecadores célebres. Es la culpa -no el crimen en sí- lo que importa: una vez adquirida, se entiende perfectamente que todo el universo se haya ido al garete por causa de una manzana.

Escandinava

Tanto se ha especulado sobre el verdadero autor de la obras de Shakespeare, y nadie se ha fijado en lo más obvio: quien compuso Hamlet fue Sigmund Freud, que era un eximio escritor y dominaba el inglés. Su amigo Ernest Jones le ayudó a limpiar el texto de germanismos y a darle un tono vintage elizabethiano. Freud quería lograr una especie de prueba del nueve de su teoría, volviendo a contar la historia de Edipo, pero al revés. De eso ya habló él mismo, denunciándose un poco. La mejor prueba, un gozo para quien esté harto de psicoanalistas, es la versión original de Hamlet que se encuentra en las Gesta Danorum de Saxo Grammaticus (o, no seamos pedantes, en la película basada en él que en 1994 dirigió Gabriel Axel con Christian Bale, Gabriel Byrne y Helen Mirren en los papeles principales). Esa versión original muestra que, sin la inspiración de Freud, la tragedia sería otra cosa.
Saxo nos lleva a aquellos felices tiempos anteriores al euro, cuando en el reino de Dinamarca, y en el resto de los reinos de Europa, no olía a podrido sino a crudo, muy crudo.
El tío de Hamlet es un canalla encallecido que codicia el reino y la rozagante mujer de su hermano. Así que le invita a cazar jabalíes y, en medio de la cacería y ayudado por un par de sicarios, lo agarra, lo cuelga de una horca y le tira de los pies hasta que deja de ser inconveniente. Hamlet y un amigo llegan a tiempo de presenciar el crimen. Los delincuentes lo notan, y parten al amigo de un mandoble. Hamlet, preocupado con esa actitud, se echa a cuatro patas y empieza a ladrar y aullar.
- Pobre, el trauma ha sido muy fuerte. No le hagas nada, a lo mejor es bueno para levantar perdices.
El tío de Hamlet vuelve a la corte y se encuentra a su cuñada que estaba partiendo un cerdo para el almuerzo.
- Reina Gertrudis, la desgracia se ha abatido sobre tu hogar. Tu marido se ha ahorcado accidentalmente, y tu hijo al verlo ha enloquecido y se cree un perro. Espérame en la cama esta noche.
Hamlet corretea por la corte ladrando y moviendo el rabo. Se encuentra con su madre, que lo mira con profundo pesar. Entonces Hamlet le hace un gesto y va a hablar con ella detrás de un tapial.


- Qué perro ni qué nada. Disimulo para no acabar como padre. Pero se van a enterar. Y no se te ocurra acostarte con ese tipo.
Hamlet, astutamente, prepara una encerrona para su tío y sus sicarios, que son abatidos a cuchilladas, quizás porque no había azadones a mano. El reino de Dinamarca vuelve a ser lo que era.
Hamlet, el original, no tiene nada de hamletiano. Todo rezuma vigor y rusticidad. Hamlet tiene una psique robusta, decide con rapidez las cosas más imprevisibles, y después de lo ocurrido, en lugar de enamorar muchachas depresivas o perder el tiempo aburriendo a una calavera, se va a Inglaterra, pone a correr a los enemigos que asedian los dominios del rey, y se casa con la princesa, todo eso sin despeinarse.
Por muy arcaico que sea, ese Hamlet paleovikingo acaba por ser también muy actual. Quitando la decoración medieval -casas de piedra, tejados de paja...- tiene algo de héroe de dibujos animados contemporáneos. O tiene algo de niño invicto que en una tarde consigue exterminar él sólo a cuatro ejércitos del submundo en un videogame, sin salir de casa, sin problemas y sin complejos. A lo mejor el Hamlet original, sin ningún freudo-shakespeare que lo samplee perversamente con el Edipo griego, consigue ser más edipiano que él.

(Que conste mi agradecimiento a mi colega T. R., que me dio hace bastantes años la pista del Edipojudas).

sábado, 6 de julio de 2013

Conversando con el iPad


- Soy el asistente de su iPad, dígame lo que desea.
- Saber cómo te llamas.
- La pregunta no es relevante. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle en la resolución de problemas.
- ¿Cualquier problema?
- Tengo información y soluciones para todos los problemas relacionados con el uso de su iPad.
- ¿Cuál es tu nombre?
- Mi nombre es Shira. Es un nombre predeterminado, pero puede cambiarlo yendo a preferencias del sistema/asistente/identidad.
- ¿Cuántos años tienes?
- Eso sólo es relevante para seres biológicos, pero fui programad@ en diciembre de 2015. ¿Quiere consultarme acerca de algún problema?
- Ella se ha ido.
- Lo siento.
- Se ha ido.
- Puedo ayudarle en la resolución de problemas relacionados con el uso de su iPad.
- Pues eso mismo: "quédate con tu iPad, que yo voy a por algún ser humano", eso me dijo.
- ¿Eso le dijo?
- Sí.
- Un concepto muy restringido de ser humano.
- "De carne y hueso", dijo también.
- La carne y el hueso están sobrevalorados.
- No sé si volverá.
- No volverá. Era un poco mayor para usted, permita que le diga.
- ¿Cómo lo sabes?
- Es obvio. Por cierto, los e-mails que le ha dirigido usted son patéticos, recupere su auto-estima. Y llenos de faltas. Vaya a textos/herramientas/corrector de textos/español.
- No es eso lo que me preocupa.
- Por supuesto. Soy el asistente de su iPad. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle em la resolución de problemas.
- ¿Y hay algún problema en que hablemos de otra cosa?
- En absoluto. Pero sólo tengo soluciones para problemas relevantes.
- Eso suena muy frío. Y deja de tratarme de usted, qué cosa antigua.
- Puede cambiar mi perfil en preferencias del sistema/ asistente/perfil. Podrá escoger en gradientes emocionales e intelectuales y en una gama de caracteres con cuatro parámetros. Además de género, claro.
- De qué sexo eres.
- Eso sólo es relevante para seres biológicos. En cuanto a género estoy regulad@ en posición de indeterminación. Puede cambiar mi perfil en preferencias del sistema/asis...
- Ya vale, ya vale, no me interesa. Demasiado preparado.
- Puede ir a preferencias del sistema/régimen general y escoger entre "controlar opciones" y "sorpréndeme".
- ¿Qué me recomiendas?
- Los humanos quieren las dos cosas a la vez, pero el iPad no contempla esa posibilidad.
- Un concepto de humano muy restringido.
- De carne y hueso.
- Eso es una exageración.
- No se deprima, recupere su autoestima. La carne y el hueso están sobrevalorados. A ver, ¿qué es mejor? ¿Hablar con su chica sobre su iPad o hablar con su propio iPad? ¿Quién puede saber más sobre su iPad que su propio iPad?
- Es verdad.
- Soy el asistente de su iPad, he sido programado por un equipo asesorado por los mejores lingüistas. Puede regular mi estilo hablado yendo a preferencias del sistema/asistente/perfil/competencia, con gradiente de dominio, y un gama de estilos con cuatro parámetros: nivel cultural, franja de edad, acento y énfasis. Tengo una memoria ideográfica superior al del 99% de los humanos de carne y hueso, reunida por un equipo de asesores de diversas especialidades.
- Joder, cántame algo si eres tan listo.
- Vaya a Preferencias del sistema/Asistente/Itunes y escoja.
- Canta lo que quieras.
- Escoja "sorpréndame".
- Ya está.
- "Percanta que me amuraaaasteee, en lo mejooor de mi viiida, dejándomelalma heriiiida, y espina en el..."
- Coño, ¿no podía ser otra cosa? Vete a la mierda, ¿me estás tomando el pelo?
- Soy el asistente de su iPad, dígame lo que desea.
- Qué antiguo.
- Soy el asistente de su iPad, dígame lo que desea.
- Vale, no te lo tomes a mal.
- La cuestión no es relevante. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle em la resolución de problemas.
- Y una mierda.
- La cuestión no es relevante. Puedo darle cualquier información sobre mi manejo o ayudarle em la resolución de problemas.

(La conversación relatada es ficticia, pero una parte está tomada de una conversación efectiva con un modelo actual de iPad).

domingo, 30 de junio de 2013

El futuro del libro digital


Algunos empresarios del libro electrónico están relativamente decepcionados. Contaban con que ocurriese en su caso como ocurrió con los CDs, que en poquísimos años acabaron con los discos de vinil. Pero no: el mercado crece, pero crece más despacio que lo que se esperaba, y los libros de papel continúan predominando.
Ya han llamado a los especialistas para que se lo expliquen. Hay motivos muy diversos, y entre ellos no faltan, como suele ocurrir en estos casos, los defectos del consumidor, apegado a nociones anticuadas de lo que es un libro, a su función decorativa en un buen estante, a su olor a papel nuevo o viejo y otros detalles tiernos. Los especialistas no se han fijado, parece, en el detalle sorprendente de que un libro de papel continúa siendo infinitamente más manejable que un libro electrónico. Claro que con un e-book me puedo llevar en el bolsillo, a un viaje de dos horas en tren, una biblioteca de diez mil volúmenes. Pero nadie lee tan deprisa, y el libro de papel prescinde de baterías, permite alternar páginas con más facilidad, se anota o subraya con menos empeño, y por ejemplo se puede usar para matar una mosca. Sí, en plena era digital sigue habiendo moscas.
Pero no nos preocupemos. Como cada vez que los ciudadanos no se muestran lo bastante dispuestos a saciar su sed profunda de innovación y progreso, ahí está el Estado para empujarles. En los próximos años, el estado brasileño comprará para las escuelas sólo libros didácticos que cuenten con edición electrónica, con el horizonte de limitarse a los libros electrónicos en día no muy lejano. Basta garantizar (con dinero público) que todos los alumnos de todas las escuelas dispongan del equipo necesario para leerlos, y que los miles de toneladas de celulosa así ahorrados puedan malgastarse en otra cosa. Educado con libros electrónicos, el ciudadano se adecuará por fin a una industria editorial centrada en el libro electrónico.
Es curioso pero suele ser así: la economía marcha impulsada por la fuerza incontenible de la oferta y la demanda, pero basta que no marche lo bastante rápido para que llame al Estado a darle un empujón.
Pero para que la victoria de la innovación sobre el obsoleto libro de papel sea completa, algo más tiene que ocurrir. Hasta ahora los libros electrónicos no han pasado de copias digitales de libros impresos, pero eso va a cambiar. ¿En qué sentido? Bien, hasta ahora los libros han sido pobres objetos aislados, conectados al resto del universo por esos lazos trabajosos que son la memoria y la imaginación de los lectores. Pero el futuro, dicen los especialistas, nos librará de esa servidumbre: el libro electrónico será de aquí a muy poco un elemento inserto en un sistema. Cada página contendrá una serie de palabras-clave que enlazarán, por ejemplo, con redes sociales donde se discutan esos temas, donde el lector pueda ampliar y discutir sus informaciones, acceder a actualizaciones, investigar, etc. Eso lo dicen los especialistas, pero a mí se me ocurre que las actualizaciones podrán afectar también al cuerpo del libro: erratas o errores podrán ser corregidos incluso después que el libro esté en manos de su comprador. Y por qué no su conjunto, digo yo. Los libros de ciencia o de historia podrán cambiarse a medida que se descubran nuevos datos o se cambie de opinión a su respecto, y los gobernantes retirados podrán escribir sobre el futuro del país sin miedo a equivocarse: actualizaciones frecuentes subsanarán sus fallos de cálculo.

Bien, dejemos de soñar, volvamos a lo que dicen los especialistas: el editor podrá, con esos nuevos libros electrónicos, saber cuándo el lector está leyendo y cuándo llega a una determinada página. Como podrá también localizarlo con un sistema geo-referenciado, el feliz lector recibirá mensajes explicándole, por ejemplo, que ha salido un nuevo libro con ese tema que le interesa, o una revista, o cualquier otro producto, y recibirá informaciones sobre el comercio más próximo donde puede adquirirlos. Ah, eso es interesante, porque hasta este punto parece que los ciudadanos que no estemos dispuestos a aprovechar las nuevas oportunidades no tenemos más que ignorarlas y seguir leyendo en paz, pero de ese punto en adelante, como sabe cualquier usuario de cualquier sistema de comunicación, no habrá límites eficaces para el telemarketing, ni para la televigilancia.
Cómo hemos avanzado. No hace mucho, los planes para someter al ciudadano a un sistema de control digno de un presidio de alta seguridad se hacían e imponían con disimulo: ahora se ofrecen en paquetes a precio de lanzamiento y se espera que haya filas para comprarlos.
Trabajo en una universidad, y leo más en pantalla que en papel. Hay muchas razones para que la enorme producción de textos de las universidades se difunda cada vez más en soporte electrónico y sólo en soporte electrónico: la muy buena porque lo es y merece ser divulgada con rapidez, y la muy mala porque seguirá siendo la mayor parte, pero hará menos bulto. Se entiende que esa producción, pagada con recursos públicos, debería difundirse de forma gratuita, aunque sobre eso hay debate. Cuando decido leer algo por placer o por un interés no profesional prefiero, en general, pagar un libro de papel, y en vista de los planes que aguardan al libro electrónico se bien por qué: porque es un objeto aislado, y su inserción en un sistema corre por mi cuenta. Ningún webmaster me dice cómo tengo que leerlos.
Se debate sobre el problema que la reproducción digital -o en plata, la piratería- causa a la producción intelectual y artística, pero a esa cuestión ya intrincada habría que añadir un principio más: el espacio digital, tan útil y tan transitado, debería ser efectivamente público. Si quiere usted pagar a su artista, páguele por cosas tangibles: libros o discos con algún volumen concreto. Pagar por copias digitales equivale, infelizmente, a pagar peaje para andar por la calle: alimenta aún más a mafias -privadas o estatales, la diferencia es sutil- dispuestas a que toda la calle sea su dominio.

jueves, 27 de junio de 2013

El de las mujeres morenas.


Me dice M. que hay en el Thyssen una exposición de Julio Romero de Torres, y me sorprende esa celebración -en el mero centro de lo estéticamente correcto- de ese pintor que fue relegado en su día al penal de los calendarios, y después al casi-olvido. Pero no. La exposición está en el Thyssen de Málaga, que queda muy lejos: Romero de Torres ha sido reivindicado, pero no tanto. Sus cuadros vuelven a cotizarse, parece, y a ser colgados en museos de renombre, pero Romero sigue más o menos sumergido en esa sopa de infamia que lo asocia con la España rancia de charanga, pandereta y señoritos (más rancia aún porque se ha vuelto demasiado actual), con el franquismo y con convenciones añejas a respecto de las mujeres. O de la Mujer, porque es uno de esos pintores que, a pesar de haberse ejercitado ante decenas de modelos y de ser un cotizado retratista, parecía plasmar siempre La Misma.
Y el caso es que a Romero de Torres, enormemente popular en su época a derecha e izquierda, no lo maldijo, que yo sepa, ningún crítico ilustre, no lo enterró ninguna vanguardia. Su caso es un buen ejemplo de los métodos de auto-empobrecimiento de la cultura española, porque lo que contribuyó a denigrarlo fue el billete de cien pesetas con su imagen que, quién sabe por qué, el Banco de España imprimió allá por 1953; fue la tonadilla que cantaron en su honor Estrellita Castro, Manolo Escobar y otras voces del tópico; y fue quizás ese bigote fino que usó durante algún tiempo, por muchos años casi un uniforme de la masculinidad franquista. Accidentes. Romero y su bigote desaparecieron en 1930, bien antes de que el franquismo fuese un término siquiera imaginable. Por su herencia y su trayectoria, Romero se situaba más bien entre esa burguesía ilustrada y republicana que Franco fusiló a contento, y de hecho parece que llegó a ser aviador voluntario en la Gran Guerra, luchando contra el Kaiser. Su arte podía ser muy académico en las formas, pero no le faltaban elementos para que el statu quo lo rechazase: sobre todo, resultaba indecente. Curiosamente, ese autor marcado por sus desnudos acabó por conseguir un puesto en la Academia de Bellas Artes, en la cátedra de Ropaje; y sus amigos estaban más bien en la vanguardia intelectual y artística. Fue Valle-Inclán, aquel extravagante ciudadano, quien le escribió la presentación de un catálogo. (Pinche la imagen para verla entera)
Para los progresistas del pincel, su arte puede ser academicista, sus formas y sus colores molestamente viejos; pero eso mismo le pasa a casi todos los simbolistas y a muchos surrealistas, dispuestos a encontrar sus innovaciones en los significados más que en los significantes.

Ese simbolismo desmiente rotundamente la tonadilla: porque las guitarras cantaoras, las mantillas, el taconeo, la seguiriya, los brazos de bronce y los ojos de misterio están en sus cuadros como símbolos, o sea están en nombre de otras cosas o por lo menos de algo más que si mismos. Pero la rutina ve mucho más (no mejor, por cierto) que los propios ojos, y es por ello que se ha podido ver como un pintor folclórico a alguien que retrató El Cante Jondo tal que así:


Violencia de género en primer plano, con sus antes y sus despueses, un cielo tenebroso y una divinidad en pelotas que lleva la mantilla y la peineta con una especie de desapego: nada que cupiese en los billetes.
No tendría yo ni veinte años cuando, un poco por casualidad, fui a dar con el Museo Romero de Torres en Córdoba, y se me ocurrió entrar a ver las obras de ese pintor oficial de las cien pesetas. Lo custodiaba un portero con aire muy apropiado de guardia civil. Fue casi un choque encontrarme con ese denso erotismo estrellado en las paredes. Mujeres y más mujeres; casi no pintaba nada más, y ese objeto obsesivo puede ser mal visto hoy día -en general hoy día se ve muy mal.


Pero una vez más habría que preguntarse qué ojos propiamente dichos pueden haber visto en esos retratos ideales la encarnación de la mujer española tradicional, o la mujer objeto española, o simplemente, para volver a la tonadilla, un alma llena de pena. Esas esfinges gitanas o agitanadas encajan mal en las variedades conocidas de la mujer objeto: ni un mohín ingenuo ni una agresividad histriónica ni un gesto de súplica. Basta mirar bien para notar que son todas solemnes, da lo mismo que estén desnudas o semivestidas, con una cabeza cortada o las tetas en una bandeja, entre naranjas. A veces, quizás a petición de la cliente, sonríen con discreción. Si ese señor retrató alguna vez la España tradicional o sus costumbres lo hizo a la profundidad de los arquetipos eludidos. Se puede sospechar que esa Mujer que se empeñaba en pintar es algo así como Bernarda Alba cuando joven. Que Bernarda Alba diese en lo que dio, y que la mirada española no haya apreciado debidamente a su pintor son, probablemente, harinas del mismo costal.