miércoles, 20 de noviembre de 2013

Irracionales


Hace unos meses participaba yo en un acto en favor de los derechos territoriales indígenas y contra la infinita expansión del agro-negocio brasileño, cuando se me ocurrió tildar a este último de “irracional”. Algún colega y algunos alumnos presentes me miraron con recelo: es como si la racionalidad estuviese al otro lado, al lado de las máquinas, del dinero, del desarrollo pese a lo que pese y de la conversión del planeta en una factoría sin fronteras, de modo que invocarla como aliada es contraintuitivo, casi de mal gusto. Por suerte, los indígenas presentes vinieron en mi auxilio: les han llamado, más de una vez y más de cien, irracionales, de modo que les gustó esa oportunidad de devolver el apelativo a sus adversarios: “irracionales, sí, como ha dicho ese profesor”.
La Razón (póngansele mayúsculas, para saber de quién hablamos) ha adquirido muy mala fama entre buena parte de los humanistas, de los antropólogos en particular. Para escándalo de otros habitantes de la universidad, que miran ese antirracionalismo con sospecha. Hay que decir que la Razón se lo ha ganado a pulso, desde aquellos tiempos en que Robespierre la convirtió en Diosa Razón y le dedicó una fiesta cívica. Ha servido para justificar cosas muy feas -en su nombre se ha matado mucho, directa o colateralmente- y para extender otras muy tediosas: hasta los racionalistas convictos suelen pensar que la razón es aburrida. Ha prometido mucho, y muchas de sus promesas se han quedado en promesas, o en regalos envenenados; ha sido en general demasiado arrogante, pretenciosa y dictatorial.

(En la imagen, una instantánea de la Diosa Razón cuando joven)
Pero hay que reconocer que sus dos siglos y pico de andadura le han hecho mella, cree un poco menos en sus posibilidades. Las ciencias en general, y las humanas en particular, muestran que la Razón manda mucho menos de lo que se suponía. Organiza, sí, algunos procesos, y se supone que debería organizar algunos más; se le hace mucho caso en la Ciencia (su propia casa, se supone) aunque no tanto como se piensa: se le hace trabajar mucho, sí, pero en provecho de no se sabe qué. Creo que ni su partidario más entusiasta es capaz de creer que la Razón gobierne el mundo; los especialistas debaten hace unas décadas si el universo juega a los dados o no, o sea, si lo que va ocurriendo del Big Bang acá sigue algún modelo racional o no, en el orden de las estrellas o en el de las partículas; y en cuanto a los asuntos más domésticos, esos con los que tratamos todos los días, de la política al trabajo a las amistades, ella tiene voz y voto, pero poco: la mayor parte se la llevan en ese caso deseos, intuiciones y sentimientos perfectamente irrazonables, o esa otra instancia que, como divinidad, le lleva varios palmos: el puro azar.
Pero si la Razón no manda todo lo que se llegó a suponer, eso quiere decir que sus culpas son también menores. En particular, suponer que sea la Razón lo que mueve toda esa máquina de lucro, prisa y avidez que se suele llamar el mundo, es una infamia. Los humanistas parece que se han (nos hemos) habituado a invocar valores, aspiraciones, derechos y sentimientos contra los fríos designios de la Razón que esgrimen los que mandan, como si no nos diésemos cuenta de que esos señores ya hace mucho que han desistido de usar la Razón como argumento, a no ser de tarde en tarde y de contrabando; cuando hay que pagar deudas, por ejemplo. En general, se han vuelto románticos, y pregonan a todas horas el derecho a soñar sin límites, el deseo y hasta la lujuria. Podría decirse que eso no es más que marketing, y que en el fondo lo que sigue mandando es la Razón contable, pero más en el fondo aún toda esa agitación sólo puede deberse a una voluptuosidad muy poco racional de acumular cifras. Lo que justifica tanta especulación es el Deseo, un Deseo incontenible, especialmente de los muy pudientes, que también sueñan -y sueñan más fuerte- de tenerlo todo y de tenerlo ya, que se entrega a los peores excesos: magias financieras, útiles prejuicios y una fe supersticiosa en la omnipotencia de la técnica que un día nos librará de todas nuestras contradicciones y con un poco de suerte nos hará inmortales. Hay que ser muy adepto de convenciones retóricas ya añejas para no reconocer que la bandera que enarbola el nuevo orden mundial desde hace décadas ya no es la Razón, sino una especie de Líbido transgénica que en lugar de dedicarse a sus objetos corrientes (a fin de cuentas, las fuentes del gozo sensorial ni son tan caras ni son tan raras) se ha desviado perversamente en dirección a, yo qué sé, lo Imposible.
Que los humanistas dejemos la Razón apartada en una papelera honoraria no sería tan grave si no fuese porque pretendemos que nuestros esfuerzos tengan alguna relevancia ciudadana: en ese caso, dejar de lado la Razón, aquello que sabríamos manejar mejor, para poner en la mesa sentimientos, es muy mala táctica. Nadie necesita de profesores para exponer los suyos, y los banqueros, los políticos y sus expertos en publicidad saben manipular mejor que nadie los de todos. Casi todas esas buenas causas que pretendemos defender apelando a buenos valores son, en realidad, muy racionales, y habría que dejarlo claro: en contrapartida, ya es hora de que se empiece a decir, con todas las letras, que los amos del mundo ha entrado en surto y necesitan urgentemente un calmante.

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