jueves, 28 de junio de 2012

Orientalismo II: Sir Vidia

Sir Vidiadhar Surajprasad Naipaul, premio Nobel de literatura de 2001, es un mal hombre sin apelación posible. Tanto que su maldad llega a devaluarse en una especie de proceso inflacionario: se dedica a serlo con placer, y en sus declaraciones estúpidas sobre las mujeres que escriben o sobre estos y aquellos negros y desharrapados, y sobre su propia magnificencia parece haber una especie de hipocresía al contrario. Dice que le importa un comino lo que piensen de él pero resulta demasiado evidente que le importa, sí, y necesita que piensen mal. Suele hacer lo que puede para que los periodistas lo detesten y muchos no se explican cómo le pueden haber dado un Nobel a ese tipo. Como honrar la propia maldad no está al alcance de cualquiera, él se ha esmerado en demostrarla en el campo en que la prueba puede ser más fácil: en su propia casa, con las mujeres que han tenido la desgracia de quererle. Vivió cuarenta años con una esposa que, dicen, se hizo muy presente en sus viajes y en sus textos y a la que se esmeró en hacerle notar el desprecio que le profesaba. Ella murió de cáncer al cabo de esos cuarenta años, lo que, en realidad, sólo puede mostrar que Sir Vidia no tuvo que ver con ello, o que ella tenía una resistencia portentosa. A sabiendas de ella frecuentaba prostitutas, y sobre todo a otra mujer, casada, a la que le unió durante veinticinco años una relación sádica, sádica sin metáfora alguna.

Perfectamente consentida, por otra parte: ella misma dijo alguna vez que había hecho con Vidia cosas que la pondrían enferma con cualquier otra persona, y que con todo sentía nostalgia del tiempo en que podía volver a hacerlas. Cuando la legítima decidió cancelar el tratamiento que seguía y descansar en paz, Naipaul dejó también a la otra y casó inmediatamente con una periodista pakistaní (por sus escritos es fácil ver que no hay país que más deteste que el Pakistán) que se sumó rápidamente a ese peculiar panteón de mujeres donde ya estaban Yoko Ono y María Kodama y Marina Castaño y Pilar del Río (como todo panteón, ese muestra diferencias gritantes entre sus miembras).
Toda esa miseria y mucha más no se sabe por maledicencias, sino por la biografía autorizada que escribió Patrick French, para la cual Naipaul franqueó sus archivos, incluyendo diarios personales de su difunta esposa que él no había leído. Naipaul no pidió ningún cambio en el manuscrito final, que leyó quizás con el cuidado de que no dejase aparecer algún aspecto noble. Casi con monotonía, las semblanzas de su figura suelen ensalzar sus libros, y recomendar al lector que los lea y pida a los cielos que ni Sir Vidia ni nadie que se le parezca llegue a ser su compañero, amigo, vecino, profesor o inquilino.

Claro está que esa distinción salvadora entre la vida y la obra es, para muchos, una mala falacia, y que es impensable que un tipo así haya escrito algo que no sea también despreciable. No que esté mal escrito: nadie parece negarle un modo preciso, seco y eficaz de escribir, sin efectos ni concesiones, árido describiendo lo que es árido, con violencia contenida cuando es el momento, levemente irónico. Buena parte de su relevancia viene de su identidad y su tema: el tercer mundo pos-colonial, su historia, sus utopías. Naipaul los describe viniendo de una familia de inmigrantes hindúes en Trinidad, ex-colonia inglesa del Caribe. Un hijo de un tercer mundo al cuadrado que sin embargo pudo ir a estudiar a Oxford, donde lamentó el tono demasiado plebeyo que había tomado aquella universidad inundada por becarios. Un morenillo que describe su mundo de origen con la displicencia y la elegancia que no mucho lord podría escenificar. Si algunos otros escritores africanos, o caribeños, o indochinos, saltaron a la celebridad como voces de los países de los que surgían, Naipaul lo hizo como una mirada ácida hacia los suyos.
Lo que puede hacer pensar que sus émulos le dejaron demasiado fácil a Naipaul ese papel de dueño de la perspectiva crítica. Los intelectuales del tercer mundo han descrito el tercer mundo de un modo que quizás pueda ser auto-indulgente; lo bastante, al menos, como para que, al llegar Naipaul, lo que él decía sonase a nuevo. El elogio de la academia sueca que justificó su premio Nobel era un poco más preciso que de costumbre. Según él, Naipaul era el heredero de Conrad, en el análisis de los imperios en el sentido moral, en el escrutinio de lo que esos imperios hacen con sus súbditos, y de lo que hacen de sus súbditos. Elogio-basura, en la opinión de sus críticos: Naipaul se había hecho querer simplemente porque era un siervo que sabía incorporar la mirada y la voz del Amo.
Desde luego, se ha esmerado. Que le concediesen el Nobel pocos días después del atentado de las Torres Gemelas pareció a muchos una coincidencia muy infeliz, si es que era coincidencia. Varios de sus libros de viajes son retratos muy poco complacientes del Islam, muy en particular de (en su descripción) ese fracaso hecho país que es Pakistán, creado por y para el Islam. Pero hay mucho más. Su voluminoso libro sobre la India no es mucho más halagüeño. Ni sus novelas, en las que aparece toda esa gama de personajes que componen la historia del tercer mundo de los últimos cincuenta o sesenta años: expatriados, guerrilleros, refugiados, políticos, benefactores occidentales, misioneros, todos ellos bañados en una atmósfera de utopismo cínico, resentimiento, ambición, hipocresía involuntaria, inocencia, calles polvorientas, crueldad, deseo, ruido... En realidad, podría concedérsele a Naipaul una honestidad metodológica. Manifestar sin muchos tapujos ese desprecio que nutre por lo que describe nos permite saber cómo mira quien relata. Y toda su literatura mantiene esa honestidad metodológica. Leyendo los dicterios entresacados de sus obras cualquier lector podría pensar que se trata de un fajo de libelos colonialistas, y no es así. Los libros de Naipaul (no hay tanta diferencia entre sus novelas y sus viajes) son pacientes descripciones donde no hay caricaturas. Los libros de viajes en particular están en su mayor parte compuestos por innúmeras entrevistas con empresarios, escritores, maestros de escuela, sacerdotes, funcionarios públicos, militantes de esto o aquello, comerciantes, guías; descripciones morosas de cómo y dónde viven, del lugar donde conceden su entrevista (sus casas, muchas veces), historias de su clase o su movimiento. Cada uno es retratado de un modo lento y complejo. Incluso eses militantes yihadistas, de los que él hace notar cómo han sido educados en esos mismos Estados Unidos que odian, donde fueron bien acogidos y auxiliados por gentes muy diversas, sin que ellos reconozcan en todo ello una relación humana sino simplemente el amparo de Dios (lo mismo ocurre en la Fiesta de Acción de Gracias norteamericana, donde se recuerda el momento en que los indios auxiliaron con alimentos para los colonos, pero nada se agradece a los indios y todo a Dios). O esos políticos pakistaníes a los que intenta sonsacar en qué consisten las realizaciones de lo que debería ser la Economía Islámica, alternativa al capitalismo, que era uno de los proyectos del naciente Pakistán. O ese intelectual hindú que comenta ferozmente que fueron los británicos quienes convirtieron a la India en una nación de seres humanos, porque antes de ellos no había más que perros que se mordían entre sí -lo que quizás él mismo no consentiría que un británico dijese. Nadie ha dicho que Naipaul haya falseado las entrevistas ni haya inventado a sus personajes. De hecho todos ellos parecen intensa o aburridamente reales, y aunque uno no conozca ni la India, ni Pakistán ni el Irán, puede reconocer en ellos muchas preocupaciones, ideas o tics que abundan allí donde el colonialismo dejó sus marcas.
No hay en su obra una apología del colonialismo, a no ser que se entienda que lo es mostrar imágenes sombrías de los países fundados por movimientos anticoloniales. Por mucho que Naipaul registre de vez en cuando la opinión de alguien de que tal cosa es peor ahora de lo que fue antes de la independencia, o aunque lo exprese él mismo, lo que Naipaul cuenta es más devastador para el colonialismo que una biblioteca entera de esos libros que ensalzan a los pueblos o los regímenes que surgieron tras él. Nada habla peor de un sujeto que haber traído al mundo hijos viles que además lo odian. Si el colonialismo hubiese sido capaz de prohijar algo digno, o si no fuese capaz de pervertir del alma de sus súbditos, no habría sido tan nefasto.
Partidarios de la interpretación más que de la demostración, los críticos de Naipaul no suelen decir que lo que describe sea falso. Más bien, que se encarniza fríamente con lo peor, y que desconsidera, o bien no da la importancia debida, a la herencia maldita del colonialismo. Lo que en rigor tampoco es así, lo que ocurre es que lo peor tiene con frecuencia demasiado poder, y la herencia maldita es suficiente para convertir a muchos personajes en canallas, pero no en marionetas movidas para siempre por una mano ajena. De hecho, lo que la crítica sugiere, involuntariamente, es que la obra de Naipaul debería ser leída, para tener una noción más ecuánime, en conjunto con muchas otras en que los sujetos del tercer mundo son héroes genuinos o, en la medida en que se oponen a ese ideal, marionetas irredentas de un pasado extraño. Pero eso podría disculpar a Naipaul, evitémoslo.

Más definitivo como crítica es decir que este autor que tanto hace por romper el encanto lejano de un buen tercer mundo no se haya dignado nunca a hacer lo mismo con el opulento nicho europeo al que se fue a vivir a los dieciocho años. Es cierto, y quizás sea una pena.
Como dijo Edward Said, si el occidente ha ensalzado a Naipaul es porque ha encontrado en él un testigo de cargo contra sus propios hermanos. Una crítica muy interesante porque denota que la tarea de un intelectual no se desarrolla como una investigación sobre lo que ocurre, sino como un juicio con testigos, fiscales y abogados, donde se espera un veredicto. Claro que si se trata de un juicio entonces debe haber un Juez, y en esa consideración por un Juez invisible los críticos de Naipaul se muestran sutilmente colonizados. El primer abogado de fama de los pueblos víctimas del colonialismo fue Las Casas, y estaba claro a quién se dirigía: al Emperador Carlos V. Los alegatos de los abogados de hoy día no está claro a quién se dirigen. ¿A la Historia? ¿A Dios? (¿a cuál Dios?) ¿A las Naciones Unidas? Por lo común han sido destinatarios demasiado sordos o demasiado impotentes.
En fin, si no hay quien dicte sentencia efectiva, por lo menos habrá una condena moral, que es lo que al parecer importa. Caiga la vergüenza sobre Naipaul y sus obras nefandas, privadas o públicas; me parece justo. Sigue siendo interesante, sin embargo, pensar si aún así vale la pena leerlas. Hay toda una línea de pensamiento que mantiene, con buenas razones, que los países que han pasado por el yugo colonial son como personas que han pasado por una larga historia de malos tratos y que necesitan más que nada una especie de manager de la auto-estima. La objeción a ese buen argumento puede ser la existencia de personas como Naipaul, que a fin de cuentas pertenece por linaje y lugar de nacimiento a un mundo ex-colonial. No hay que hacerse ilusiones, no sólo en Londres vive gente tan ruin como él, también tiene sus pares en muchos países emergentes o sumergentes, y no siempre se limitan a escribir, a veces controlan países enteros. Si se quiere saber más de ellos es mejor dejar de lado la literatura virtuosa y echarle un vistazo a las sórdidas observaciones de Sir Vidia.

miércoles, 27 de junio de 2012

Orientalismo I: Edward Said


Hay buenas razones para que los libros se reseñen en el momento en que salen al mercado, aunque eso pueda transformar las reseñas en un apéndice de la publicidad. Por eso mismo no está mal hacer reseñas tardías: algunos libros especialmente influyentes las necesitan quizás a cada diez años. Orientalismo, de Edward Said, es un libro de 1978. Y yo sé muy poco del orientalismo y, si queremos concebir tal cosa, del Oriente; pero el libro de Said ha tenido una vasta progenie en mi campo profesional, la antropología, y directa o indirectamente tiene mucho que ver con el modo en que muchos de mis colegas -bien puedo incluirme yo mismo- trabaja.
Dos o tres veces habré citado el concepto de Said -es una confesión- sin haber leído su libro, y decidí hacerlo hace unas semanas, en una edición en portugués. Me sorprendió, antes de concluir la primera parte, notar que citar de oídas no me había llevado a imprecisiones. El Orientalismo, dice Said, es un corpus de imágenes, juicios, metáforas, enteramente construido en Occidente, que pretende abarcar un objeto supuestamente homogéneo y real, el Oriente (Said se refiere casi exclusivamente al Próximo Oriente musulmán), y ser una guía para actuar sobre él, lo que significa concretamente su dominación colonial. Según el Orientalismo, el Oriente es sensual, irracional, confuso, tremendamente antiguo, una forma de vida magnífica pero ya fósil que sólo puede cobrar vida recibiendo savia nueva del Occidente. Un objeto de veneración -desde el renacimiento oriental, como se llama a ese movimiento cultural que a finales del XVIII empezó a buscar las raíces de la cultura europea más allá de Grecia, en Egipto o la India- que pasa a ser objeto de desprecio cuando se alude a su realidad contemporánea.



No creo que incluso en 1978 una idea de ese tipo fuese nueva para los antropólogos o los historiadores; véase sin ir más lejos todo lo que ya estaba escrito sobre el Salvaje americano. Por un simple efecto de perspectiva, los seres humanos tienden a encerrar en estereotipos unitarios y sumarios aquello que les es lejano. La relativa novedad del libro de Said consiste en que su orientalismo es una institución especializada, o sea que se presenta en forma de departamentos universitarios, academias o institutos; no es una vaga noción popular de los occidentales sino un órgano supuestamente científico que alimenta y se alimenta más o menos de ese mismo tipo de prejuicio. Orientalismo propone una polémica sobre el mundo de los sabios, que hasta no mucho antes solía considerarse al abrigo de prejuicios o intereses. En términos generales, es obvio que Said tiene razón, aunque para comprobarlo no sea en rigor necesario leer su libro.
El concepto ya se formula plenamente en sus primeras páginas, a partir de un discurso parlamentario de Lord Balfour (un ferviente colonialista) y de unos párrafos de Lord Cromer, un administrador británico de Egipto. En lo sucesivo, el esquema inferido por Said se aplica a materiales muy diversos, desde las políticas de Napoleón en Egipto a ciertas cartas con gusto pornográfico de Flaubert, a las crestomatías de Sacy, a las ideas de Schlegel y las teorías de Renan: y se comprueba que todos esos autores son cultivadores del orientalismo. En la segunda parte, se analiza la construcción de la obra de varios literatos (Said fue profesor de literatura) y vemos que Lane es orientalista absteniéndose de cualquier relación erótica en su oriente, y Nerval sumergiéndose en ella. Burton lo es en su feroz individualismo que le hace rehuir Inglaterra y peregrinar hasta La Meca pasando por musulmán. Lawrence (de Arabia) lo es también, en su particular empeño en pro del nacionalismo árabe. Y todos ellos usan el oriente como un paisaje o un pretexto para la expansión y la definición de sus propios (y poderosos) egos. En términos generales, está claro que Said sigue teniendo razón.
En la tercera parte se habla de especialistas más cercanos a la actualidad, y más restringidos al campo académico del orientalismo, como Gibb, o Massignon (un autor al que Said prodiga elogios, aunque una que otra vez se compruebe que incluso él no es inmune al orientalismo); y hay una larga diatriba contra Bernard Lewis, un experto contemporáneo en temas orientales que ha frecuentado pésimas compañías: fue, al parecer, asesor de Bush en su cruzada iraquí. Es fácil ver que Said tiene razón, y al menos para mí es fácil también suscribir su rabia, aunque el curso o el objeto de sus argumentos se me pierda con frecuencia. En un libro de quinientas páginas apretadas hay, claro está, muchas observaciones o pistas sugerentes. Su elogio de la filología, por ejemplo (aunque no me haya parecido encontrar mucha filología en el libro); o ese análisis de la relación de Lane con sus informantes egipcios (tan interesantes para esa ya vieja discusión de las relaciones antropólogo-nativo) o sobre la inspiración cristiana de buena parte del orientalismo (Said procedía, por cierto, de una familia cristiana palestina). O, sobre todo, esa observación de que el orientalismo, como un corpus fijo de saberes, impone su autoridad sobre las idiosincrasias o las diferencias de los orientalistas individuales. Pero es un poco perturbador notar que eso mismo es lo que él hace a lo largo del libro, cuya columna vertebral está formada por ese concepto de orientalismo hecho de una pieza. No hay, al parecer, diferencias estructurales entre épocas del orientalismo o variantes del orientalismo. Toda la diversidad de comentarios e informaciones que teje Said orbita en torno de ese eje sin moverlo ni ser movido por él. En un resumen de pocas páginas sería difícil integrar el conjunto, y es preferible limitarse al núcleo, lo que no es difícil: Orientalismo se lee a lo largo de muchas páginas, pero se recuerda e influye como si fuese un resumen.
Naturalmente, fue eso lo que le objetaron sus críticos, que como puede imaginarse fueron muchos: Said había sido orientalista (en rigor, occidentalista) con sus orientalistas. A ese respecto no tengo mucho que opinar: no sé nada de esos orientalistas. Pero puedo opinar a respecto del modo en que los partidarios de Said enfrentaron esas críticas, y que, por resumir una vez más, consistió sobre todo en decir que, pese a ellas, Said tenía razón. Lo que, una vez admitido, podía completarse con un argumento pro hominem: Said estaba en el buen lado. Militante palestino, miembro algún tiempo de la Autoridad palestina, pacifista y perseguido por varias fuerzas reconocidamente infames, Said era, hasta donde alcanza la vista, un hombre de bien en una tierra azotada por el mal.

Ese horizonte argumentativo se ha hecho común en la nebulosa compuesta por los estudios culturales y pos-coloniales. Y en la antropologia pos-moderna en general, la cual, se haya dado cuenta o no, ocupa una posición largamente hegemónica en buena parte del universo académico, al menos el de las Humanidades; al igual que en ese sector político que por inercia se continúa llamando la izquierda. Una crítica que reclame un mayor refinamiento no hace mella, porque sigue privilegiando el poder del erudito cuando lo que está en pauta es la legitimidad moral; equivaldría a seguir otorgando a la ciencia un lugar encima del bien y del mal. A qué invocar mayores precisiones que no pueden hacer más que oscurecer una verdad urgente que está muy clara.
Pero, admitiendo que la principal tarea de un intelectual sea de carácter ético, la revelación y denuncia de las injusticias ¿por qué esa tarea podría ser cumplida con argumentos genéricos y tal vez inexactos o vagos, cuando sería posible hacerlo con más precisión? ¿o es que se confía tan poco en la solidez de los principios que se teme que una visión más detallada de las cosas llegue a anularlos?



Hace ya tiempo que, una vez demostrado que la ciencia con su pretensión de objetividad ha cometido muchos desafueros, parece haberse establecido que el único antídoto a ese mal es una subjetividad asumida. La ciencia ha perpetrado ficciones tan torcidas sobre los otros que lo único que se les puede oponer es la propia voz de los otros. Said es, en el caso, un otro bien cualificado para hablar del mundo árabe. Las reglas epistemológicas han dejado pasar tantas trampas que más vale mirar quién está hablando. Más vale evaluar el tenor moral de lo que se oye que meterse en el laberinto de las exactitudes. La antropología pos-moderna (que ella no esté ya de moda solo significa que disfruta de un influjo más extenso y profundo que el que tenía en su época dorada) tendió a anular el aparato normativo de las ciencias humanas, pero eso, contra toda apariencia, no la llevó a algún tipo de anarquía, sino a depender directamente de normas más generales. Las ciencias humanas han adoptado un habitus netamente moral, o moralista (en nada altera ese moralismo el hecho de que se dedique a afirmar lo que décadas o un siglo atrás eran aún abominaciones). No tendría caso, como hemos dicho, discutir si esa deriva es científicamente válida. Quizás sea más útil preguntarse, entonces, qué es ella moral o políticamente.
Moral o políticamente viene a ser un fracaso. Lo que se podría llamar el discurso dominante -ese que preocupa a los descendientes de Said- hace mucho que ha relegado la moral a papeles muy secundarios. Al menos desde la época thatcheriana no nos asedia con llamadas a valores sagrados, y prefiere esmerarse en exponer lo que es, supuestamente, la cruda realidad. La moral ha quedado para los indignados. Veamos cómo se procesa la crisis económica: a un lado un experto dice cómo son las cosas, y al otro se invocan los valores, los derechos y los sujetos que están siendo pisoteados. El experto entonces asume ese pesar, o incluso esa indignación, pero vuelve a constatar, lamentándolo, que las cosas son así y muy poco puede hacerse contra ellas. Contra el discurso dominante se han alzado las voces de los dominados, pero la voz dominante, en lugar de gritar más alto, se ha callado y, al parecer, deja que la realidad hable por sí misma. Las ciencias humanas, claro está, hace tiempo que han renunciado a decir nada sobre la realidad, dejando a los ciudadanos que se enfrenten a ella armados de buenos sentimientos.

¿Qué tiene que ver todo esto con el libro de Said? Mucho, aunque no exclusivamente con él. Orientalismo es uno de los textos que han convencido a los humanistas de que desnudar las fábulas de la opresión era casi su único cometido. ¿Quizás, una vez desnuda, la opresión salga corriendo para nunca más volver? Al parecer, los humanistas no cuenta con que la opresión sea muy impúdica. Orientalismo trata, obcecadamente, de los equívocos groseros de los orientalistas, pero no de sus aciertos; o sea, de la medida en que elaboraron descripciones y diagnósticos eficientes de eso que llamaban Oriente. Y es obvio que si los equívocos eran colonialistas y servían al colonialismo, los aciertos debían serlo igualmente, y servirlo mejor. Los equívocos pueden denunciarse, los aciertos exigen que se les enfrente una descripción más adecuada. Las estrategias moralistas tienen ese inconveniente: se suelen cebar en los pecados capitales, pero no se interesan en saber por qué es tan fácil cometerlos. Rechazar la noción de ciencia ha acabado por ser una trampa costosa para los que la criticaron: ahora tienen que limitarse a abuchear los relatos de la crisis que recitan sin alterarse los expertos, y pueden sentir que hay algo falaz en esa descripción que, sin embargo, resulta tan coherente, sobre todo porque no se sabe de otra. El Oriente de los orientalistas puede ser espúreo, pero es el único que Said nos dejó.

jueves, 21 de junio de 2012

**Por hablar de Hopper

Sé de Edward T. Hopper lo que dicen de él los paneles de la exposición del Museo Thyssen-Bornemisza. Que poseía una sólida formación académica, que dejó a un lado la fascinación por Paris y sus vanguardias para dedicarse a una pintura inequívocamente americana -tanto que ha dejado abundantes huellas en la más americana de las artes, el cine. Que es el pintor de la soledad y la banal austeridad de las ciudades modernas, de las viviendas mudas en el litoral frío del noreste, de las miradas casuales de una ventana a otra; el pintor del aburrimiento sombrío, de los noctámbulos perdidos a la luz de los neones. Que esa tristeza fría bebe de la experiencia de la Gran Depresión. Que quizás su obra sea la contribución más clara del siglo XX a la gran pintura perspectiva – o sea, mucho más que objetos, paisajes o figuras sus cuadros retratan una mirada: la del pintor/espectador. O un conjunto de miradas, las de los personajes (a veces toscos muñecos) que aparecen en sus pinturas. M, que me ha llevado a la exposición, me comenta que el pintor/espectador es un mirón: no conoce a los personajes, nunca se acercará a ellos, los espía de lejos. Ve gestos y posturas casuales que nunca adquirirán sentido. No posan, no son conscientes de que alguien los mira, no les importa. Muy raramente se miran entre sí, en realidad no miran a ninguna parte.
Hopper no interpretaba sus cuadros y dijo alguna vez que todo lo que había que decir de ellos ya estaba en el lienzo; y es verdad, se puede saber casi todo sin recorrer a otra fuente. Su autorretrato, el único rostro que mira al visitante en toda la exposición, es fiel a lo que se ha dicho del autor: introspectivo, conservador, franco, discreto. Tiene ese tipo de dignidad que se asemeja a una transacción con dinero al contado: no pide ni da ni debe.





Su biografía brilla por anodina en ese panteón de los pintores que siempre se mueren de hambre, se cortan una oreja, enloquecen a sus mujeres o se exilian en los mares del sur. Se entiende que toda esa exageración debe oírse en los cuadros que esos monstruos pintaron, y sin embargo es posible que en los de Hopper su vida se oiga aún más sin necesidad de gritos. Nacido en una familia burguesa que incentiva sus dotes artísticas, recibe una formación de altura, realiza todos los estudios y los viajes necesarios a Europa, trabaja como ilustrador de revistas sin concesiones a la bohemia. Se casa con una compañera de profesión que se mantendrá a su lado hasta morir puntualmente pocos meses después que él, y colabora con él en cuadros tan casuales en la apariencia como minuciosamente estudiados. Obtiene un considerable éxito de ventas, y una vida muy desahogada aunque su trabajo sea lento y meticuloso y enfrente largos periodos de improductividad. Con su esposa compra una casa junto a la playa en Cape Cod, Massachussets, cuyo faro retrata varias veces.






Su pintura es ciertamente americana: los grandes espacios (son los de Nueva York o la costa este americana, pero podrían ser los de Uruguay o Buenos Aires) permiten retratar soledades de verdad, espontáneas, algo muy diferente de las vistas de la Paris de Utrillo o la Madrid de Antonio López, donde las calles vacías, tan improbables, son más bien como un desnudo arquitectónico. Decir que su melancolía sea la de la Gran Depresión es una pequeña licencia ideológica. No ya porque buena parte de su obra más famosa se ejecute en la época más pujante del american way of life sino porque lo que él retrata no son frutos de la quiebra sino de la plétora del sistema: sus personajes no son parias del capitalismo sino esos mismos que sonríen triunfantes -esposo, esposa e hijos felices- en los carteles publicitarios. Hopper los espía y los capta desprovistos de su pose.





Una y otra vez pinta parejas quizás tan plenamente realizadas como la suya pero que en sus cuadros aparecen unidas por el tedio, indisolublemente. Es casi provocador que una de las más desoladoras aluda a una casa que bien podría ser la suya, en Cape Cod. O mujeres solas en cuartos de hotel. O un erotismo (?) desencantado, de cuerpos ajados y miradas furtivas. La radicalidad de otros se ceba en fugas imposibles, la de la pintura de Hopper, y del mundo que él celebra, consiste en una conformidad casi heroica con lo que hay.