martes, 20 de diciembre de 2011

Lu Xun y la China caníbal

Lu Xun era estudiante de medicina en Japón cuando, entre las diapositivas de actualidad que un profesor proyectaba para rellenar el tiempo sobrante de sus clases, vio una imagen que marcaría su vida. Un compatriota chino, maniatado, rodeado por otros chinos imperturbables. Era un trabajador acusado de espionaje a favor de los rusos (eran los tiempos de la guerra ruso-japonesa) que iba a ser decapitado para servir de ejemplo. Los otros estaban allí para presenciar el hecho. En el prólogo a su primera colección de cuentos, LuXun contó esta anécdota -invariablemente repetida en cada semblanza corta o larga que se haga del autor- y lo que ella le hizo pensar: “la gente de un país débil y atrasado, por fuerte y sana que sea, sólo puede servir para servir de ejemplo, o para presenciar ese espectáculo fútil; y así no importa realmente cuántos entre ellos mueran de una enfermedad” Así, dejó la medicina y –signo de aquellos tiempos- optó por la literatura.



Hasta su muerte, a los cincuenta y cuatro años en 1936, escribió un buen número de cuentos, poemas, y sobre todo ensayos que lo habilitaron para ser aclamado hasta hoy como fundador de la literatura china moderna. A ello contribuyó también la suerte, que impidió que fuese tenido por trotskista en los años 30, y lo llevó tempranamente al otro mundo, allí donde era más difícil caer en alguna herejía. Aunque lideraba una alianza de escritores izquierdistas, no se hizo del Partido; el Partido lo hizo suyo, lo que exige una cierta disciplina incluso para un muerto. Mao Tse Tung, un admirador ferviente de su obra, hizo notar que su negra ironía, un látigo contra la decadente sociedad que le tocó vivir, no era un ejemplo que se debiese seguir en la literatura socialista, donde las cosas deben ser dichas sin rodeos y de modo que todo el mundo pueda entenderlas.

Las revoluciones tienen sólo medio sentido del humor. Pueden reírse, en los relatos melancólicamente socarrones de Lu Xun, del modo en que los chinos de principio de siglo administraban su coleta –esa marca impuesta por la dinastía Qing-, cortándosela si triunfaba la república, dejándosela crecer si el emperador amenazaba con volver, o recogiéndosela en un moño si la situación era indecisa. Pero sería inconveniente que esas observaciones se extendiesen a la vida bajo un nuevo régimen. O pueden divertirse con ese desgraciado de Ah Q, el personaje más famoso de Lu Xun, prototipo del más miserable de los chinos descamisados –literalmente, pues tiene que vender su camisa para pagar una multa- que quiere ser revolucionario pero acaba siendo fusilado por ladrón, porque cuando la revolución triunfa no es revolucionario quien quiere sino quien puede –los mandarines de siempre. Claro que se trata de la revolución burguesa de Sun Yat Sen: ¿alguien osaría decir que una revolución socialista tiene también sus Ah Q?

Los comunistas tuvieron menos problemas para adoptar el otro recurso literario de Lu Xun, esa sustancia de pesadilla que gotea de sus relatos, a través de la corteza naturalista o costumbrista, y que se hace explícita en el Diario de un loco, quizás su cuento más conocido. El autor del diario va descubriendo que el mundo que le rodea está poblado de caníbales. No es una pesadilla genérica: se alimenta de giros del habla china (esa madre airada con su hijo al que amenaza con “arrancarle unos bocados”) o de consejas edificantes chinas (la idea de que un pedazo de carne que el hijo corta de su cuerpo puede aliviar la salud de sus viejos progenitores enfermos) o, en otros cuentos, de detalles como ese rollito untado en la sangre de un ajusticiado que un médico ofrece como fármaco infalible. Ese canibalismo chino –fundamentalmente imaginario, como casi todos los canibalismos- tiene su peculiaridad. No es como el de las tradiciones europeas –un régimen alimenticio de seres monstruosos, ogros, vampiros, brujas- ni como el de los indios americanos, una predación que organiza las relaciones entre humanos, dioses, espíritus y animales. La versión china de la pesadilla habla de un canibalismo consanguíneo, de padres contra hijos; o del estado contra el súbdito, o de la sociedad contra el individuo o el paria, un canibalismo de autoridad. Rumores sobre campesinos hambrientos que consumen a sus hijos pequeños (un terror antiguo, renovado en las hambrunas del Gran Salto Delante de los años 50) o sobre ejércitos autorizados a alimentarse de los derrotados. En China como en todas partes, la verdad de esas historias es muy difícil de establecer, pero no hay duda de que no hay canibalismo, por imaginario que sea, que no hable con verdad de algo muy serio. En el caso chino, de esa omnipotencia de los padres, o de un estado que quiere parecerse a ellos, sobre sus hijos-ciudadanos.
La brutalidad de la revolución cultural –esa epopeya de adolescentes persiguiendo y humillando a sus mayores o destruyendo todo testimonio del pasado en nombre de los nuevos tiempos, algo que se vio también en el México recién conquistado por los españoles, cuando los franciscanos pusieron a los niños a descubrir ídolos ocultos y perseguir a viejos idólatras- se entiende mejor si se piensa que Lu Xun era un autor de cabecera de los jóvenes guardias rojos, y que esos tropeles grotescos de reaccionarios que aparecían en sus carteles de propaganda son herederos directos de los ácidos retratos del escritor. Lu Xun había visto el pasado chino como un ogro viejo que había que destruir de una vez.
Lu Xun concebía sus pesadillas más o menos en la época en que Antonio Machado componía su sombría fábula de la Tierra de Alvargonzález, o aquel verso que describía a España como “un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”. Este entrada puede tener al menos eso de original: no creo que a nadie se le haya ocurrido comparar a Lu Xun con Antonio Machado, aunque los dos hayan vivido obsesionados con el peso de una tradición torpe y rancia, hayan sido ensayistas comprometidos con la regeneración nacional y se hayan aproximado claramente al Partido Comunista. Y aunque a los dos les pese también la relación con sus hermanos también escritores. Machado, el de Caín, concluyó su vida con una guerra en que su hermano se vio inmerso en el otro bando. Lu Xun, el de la china caníbal, guió paternalmente a su hermano menor, también escritor, y quizás lo canibalizó un tanto (el Diario de un loco está escrito por un hermano menor que teme, más que a todos los otros caníbales, a su propio hermano mayor); desde luego, fue con la esposa de este –y no con la suya propia- con quien tuvo su hijo reconocido, un pecado que arruinó sus relaciones y ensombreció la vida privada de Lu Xun. Probablemente Lu Xun no se definiría como “en el buen sentido de la palabra, un buen hombre”. Tampoco todo lo contrario. Pero Machado era capaz de guardar un amor por su rancia patria que cuesta más encontrar en las narraciones de Lu Xun. Lo trágico en ambos es la posibilidad de que la España de charanga y pandereta o la China de las coletas sean más persistentes que lo que ellos creían.

Los cuentos de Lu Xun esbozan con elegancia los mil modos en que lo muerto pesa sobre los vivos: la medicina tradicional china cuya eficiencia se mide por el tamaño de las uñas del doctor, o la Ópera, descrita como un espectáculo decepcionante y mortecino, o la pedantería de los candidatos aprobados en los exámenes estatales, o la mezquindad de esos vecinos que prestan dinero a la pobre viuda del señor Shan para que los harte de comer y beber en el funeral de su hijo pequeño; o la prepotencia con que cualquier poderoso apalea a quien roza un pelo de su honra; o la sórdida tensión entre los fracasados que intentan “salvar la cara” (una expresión china esencial) y sus vecinos que hacen todo lo que pueden por airear su vergüenza. O en suma, para volver al ejemplo mítico que Lu Xun repite en sus narraciones, la avidez con que un público imperturbable va a presenciar una decapitación ejemplar. Si tus uñas son largas, eres sabio; si te decapitan, lo mereces.
El panorama chino que describe Lu Xun es esencialmente el mismo de esa sinofobia que se da un poco por todas partes en Occidente. No por casualidad: él contemplaba China desde el punto de vista ideal de un occidente que no conoció. Pasividad, indiferencia, crueldad, mezquindad, servilismo. Incluso la pieza más sórdida de ese folclore del peligro amarillo - esa que acusa a los chinos de comercializar en sus restaurantes la carne de sus deudos difuntos- parecería sacado del Diario de un loco.
Lu Xun era un ideólogo, como todos los modernistas. Juzga la tradición china filtrándola a través de los años de decadencia de la dinastía Qing, cuando el país había sido aliquebrado por una serie de intervenciones corsarias de las potencias occidentales –la Guerra del Opio, la Guerra de los Boxers- de una brutalidad y desfachatez difíciles de igualar. Seria difícil explicar cómo ese pantano de ineptitud y modorra que él describe pudo servir de base a un país que todos los observadores occidentales, admirados u hostiles, coincidían en señalar como excepcionalmente creativo y rico, no sólo por sus palacios o sus templos sino por sus mercados, cultivos, talleres, canales. A ningún viajero, desde la época de Marco Polo hasta entrado el siglo XIX, escapaba que el nivel de vida de la población china era muy superior al que se disfrutaba en la Europa occidental, y hacía pocas décadas que ese balance había cambiado de signo en los momentos en que Lu Xun escribía. El periodo que va de la decadencia del Imperio Qing al reciente éxito económico de China –menos de dos siglos- ha sido una excepción pasajera en una larga historia en que China fue constantemente la potencia económica global. El oro de las Indias que según Quevedo venía a morir en España no era enterrado, como él suponía, en Génova: por caminos más o menos largos acababa para siempre en oriente, donde compraba los productos de una industria que en Europa apenas daba sus primeros pasos: sedas, porcelanas, mantones, abanicos, té. Y esos dos siglos de excepción no son necesariamente una gloria para el Occidente: comparada con la rapiña a escala planetaria realizada por las potencias europeas desde el final de la edad media hasta el pos-colonialismo, la política exterior china ha sido un prodigio de civilidad (que algunos ideólogos del neoliberalismo han reformulado como falta de iniciativa). Si las presiones occidentales a favor del Tíbet no alteran demasiado a las autoridades chinas no es sólo por las razones económicas bien conocidas, sino porque en el capítulo del respeto a las soberanías ajenas las credenciales occidentales son más bien pobres: un pretexto plausible, ya que no un buen pretexto, para no aceptar consejos.
De todos esos visitantes extranjeros que admiraban la riqueza de China entre el XVI y el XIX, pocos dejaban de meditar sobre un tema crucial: que posibilidad habría de, con una fuerza expedicionaria reducida, hacer allí lo mismo que Hernán Cortés había hecho en México. Las perspectivas eran buenas, porque el ejército chino no parecía muy ducho en guerras exteriores: el Imperio del Centro mantenía a raya a los estados vecinos más que nada por una política de regalos –sobornos, extraños tributos de arriba abajo, algo no tan diferente de la actual inversión china en occidente. Lu Xun admiraba al occidente, una tierra de autonomía y abertura, sin contar con que la libertad occidental siempre se alimentó de su frontera, allí donde era posible para cualquiera abrirse paso en nuevas tierras (o en nuevos mercados) y transferir su servidumbre a otros. El despotismo chino, por su parte, estaba ligado a un relativo desinterés por las conquistas: ¿para qué salir en busca de oro a lejanas tierras, para qué buscar lejos un ejército de esclavos si se puede construir un reino de hijos obedientes capaces de producir todo lo que el oro puede comprar? Los ilustrados del siglo XVIII -especialmente Voltaire – admiraban aquella dictadura de letrados, en que militares y eclesiásticos tenían poco que decir: valía la pena, a cambio del progreso de las luces y la riqueza, someterse a un estado ingente e impenetrable; sólo Rousseau, que tantas chanzas se ganó por ello, entendió que más valía recuperar la desnudez de los salvajes y con ella la libertad y la autonomía. Se dice que el Occidente contemporáneo es hijo de la ideas de Rousseau, pero la criatura de hecho se parece mucho más a la China milenaria, con su burocracia extraterrena pública o privada y esos inmensos rebaños humanos que solemos identificar con los chinos para no tener que reparar en que se nos parecen mucho.
No está claro, a fin de cuentas, si Lu Xun odiaba al ogro debilitado por ser ogro o por haberse tornado débil. Mao Tse Tung le restauró la salud, en un nuevo formato que quizás no sea tan nuevo, una buena razón para que el fundador del comunismo chino continúe siendo cultuado en un país que, dicen, no tiene mucho de comunista. Mao recuperó algunos instrumentos de la China Imperial -su propio culto,por ejemplo- y Lu Xun también se dedicó, al fin, a reescribir viejas leyendas y una historia de la literatura de su país. Tiene muchas estatuas en las ciudades chinas (dicen que no hay otro escritor con tantos monumentos); y de un modo u otro, después de muerto, se ha reconciliado con el caníbal, a quien la carne fresca mantiene con excelente salud.

martes, 13 de diciembre de 2011

Esclavos felices

La literatura romántica, y después el cine, han creado una imagen épica del esclavo: cubierto de harapos, encadenado, fustigado por un látigo continuo y siempre listo para sublevarse en masa, aunque sea armado con un pedrusco. Se puede encontrar un esclavo muy diferente en un libro ya viejo, Anthropologie de l’esclavage, de 1986, basado en datos de más de un milenio de esclavitud en el África subsahariana –muy próximos, por lo demás, a los que tenemos sobre la esclavitud en el próximo oriente o en el mundo clásico mediterráneo -en las plantaciones de toda América tuvo algunas peculiaridades que no se tratan aquí. Las cuentas que su autor, Claude Meillassoux, hace para articular esa esclavitud con una descripción marxista de la historia pueden parecer de época, pero el modo en que caracteriza la institución es hoy mismo muy sugestivo.
El esclavo es un extranjero, producto del saqueo de poblaciones más débiles o más dispersas –mejor cuanto más lejanas. El concepto de libertad, como revela la etimología, surge de una imagen vegetal - los libres son los que han brotado y crecido juntos, mientras el esclavo es un extraño, lo contrario de un pariente. Aún se llama liber a la parte interior de la corteza de los árboles. Los libres forman un haz, los esclavos están sueltos. No tienen patria, no tienen familia, no tienen edad. No han nacido –nacieron alguna vez, sí, pero ese hito inicial fue abolido cuando fueron capturados ya en pie; los recursos naturales no tienen fecha de bautismo. Se les priva de personalidad, son niños perpetuos cuya única relación es la que mantienen con su amo, un padre ficticio con poder de vida o muerte del que dependen para todo; de por sí no tienen religión, cultura ni vergüenza.. No tienen en rigor sexo: en un mundo que define minuciosamente las tareas que cada sexo debe y no debe ejercer, los esclavos pueden ejercer cualquiera, las esclavas pueden ser cargadoras, guardaespaldas o verdugos, los esclavos camaristas o putos. Los esclavos, y eso es importante, no se reproducen. De hecho, un esclavo eunuco alcanza precios exorbitantes: es la quintaesencia de un esclavo. Por todas partes, la fertilidad de los esclavos –a eso se ha dado todas las explicaciones posibles- es bajísima, lo que es bueno para el amo porque criar los esclavos en casa acaba con lo que los hace verdaderamente rentables: arrancarlos, ya criados, de su lugar original y extraer de ellos el esfuerzo que no se gastará en criar una descendencia. Y además un esclavo de casa ya no sería tan esclavo, tan ajeno. El esclavo está solo, aunque se pierda en medio de una multitud de esclavos tan solos como él. Eso puede parecer contraintuitivo, y hasta dudoso si no fuese por un dato negativo: las sublevaciones de esclavos fueron raras, rarísimas. La de Espartaco consiguió su fama duradera por ser casi la única, en el mismo lapso de milenios en que las insurrecciones de campesinos sujetos a la servidumbre se podrían contar por millares. La única diferencia que explica esa diferencia es que los siervos de la gleba tenían con quién y por quién sublevarse; a pesar de toda la opresión que sufrían eran parte de un conjunto, eran etimológicamente libres. Hay, claro está, insurrecciones de un esclavo aislado: la fuga, el asesinato del capataz o del amo: todo un horrendo aparato de represión fue creado para prevenir ese tipo de reacción, no las sublevaciones en masa que nunca llegaron, ni siquiera en lugares donde el número de esclavos sobrepasaba en mucho al de libres y no había milicia suficiente para vigilarlos.
El destino más común del esclavo era ser exprimido hasta la última gota (la manumisión fue con frecuencia un expediente para no tener que mantener a esclavos viejos que habían dejado de ser productivos) haciendo el trabajo sucio o pesado del que se eximía a la población libre, o la parte más afortunada de esta. Pero era imposible que no se descubriesen otras virtualidades de la condición esclava. En palacio, por ejemplo. Los reyes podían vivir abrumados en medio de esa maraña de relaciones, derechos e intrigas que constituía la libertad de los libres, sus parientes. ¿En quién puede confiar el rey más que en sus esclavos, que no lo tienen sino a él? Proliferan los esclavos alzados a la categoría de consejeros y primeros ministros, validos y regentes. Un esclavo puede ser el administrador de la sucesión real, por estar a igual distancia de todos los linajes de los diversos pretendientes; como esclavo no tiene herederos legítimos a los que dejar el poder. No puede favorecer a una familia que no tiene. Más aún: ¿en qué fuerza podría apoyarse el rey mejor que en la de sus esclavos? Parece haber algo de absurdo en la idea de formar un batallón de esclavos y darles armas, pero el caso es que con ellos se han formado cuerpos de policía o ejércitos. Muchas veces son ellos los que se ocupan de la captura de nuevos esclavos, muchas veces, también, son ellos los que ejecutan la opresión de la población libre, obligada a pagar los pesados impuestos que exige mantener un palacio caprichoso, y mantener también, oh paradojas, a ese mismo ejército de esclavos. El aislamiento del esclavo permite que lleguen a existir el esclavo rico, el esclavo dueño de esclavos, el esclavo que mantiene bajo su látigo a los ciudadanos libres. Siempre, verdad sea dicha, en virtud de una gracia que el amo da y el amo quita. Como decía un viejo proverbio africano, el piojo del rey es rey también.
Pero las paradojas de la esclavitud no se acaban ahí, y se extienden más allá de lo que cuenta el libro de Meillassoux. Si se pudiese hacer abstracción de la cadena que lo ata al amo, sorprende ese retrato del esclavo: exento de lazos familiares y de fidelidades, un desarraigado que no pertenece a ningún lugar, que no debe lealtad a códigos de honor, a creencias o a banderas, que no se verá atado a matrimonios ni hijos, que es un muchacho perpetuo, un menor de edad cuyas acciones o accidentes siempre remiten a una voluntad ajena, que no está sujeto a convenciones de sexo –siempre fue en el seno de la esclavitud donde la sexualidad podía tomar cualquier forma- y que en suma es infinitamente moldeable, capaz de todas las posibilidades. Si se pudiese olvidar que ese sujeto está encadenado a la voluntad arbitraria de un amo –que es la que le exime de toda otra sujeción- ese retrato correspondería a lo que ahora se entiende por el ejemplo supremo de un individuo enteramente libre.
Para hacer verosímil esa transposición está el cine. Recordemos, para dar un excelente ejemplo, el Espartaco que Kubrick dirigió casi por casualidad (y cuyo guión escribió bajo pseudónimo el comunista Dalton Trumbo, que estaba en la lista negra). En la película, los esclavos rompen sus cadenas y entonces se descubren libres e iguales; sus amos seguirán atados a supersticiones y prejuicios pero ellos no, son ciudadanos rebeldes, que practican una solidaridad desinteresada y emprenden relaciones amorosas limpias de ataduras y cálculos. No es, o no es sólo, que el cine idealice: es que la idea de libertad que apreciamos ahora no procede de aquel antiguo concepto de libertad, el de la etimología, que a estas alturas puede parecer excepcionalmente engorroso; tiene que ver más bien con una versión feliz de aquella esclavitud que sustituyó todas las ataduras por una sola. Ser libres como los antiguos libres sería hoy por hoy muy poco –preferimos ser los libertos, y quizás los herederos, del difunto amo.
Claro está que las cosas pueden ser en realidad menos halagüeñas. Quizás el amo no ha muerto; se hace el muerto y sigue operando en la sombra. Es lo que sospechan los antisistema, que sin embargo difícilmente quieren imaginar lo que era el mundo sin amo: prefieren perseguir al amo allí donde se encuentre –en las normas, en las costumbres, en el léxico- para matarlo, o sugerirle educadamente que abdique. Pero el amo siempre ha sido un poco sordo. Con los años quizás se haya vuelto inmortal, tal vez no pueda desaparecer ni aunque quiera.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Silvio y la basura

Silvio Berlusconi ha conseguido una hazaña rara, muy rara: a estas horas, hacer su elogio póstumo le resultaría más fácil a un enemigo que a sus seguidores fieles de años y años. Porque no creo que la Iglesia Católica esté muy dispuesta a reivindicar su papel en defensa de la familia, la moral o el sentido cristiano de la vida, ni que algún representante de las finanzas o las grandes empresas lo siga prefiriendo al caos y a la amenaza comunista, ni que los partidos de la Liga Norte lo señalen como una garantía contra la amenaza hortera de los meridionales, ni que lo echen de menos sus supuestos aliados de la derecha europea. En realidad todo indica que no ha sido derribado por ningún 15-M ni ninguna primavera italiana. Quienes lo han quitado de en medio son los suyos, si es que Berlusconi tiene alguien a quien pueda llamar “los suyos” además de sus empleados, en nómina o fuera de nómina.
Claro está que no soy italiano, y más claro aún que si lo fuese no habría votado nunca a Berlusconi, y probablemente habría descorchado alguna botella para celebrar su salida. Pero por eso mismo estoy plenamente habilitado para hablar en su favor: qué gran artista pierde el mundo.
Sé menos que poco de la política italiana, pero sé algo que pocos italianos saben. En Brasil, donde vivo desde hace veinticinco años, Silvio estuvo cerca de llegar al poder pero no llegó. Me explico. En las primeras elecciones directas de la democracia brasileña, cundió el entusiasmo de muchos y el pánico de muchos otros cuando se supo que Silvio Santos pensaba presentarse a las elecciones presidenciales. Silvio Santos era (es) el dueño del SBT, que por aquellos tiempos era (sigue siendo) uno de los principales canales de televisión. Era (sigue siendo) un canal popular o populachero, competidor directo de la Globo, esa televisión brasileña casi oficial, de estilo impecable y un poco relamido que alguien vino a llamar la Venus Platinada (“en la Globo, hasta los negros salen guapos” dijo una vez, con su peculiar sentido de la oportunidad, un líder histórico de la izquierda brasileña).

En la SBT, por el contrario, todos salían feos, y casi pareciendo felices de serlo. Empezando por su dueño, que todos los domingos protagonizaba un larguísimo programa en el que recorría el auditorio con un micrófono de mesa colocado sobre el pecho con un armazón. Allí alegraba la tarde de asueto con números como el “Préstate a todo por dinero”. Silvio gritaba “¿Quién quiere dinero?”, agitaba billetes, hacía avioncitos con ellos y con ellos recompensaba a los que se disponían a conseguir delante de una audiencia masiva sus cinco minutos de ridículo. Al margen de la masiva publicidad de la emisora –cacofónica y libertada de cualquier coartada estética- el grupo empresarial de Silvio Santos lucraba enormemente con empresas como la Liderança Capitalização o el “Baúl de la felicidad”, una empresa a medio camino entre una lotería, un sistema de crédito popular y un almacén de baraturas, que su televisión difundía a los cuatro vientos y tenía millones de clientes cautivos. En algún momento, los noticiarios de la SBT contrataron, para ganar respetabilidad, a un periodista famoso, Boris Casoy, que puntuaba sus comentarios de la política nacional con el estribillo ”Esto es una ver-güen-za” mientras en la pantalla proliferaba la carnaza y la sangraza, probando una vez más que la moral en parte alguna se siente más a gusto que en medio del escándalo. El caso es que Silvio Santos, uno de los hombres más ricos del país, con una fortuna surgida prácticamente de la nada, quería ser presidente, y estaba a la busca de un partido de alquiler. Y todo el mundo tuvo claro que él, el adalid de la telebasura, podía alzarse con la presidencia. Lo tenía todo: no era un político, era inmensamente rico (una creencia extendida supone que quien está en esa condición “no necesita robar”), tenía todo un sistema de comunicaciones a su favor, y “pertenecía al pueblo” de una de las muchísimas maneras en que esa vaga virtud puede darse.
Pero no pudo ser. Los políticos profesionales probaron ser negociantes más duros que el veterano vendedor, o se mostraron lo suficientemente corporativos como para impedir el paso a un advenedizo. Su candidatura fue anulada, dejando más llano el camino de Fernando Collor, también dueño de un sistema de comunicaciones, que venía de una vieja casta de políticos pero acabó siendo depuesto porque se empeñó en comportarse, también él, como un advenedizo...

En Italia, cuna del renacimiento, la ópera y la ciencia política, Silvio, el otro Silvio, tuvo éxito, y después de colaborar estrechamente con un primer ministro (socialista) que apoyó decisivamente el ascenso de sus empresas, optó por evitar intermediarios y se convirtió él mismo en primer ministro, probando que magnates de las comunicaciones llamados Silvio tienen una alta probabilidad de ascender al poder. Los países son diferentes y las personalidades también (el Silvio brasileño, de ascendencia sefardita, no se ha privado de decir barbaridades, pero ha llevado una vida familiar morigerada) pero los dos Silvios muestran curiosos paralelos. Para empezar, en sus primeros negocios: Berlusconi era cantante en cruceros por el Mediterráneo, y Santos, que ha grabado algunos discos, entretenía con una radio por altavoz a los pasajeros de las barcazas Río-Niteroi. Más obviamente significativas son las historias paralelas de su engrandecimiento: concesiones televisivas obtenidas con manejos políticos dudosos en las que se emitía esa morralla que creó tendencia. Cuando se habla del gancho político de tales personajes se habla de populismo y, con más severidad, de fascismo, lo que es más fácil en el caso de Berlusconi. Los fascistas eran populacheros y poco escrupulosos, pero no puede decirse que no llegasen a ganar muchos votos. Hitler, como todo el mundo sabe, llegó al poder en unas elecciones. Hay, claro, alguna cosa nueva en el liderazgo popular de los Silvios: ya no apela a imperios milenarios, estandartes esotéricos o ceremoniales pomposos, más bien al consumo dominguero, al enriquecimiento mágico, al desprecio por la gentuza (marginales o inmigrantes), y a la crudeza satisfecha de los que están un palmo encima de ella. Quizás sea, sí, una especie de fascismo sin atrezzo.

Al Silvio italiano lo han sacado de su asiento los mismos que al Silvio brasileño no le dejaron entrar. Como ha dicho algún comentarista, los de arriba han sacado del poder a un personaje a quien una amplia mayoría de su población había puesto allí por voto democrático. En realidad lo ha depuesto una alianza de designios tecnocráticos y prejuicios elitistas, porque a fin de cuentas, ¿qué se puede decir en su contra? ¿Qué deja su país enmarañado en un caos económico y sembrado de sentimientos venenosos? Bien, eso no es muy original, parece que muchos han llegado al mismo punto con estilos muy diferentes. ¿Que su principal actividad ha sido hacer medrar sus empresas y promulgar leyes que lo ponen a salvo, a él y a sus empresas, de la justicia, y que es obsceno que uno de los hombres más ricos del país sea su gobernante? Pero no seamos hipócritas, ¿no es mejor entenderse con el amo de la tienda que con sus empleados? Berlusconi en el poder habrá ocultado algunos negocios sucios, pero le ha dado transparencia al mayor de todos.
¿Y qué, si organiza orgías y además presume de ellas, y además prodiga chistecitos procaces cuando se encuentra con los otros primeros ministros? Eso muestra por lo menos que ni miente cuando presume, ni disimula cuando lo hace, ni cambia de tema cuando cambia el burdel por una reunión en la cumbre; eso se llama coherencia, y no parece que a su electorado todo eso le haya preocupado mucho. El electorado italiano es antiguo y sabio, y sabe que el exceso de poder y de dinero siempre se gasta, en primera instancia, en putas. ¿Qué ha puesto en pie políticas xenófobas? ¿Que llama a Angela Merkel “culona inchiavabile”? ¿Que dice pestes del Poder Judicial y de la Prensa? Vox Populi, Vox Dei. ¿Que hace gracias con el Holocausto, los Vuelos de la Muerte en Argentina, Mussolini y el color de Obama? Bien, es que a la gente, en el fondo, le inquieta sentir que su lider es un buen hombre, como le inquieta sentir que su perro guardián es manso, pero también le acaba cansando que se finja un buen hombre, qué aburrimiento esos jefes de estado standard que dicen sólo lo que tienen que decir.



En resumen, a Berlusconi le tienen inquina por las mismas razones que a Julian Assange: por poner a la vista de todos aquello que es irremediable que ocurra por debajo de la mesa.

Lo que se podría decir a favor de los dos Silvios es más o menos lo mismo que se suele decir del tipo de telebasura que ambos han promovido a gusto: es lo que la gente quiere. Quienes han quitado de en medio a Berlusconi saben bien por qué ese argumento es falso, y han acabado obrando en consecuencia. Pero no lo han hecho, ni lo hacen ni lo harán, a respecto de otras cosas que seguirán ofreciendo a la gente porque, según dicen, la gente quiere: televisión-basura, hipotecas-basura o basura-basura.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Cadáveres comparados

En octubre de 1967 Muammar el Gadafi, oficial de veinticinco años, debía estar ya preparando el golpe que le llevaría al poder en Libia dos años más tarde. Muy lejos de allí, en Bolivia, uno de sus héroes, Ernesto Che Guevara, era asesinado por militares del país en alianza con la CIA. A veces me he preguntado por qué el cadáver del Che, preservado con inyecciones de formaldehído, fue compuesto y exhibido con aquella austera solemnidad en el lavadero del hospital de Vallegrande, donde curiosos de todo tipo -incluso las monjas del hospital- acudieron a visitarlo y a obtener reliquias suyas. Ya se sabía de sobra en aquellos tiempos que no es bueno convertir a un enemigo abatido en un mártir glorioso, pero fue eso lo que se hizo cuidadosamente. Los verdugos del Che evitaron dispararle al rostro porque pensaban contar que había muerto en combate, y las fotografías se tomaron para que el mundo no tuviese dudas de su muerte. Pero eso no acaba de explicar esas composiciones que parecen copiar –muchos lo han notado- la del Cristo Muerto de Mantegna o la Lección de Anatomía de Rembrandt: el escorzo, la digna cabeza sostenida por las manos de un militar, el gesto contenido de los presentes.

Los retratos de enemigos muertos abundan, y en general van de lo horroroso a lo vejatorio pasando por la imagen burocrática de frente y perfil; allí no hubo nada de eso. Quizás la razón la haya dado hace mucho Félix Ismael Rodríguez, un anticastrista al servicio de la CIA que transmitió la orden de ejecutar al Che y se encargó después de su cuerpo, un hombre locuaz que no ha tenido inconveniente en contar cómo heredó su asma (el hombre que apretó el gatillo heredó solo su reloj). Basta leer sus declaraciones para percibir que el Che fue muerto por hombres que de algún modo lo veneraban, y eso añadió algo a su larga y rica vida póstuma.
Aunque no sé si eso debería convencer a quienes entienden que ni una hoja se mueve en algunos rincones del mundo sin que lo sepan y determinen los Poderes Imperiales. Si es así, las manías de Rodríguez no serían explicación suficiente y habría que admitir que los poderes imperiales querían que la izquierda latinoamericana tuviese para siempre su símbolo en aquel mártir aún joven.

El cadáver de Gadafi ha tenido peor suerte. Gadafi ha muerto demasiado tarde, ya viejo, ya contaminado por muchos años de poder y en un mundo donde muchos se ocupan de maquillar la muerte pero nadie de embellecerla. Su velorio ha sido mucho más improvisado y sin embargo, también, mucho más previsible. En torno al cadáver de Gadafi se ve un enjambre de teléfonos móviles que sacan fotografías: es una imagen de las imágenes que se toman del cadáver, un linchamiento del linchamiento.

La OTAN no ha enviado al lugar un maestro de ceremonias y a pesar de ello el resultado es más inequívoco. Un cuerpo envilecido, arrancado según dicen de una alcantarilla, arrastrado por el suelo; una imagen ejemplar de cómo acaban –alguien ha dicho así- los que gobiernan a sus pueblos con puño de hierro, o los que defienden intereses espurios que no son suficientemente fuertes. El cuerpo ha sido expuesto a la afrenta pública, después recogido a la cámara frigorífica de un mercado y por fin enterrado de modo más que discreto para que su tumba no sirva de lugar de peregrinación –ya se sabe que habrá razones para que alguien peregrine. Los líderes mundiales hablan de su muerte como de la extracción de un quiste, sin concesiones a esa etiqueta que recomienda un gesto pesaroso cuando se habla del óbito de cualquiera. Verdad es que esa etiqueta siempre ha sido nada más que eso, etiqueta, y que si nos empeñamos en ser sinceros fuerza es reconocer que no todo muerto la merece. Pero hay algo más, y es esa sugerencia, que alguien ya habrá expresado, de que sin Gadafi el mundo es un lugar mejor para vivir. Por desgracia, la mejoría no se ha notado en otros casos semejantes, de modo que ese optimismo es excesivo. Pero quizás este mundo que ya no aspira a perfecciones exija en cambio una maldad perfecta. En la época del Che los políticos cultivaban el carisma –piénsese en De Gaulle, Kennedy o Mao- ; ahora cultivan la insipidez y se esfuerzan en parecerse unos a otros. Por el contrario parece que cada villano es incomparablemente ruin. No está completo si, además de ser tiránico y asesino, no es también inmaduro, hortera, obtuso, pedófilo, hipócrita, incestuoso o está atascado de colesterol, o mejor aún, reúne todas esas cualidades. Por un lado, eso quiere decir que los criterios se han vuelto más sistémicos, y ya no se cree que alguien pueda ser bueno o malo solo a sus horas. Por otro, indica un horrendo pesimismo no declarado, porque supone que países casi enteros son lo bastante cretinos o perversos para dejarse llevar años y años por esos dechados de carisma al contrario. Y porque muy poco convencido debe estar el sistema de sus virtudes cuando necesita que sus enemigos sean tan indiscutiblemente viles.
Hay quien dice que la muerte se ha convertido en tabú. Puede ser, pero los tabúes son muy ambivalentes. Hace un tiempo, se llamaba al fotógrafo para hacer un retrato del cadáver para el álbum familiar. Incluso quien no llegaba a tanto veía con normalidad la exhibición de un jefe de estado muerto en su ataúd rodeado de velas y flores; en compensación, las películas, incluso las de terror, mataban a sus personajes con tiros o cuchilladas limpios, a lo sumo con una mancha de sangre que parecía una escarapela. Ahora, cualquier exhibición de cadáver en las páginas de un periódico serio debe hacerse con cautela, y si se muere un ilustre la última foto que se escoge para dar la noticia es su foto póstuma; pero la industria del cine (que equivale a la historia sagrada de otros tiempos) contrata consultorías de matarifes y forenses para que su casquería sea más verdaderamente horrenda. A los cadáveres de ahora les pasa lo mismo que a los caudillos del Eje del Mal: sólo deben aparecer en público con su peor aspecto, y Gadafi acabó reuniendo hace más o menos un mes las dos condiciones.
En los años sesenta, los enemigos del Che podían decir muy malas cosas de los comunistas, pero la expresión telón de acero era mucho menos categórica que la expresión eje del mal. Estaban lo bastante seguros de la bondad de su causa que podían permitirse un bello cadáver como enemigo. Ya no, y lo que da más miedo de esa criatura de photoshop que es el (ya no tan) Nuevo Orden Mundial es la calidad de los enemigos que necesita.

martes, 8 de noviembre de 2011

Inside Job

Inside Job, o Trabajo Interno como se ha traducido al español, es un documental dirigido por Charles Ferguson y de sobra conocido. Ha ganado un Oscar por su explicación de esa crisis financiera también de sobra conocida. Merecido, desde luego, por ese empeño en explicar a un público lego qué es lo que ha ocurrido -aunque el público lego se las vea y se las desee para acompañar la vertiginosa sucesión de maniobras que describe: es, desde luego, una película mucho más verbal que visual- y por la desagradable tarea que se tomó al entrevistar a personajes que en su mayor parte preferían no decir nada, o se arrepentían cuando accedían a decir algo.
No voy, claro está, a resumirlo. Me limito aquí a apuntar algunos aspectos impagables de lo que cuenta.
Uno, casi el epílogo de la película, es la sospecha (sospecha es aquí un eufemismo) de que los principales autores o fautores de la crisis no se han retirado de la escena con pingues recompensas, como a veces se dice. En general, ellos han sido confirmados o llevados de vuelta a sus puestos de dirección de la política económica global. El público ignorante supone que si hicieron a sabiendas lo que hicieron deberían haber sido enjaulados, y si lo hicieron sin saber despedidos como inútiles. Pero parece que al actualísimo método neoliberal le pasa lo que al palo de cavar del neolítico: sólo funciona empujando hacia abajo. Reducir gastos despidiendo a ejecutivos inútiles o nocivos parece ser el último recurso de las empresas. En España sólo los deudores son responsables en los préstamos hipotecarios irresponsables y en Estados Unidos (lo cuenta David Graeber en un libro reciente) los bancos que vieron sus deudas condonadas por el dinero público ahora se esfuerzan en atenazar a sus deudores: la prisión por deudas, una práctica penal vieja, contemporánea de la picota y la horca pública, va siendo actualizada.
Otro, casi delicioso de tan siniestro (¿será verdad?), es eso que dice a Ferguson, en correcto inglés, un dirigente económico chino: con el fin de la guerra fría, una pléyade de físicos y matemáticos que trabajaban en la carrera armamentista fueron a buscar trabajo en el mundo financiero, el único que ofrecía posibilidades comparables a las del viejo complejo militar-industrial. Por lo que se deduce de la película, ellos aportaron a la economía no tanto el saber de su ciencia como una virtud colateral de esta: su ininteligibilidad. Lo que diferencia las arquitecturas financieras recientes de los timos castizos (o de ese timo elegante pero ya muy visto de la pirámide, que llevó a Bernie Madoff a una cárcel donde está, ay, tan sólo) es su galimatías, incomprensible al parecer, eso se dice en la película, incluso para los economistas.

El tercero –muy sensible para quien trabaja en una universidad- es el papel que han tenido en esta crisis los doctos, esas figuras señeras de Harvard que supuestamente deberían saber qué estaba ocurriendo. De hecho más de uno lo sabía y lo dijo. Lo que no tuvo mucha consecuencia, porque en su mayor parte los doctos, en lugar de quedarse en su torre de marfil pontificando, decidieron poner las manos en la masa, o más exactamente hacer eso que los intelectuales hacemos cuando decidimos poner las manos en la masa, que es bendecir con nuestro saber la masa que hacen otros (siempre será posible decir después que el pan no salió bueno por otros motivos) y cobrar por ello. Mucho, en este caso. Del respeto que nos merece el saber habla bien claro que un catedrático de economía pueda estar al mismo tiempo a sueldo de un conglomerado financiero, cuando los ministros de economía no pueden estarlo. Pero qué estoy diciendo: los ministros de economía también lo están, véase el documental.

La película de Ferguson tiene, al margen de la descripción de la crisis, un argumento principal que vale la pena subrayar, a saber el del valor del público para la ciencia. Una de las perogrulladas menos discutidas del mundo moderno es esa de que la expansión y la especialización de los saberes hace imposible que cualquiera pueda entender un ápice de los asuntos que son especialidad de su vecino. El saber está fragmentado. Quién va a discutir eso, cuánta verdad, tanta que hasta puede ocultar falacias de buen tamaño. Nadie que no sea economista o trapecista podrá reproducir las piruetas de quienes lo son, claro está, pero hay una gran distancia entre admitir eso y suponer que una ciencia pueda alcanzar un nivel de realidad absolutamente inasequible para el público. La tesis de Ferguson, autor de la película, es que cuando los científicos –los economistas en este caso- le dicen al público que no hay cómo explicar a los legos los misterios de su arte es porque están cubriendo una estafa.

Ferguson, dicho sea de paso, no es un perroflauta ni un rojo. Ha trabajado largamente como asesor del gobierno americano en asuntos de alta tecnología y es un empresario de éxito que en su día vendió su empresa de software a la Microsoft. No parece ser un antisistema.

A lo mejor por eso, o porque no cabía tanta cosa en un documental, no hace una pregunta que sin duda atendería a la curiosidad del espectador. ¿Cómo tanta gente (millones, muchos millones) estuvo tan dispuesta a embarcar en un viaje que, como ya sabemos por repetidas experiencias, acaba como acaba? No hay engaño suficiente para engañar tanto a tanta gente por tanto tiempo, a no ser que los engañados lo deseen. La respuesta debe estar en otro engaño más básico que sostiene el de los financieros. Hoy mismo se sigue esperando que la infame crisis sea por fin controlada y sea posible reanudar el crecimiento y el desarrollo. O sea, ese sueño de que sea continuamente posible para todos a la par gastar más y acumular más, por mucho que vivamos en un planeta de recursos finitos, gracias a las prodigiosas invenciones de nuestros tecnólogos. En realidad, esa esperanza se parece como un huevo a otro al inmenso timo que Ferguson describe. Más sofisticada que el timo de la pirámide, pero al cabo una versión más del timo de la pirámide; y basada en una fe en la tecnología bastante más ciega que la fe de cualquier fundamentalista.

Otro tema aún más difícil de tratar es si el sueño del desarrollo infinito, realizable o no, sostenible o no, es en realidad apetecible. Habrá muchos convencidos de ello, como hay muchos convencidos de que el cigarrillo es una bendición: por desgracia sólo a estos el ministerio de la salud les advierte cosas.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Modos de sostenerse

Una investigación realizada por la National Geographic y Globe Scan ha situado al Brasil en el segundo lugar de un ranking de prácticas sostenibles, en cuyo primer lugar figura la India. Después quedan otros quince países (Argentina, Australia, Estados Unidos, México, España, Canadá, Francia, Rusia, Suecia, Japón, China, Reino Unido, Alemania, Corea del Sur y Hungría, no necesariamente por ese orden). Los motivos que le han hecho merecer esa distinción son el tamaño (pequeño) de las viviendas, el escaso uso de aire acondicionado, la utilización generalizada del transporte público y la gran extensión del reciclado, especialmente de las latas de aluminio cuya recuperación no está muy lejos del cien por ciento. Brasil sólo ha cedido el primer lugar a la India por causa de su consumo de carne roja, que es un incentivo a la deforestación.
La carne roja es uno de los primeros lujos que en Brasil se permite quien sale de la estrechez absoluta –cosa que en la era Lula ha ocurrido con mucha gente. Y las viviendas diminutas, la falta de aire acondicionado y el transporte público son –ni siquiera los autores de la investigación deben ignorarlo- parte de las condiciones de vida de quien sigue sin tener otra opción. No, desde luego, de la conducta voluntaria de quien la tenga (lo que no puede escandalizar, porque el transporte público es en líneas generales nefando y esas casas pueden ser buenas para el planeta pero no para quien las habita). El reciclado no se debe, por supuesto, al cuidado de los consumidores ni al del estado, sino a la legión de desfavorecidos que encuentran su mejor modo de ganarse la vida hurgando en las basuras.
La investigación, como se ve, no incluye Haiti o Burkina Faso, que probablemente sean aún más sostenibles.
Tal vez fuese más razonable medir la sostenibilidad no por la conducta media del ciudadano sino por la conducta de sus élites, que a fin de cuentas es la que todo el mundo tiende a reproducir cuando tiene ocasión. Quizás no se haga así para no deprimir al globo con mensajes de catástrofe. La investigación de que aquí se trata tiene por lo menos un valor que no hay como refutar: muestra que la sostenibilidad es insostenible, porque sigue dependiendo de quien la sostiene a la fuerza.

lunes, 31 de octubre de 2011

Neblina en el Dorado

En el año de 2000, el periodista Patrick Tierney lanzó su libro Darkness in El Dorado, un largo reportaje que pretendía contar como los científicos y los periodistas devastaron el Amazonas o en concreto cómo devastaron a los Yanomami -o Yanomam, o Yanomamö- un pueblo que se convirtió hace mucho en uno de los íconos de la Amazonia original.
Entre los acusados sobresalían tres: James Neel, un famoso especialista en genética –que había muerto meses antes- al que Tierney imputaba haber provocado una epidemia de viruela entre los indios por intereses de investigación. Lacques Lizot, un etnógrafo francés que describió un cotidiano Yanomami envuelto en una densa atmósfera sexual, de la que sabía entre otras cosas porque la vivió con los muchachos del lugar, a los que hacía frecuentes regalos. Y en fin, Napoleón Chagnon, que, desde 1968 había convertido en un best-seller permanente (se calcula que sus seis ediciones habrán vendido unos cuatro millones de ejemplares) su libro Yanomamö: the fierce people, donde presenta a esos indios como adictos a una extrema y constante violencia que él explica en términos sociobiológicos; pero que al menos en parte se explicaría también por los modos en que él mismo la azuzó durante su estancia. Chagnon habría sido, también, cómplice de las viruelas de Neel.
Aunque las denuncias fuesen muchas más, esas tenían el mérito de componer una trinidad nefanda: los horrores frankensteinianos de la ciencia, la pedofilia y la arrogancia racista del hombre blanco.
El libro causó un revuelo considerable y, como los antropólogos no son demasiado corporativos, lo causó aún mayor en los medios profesionales. Varios colegas ilustres apoyaron la posición de Tierney, promovieron una investigación para esclarecer los hechos, y el debate sobre Darkness in Eldorado se tornó una especie de tradición peculiar de la American Anthropological Association. En particular, las teorías y también el tono siempre un poco matón de los métodos de Chagnon ya desagradaban a muchos colegas, que además le reprochaban su irresponsabilidad –si es que no mala intención- política: su retrato feroz de los Yanomami fue esgrimido con gusto por los invasores de sus tierras, que llegado el caso podían argumentar que estaban llevando la paz a una tierra bárbara.
Pero después de muchos debates, las informaciones de Tierney mostraron algunas debilidades y sus principales valedores (no todos) perdieron su entusiasmo, o pasaron a criticarlo abiertamente.
La mala conducta de Lizot no ha sido, que yo sepa, refutada, y las pretensiones de contextualizarla podrían sonar a malas repeticiones de aquel viejo proverbio que decía que no hay pecado abajo del ecuador: es probable que si hubiese realizado sus investigaciones en Francia estuviese en la cárcel, y de hecho se rumorea que por razones semejantes se encuentra refugiado en Marruecos. Pero es difícil que la denuncia lleve a mucho más o a mucho mejor, porque los más inclinados en castigar esas conductas depravadas más abajo del ecuador suelen aprovechar el viaje para opinar que los propios habitantes de aquellas tierras son depravados y tienen que ser corregidos. Hace cinco siglos que los misioneros están en América empeñados, dicen, en apartar a los indios de todo mal, y aún no han entendido por qué muchos de ellos siguen huyendo y a veces se juntan con todo tipo de canallas.
En el caso de Neel no hay evidencias que permitan diferenciar entre una conducta criminal y los contagios y desastres involuntarios –que no son raros- causados por una inocente campaña de investigación –que era el propósito alegado por Neel. A no ser que se arreglen los datos para solventar esa duda, cosa que al parecer Tierney no se abstuvo de hacer.
En cuanto a Chagnon, sigue vivo y relapso en sus ideas, aunque las haya dulcificado un poco en sucesivas ediciones de su obra y haya insistido en que fierce no sólo significa feroz sino también bravo y orgulloso. Hay un consenso amplio entre sus colegas de que su estilo y su teoría llevan a la bestialización de la humanidad comenzando por los Yanomamö. Hay que decir, de paso, que en la historia americana los pueblos con fama de bondadosos y mansos han sido borrados de la faz de la tierra con más asiduidad que los de reputación feroz. De estos hay muchos que continúan teniendo una presencia significativa, como es el caso de los Shuar (antiguos Jíbaros) o de los propios Yanomami, que por cierto constituyen un pueblo y no, como dicen algunos de sus defensores, un grupo de “últimos supervivientes”. Entre los que han retratado a los indios como demonios contumaces y los que los han presentado como ángeles frágiles es difícil saber quién les ha hecho más daño.

En 2010, el cineasta brasileño José Padilha convirtió en documental –Secretos de la tribu- el libro de Tierney, abriendo la posibilidad de que la polémica vuelva. Por lo pronto no parece que haya sido así, por lo menos entre los antropólogos –incluso entre los que en su día se interesaron por las denuncias de Tierney. ¿Será que se ha decidido por fin barrer las cosas bajo la alfombra? Más bien parece que impone su ley la complejidad y la ambigüedad del contexto. Preocupa que la recidiva del escándalo ponga en peligro campañas de vacunación y otros proyectos de asistencia a los Yanomami que dependen de la credibilidad de agentes a los que siempre alguien puede confundir con mala gente, en un medio muy sensible a los rumores como es el amazónico. Y cierta noción de que lo que ha contribuido más a devastar a los Yanomami no han sido los pecados intencionales de un puñado de científicos perversos, sino el desarrollo económico de la región y la explotación de los recursos naturales que el mundo tanto necesita para inundar sus escaparates. Y junto con ella la cohorte habitual de invasión de tierras indígenas, epidemias de malaria y caos en general. Pero el desarrollo no está en la lista de los pecados nefandos y sus agentes son demasiados y demasiado difusos: denunciarlos es largo y prolijo.

Empresarios morales

José Padilha tiene una carrera interesante. Él es el autor de uno de los documentales más complejos y sensibles sobre la violencia urbana de Rio de Janeiro: Ônibus 174, donde narra el secuestro de un autobús urbano por un joven perturbado, habitante de una favela, que fue ultimado por la policía en un episodio oscuro al final del secuestro. Y también de Diario de una guerra particular donde describe cómo la guerra entre narcos y policías en Rio de Janeiro, rebasando sus objetivos declarados, se vuelve vocación para unos y otros.
No mucho después lanzó Tropa de elite (2007), un estruendoso éxito de taquilla, que para sorpresa general fue aclamado por los entusiastas del primero dispara y después pregunta, y denigrado como fascista por los admiradores de sus películas anteriores. Su héroe es un capitán de una fuerza especial de policía, guapo, incorruptible y dado al uso de la tortura y la ejecución sumaria; su segundo protagonista es un policía novato, inclinado al respeto cuidadoso de la ley y a la colaboración con las ONGs, que aprende con la dura experiencia que la violencia bruta es la única forma decente de tratar con la gentuza (incluyendo sus aliados pacifistas). ¿Apología del exterminio? Padilla se ha defendido diciendo que se ha entendido mal su película, que en realidad es una crítica de la violencia policíaca. Un argumento descortés, porque insinúa que el público ya no es capaz de distinguir los buenos y los malos cuando ellos son presentados sin ambigüedades en la pantalla. Tropa de élite ya ha tenido una secuela, también de gran éxito, en la que Padilha no ha hecho por sacar al público de su error.

Tierney también tiene una carrera interesante. Años antes de denunciar el sensacionalismo con que Chagnon había enfocado la violencia Yanomami, se puso a investigar los sacrificios humanos –de niños- practicados por los indios andinos y por los mapuche chilenos: de ello trata su libro El altar supremo, de 1989. Que esos sacrificios ocurrían en época incaica parece fuera de duda; pero en cuanto a la permanencia actual de la práctica se trataba de un tema peligroso del que, muy previsiblemente, nadie quería hablar. Como Chagnon no había circulado por los Andes, Tierney no dudó de que en este caso hubiese, más allá de prejuicios, una terrible realidad, y se puso a extraerla a cualquier costo. Obtiene una visión sombría de la vida indígena, como la que enuncia en un momento la Machi Juana, su principal interlocutora (y sospechosa) en el caso mapuche:

“Es por causa de esas acusaciones de sacrificar a aquel niño que la policía me puso en la cárcel” -y se puso a llorar cuando recordaba sus experiencias en la prisión. “Me amarraron por los tobillos y me colgaron cabeza abajo como a un puerco para hacerme confessar”... “las personas me odian. Me llaman asesina de nietecitos. Los mapuches son un bando de gente envidiosa, dura y mentirosa”.

Tierney no se conmueve con esas lamentaciones, y piensa:

“Tal vez le pueda ofrecer cien dólares. Si una vez casi habló por veinticinco, antes de la familia interfiriese, tal vez ahora me revele los detalles que faltan por cien dólares...”

Aunque él mismo acabe por tener algunas reservas morales sobre sus procedimientos:

“Repentinamente me golpeó una autocrítica aguda, que mostraba mi horrible comportamiento, al aislar sin piedad, al presionar y sobornar a aquella pobre anciana”.

Pero hay que notar que sus dudas morales no son dudas metodológicas: no le impidieron continuar su investigación y publicar sus resultados. Que a fin de cuentas no tratan de alguna lacra exclusiva de andinos y chilenos. Esa violencia puede ser tal vez un universal humano, como lo prueban los estudios al respecto realizados entre pueblos primitivos, como –cita Tierney- los de Napoleón Chagnon entre los Yanomami. El altar supremo, fuerza es reconocer, no deja incólumes nuestros propios antecedentes culturales, ya que la última parte del libro trata de la Biblia. Allí nos encontramos en el papel de Mal absoluto a Moloch, el ídolo devorador de niños. Según un polémico erudito a quien Tierney reseña largamente, Hyam Maccoby, nunca hubo tal Moloch. Esa abominación fue en realidad un nombre dado a Yahvé, que originalmente apreciaba los holocaustos infantiles. Episodios como el del sacrificio de Isaac fueron reescritos cuando mucho más tarde la religión bíblica optó por abolir el sacrificio humano y convertirse en una religión moral.

Moraleja

Puede que en nombre de la moral se haya inmolado a más gente que por muchos otros motivos; pero habrá quien se consuele pensando que sea lo que sea que se haga es mejor que se haga por buenas razones, y no para saciar el apetito de un dios feo. Padilha y Tierney son empresarios morales de nuestra era. Los caracteriza esa capacidad de estar en el buen lado que ellos llevan consigo donde quiera que vayan. Bien está: si todo el mundo se pasase la vida preguntándose si está libre de pecado, indagando en ambiguedades y responsabilidades difusas, nadie tiraría la primera piedra a donde hay que tirarla. En el mejor de los casos se le echaría la culpa al sistema, que se supone difícil y largo de cambiar, mientras siguen sueltos por ahí monstruos de todo cariz. Nuestra época corteja a los monstruos. Los odia, claro, pero les otorga su reconocimiento: si no fuese por ellos, quién podría tener convicciones firmes hoy por hoy. Es una especie de fariseismo simpático que nos muestra que este sistema nuestro, por injusto que sea, puede hacer justicia en abundancia.

No es el tipo de acusación que puede llevar a un juzgado, pero los antropólogos son acusados también de ofrecer una imagen primitiva, pura y congelada de las sociedades indígenas de la Amazonia. De hecho, Neel y Chagnon se interesaban por los Yanomami para sus indagaciones porque los suponían ajenos a contactos e influencias de fuera. A pesar de eso habría que evitar una idea pura, primitiva y congelada de lo que es la antropología: desde entonces, e incluso antes de entonces, hubo muchos antropólogos que han hablado de los indios amazónicos como humanos complejos, cambiantes y contemporáneos. La idea de la Amazonia virginal es de hecho mucho más popular entre los no-antropólogos. Virginidad ecológica, histórica, estética y moral. Es ella misma la que da esa nitidez moral a los nativos de Tierney-Padilla mirando a la cámara y diciendo que no se puede creer en la palabra de los blancos, que los blancos siempre mienten. En este siglo confuso, vale la pena ir hasta El Dorado para oir por fin las cosas claras.

martes, 18 de octubre de 2011

El cielo de Shanghai

De Imperio del Sol, una película de Spielberg basada en la novela de J.G. Ballard, recuerdo sobre todo, no sé por qué, la imagen de un niño mirando a un cielo muy alto. Ballard nació en Shanghai en una familia inglesa, y en la cinta se ve al joven protagonista, trasunto suyo, perdido entre la multitud de aquella ciudad inmensa que huía aterrorizada ante la inminencia de los invasores japoneses. El cielo de Shanghai me parece muy alto. Es que al otro lado del Huang-Po, el Río Amarillo a cuyas orillas surgió la ciudad, se ven los enormes rascacielos de Pudong, erigidos a toda velocidad uno junto al otro, sobrepujándose en altura y como queriendo agotar las formas en que un rascacielos podría crecer. Y en este lado, sobre el muelle del Bund, la avenida donde se alinean los edificios monumentales del viejo Shanghai comercial y financiero -bancos, hoteles, bolsa de valores, compañías comerciales, un conjunto modélico de la arquitectura capitalista- flota muy arriba un tropel de cometas de colores; dragones, mariposas. Una multitud festiva inunda el paisaje, protegiéndose del sol ardiente bajo sombrillas de colores. Sería fácil perderse en esa multitud, porque es densa pero sobre todo amable, una virtud muy rara en las multitudes. El calor pesa, reblandece esa conciencia de ser yo y no otro, y siempre es más fácil perderse allí donde se intuye que se podría encontrar cualquier cosa.

En aquella jornada de pánico en que el joven Ballard -un shanghailander más que un inglés stricto sensu- se perdió de la mano de sus padres, se perdió también toda una era de Shanghai: la ciudad no volvió a ser como era. Difícil que volviera a serlo, porque aquella Shanghai terminal era un mundo improbable, una de esas obras maestras del azar que son las grandes ciudades, quizás la más improbable de todas; más que Paris o Buenos Aires, más incluso que Nueva York. Más cosmopolita que todas ellas, más ciudad que todas ellas por estar en un país y al mismo tiempo fuera de él, una tenebrosa urbe ideal al margen del mundo pero casi abarcándolo. En China el viajero encuentra por todas partes ciudades, grandes o pequeñas, que cuentan con la gloria de haber sido corte imperial. Pekín, sí, pero también Hangzhou, o Nankin o Luoyang, algunas más. La historia del país es lo bastante larga y fragmentada para que prolifere ese modo augusto y fácil de ser ciudad que consiste en haber sido cabeza de un país. Shanghai, la mayor ciudad china, el corazón de China, nunca fue capital, y apenas fue china. Minúsculo puerto pesquero en sus inicios, creció abruptamente justo en la mitad del siglo XIX cuando el Imperio en decadencia abrió sus puertas a los comerciantes extranjeros. Allí se instaló una concesión inglesa, y poco después una americana, y una francesa, y las tres convivieron con una municipalidad china. Un asentamiento japonés se sumó al conjunto, y a la postre se adueñó del sector chino no mucho antes de hacer lo mismo con el resto de la ciudad, ya en pleno conflicto mundial. A aquella metrópolis compuesta, una caótica yuxtaposición de regímenes, normas y costumbres, donde ningún poder estatal era absoluto y siempre había a la vuelta de la esquina una frontera para refugiarse por los mejores o peores motivos, llegaron en masa refugiados de los conflictos europeos: rusos blancos y judíos rusos, judíos centroeuropeos después. En Shanghai proliferaba la mala vida: el juego, la prostitución y el tráfico de opio brillaban en antros lujosos de siete pisos, llevados por los gangsters de la Banda Verde y de la Banda Roja, y hasta el prior del principal templo budista de la ciudad tenía una corte de concubinas y una guardia personal de pistoleros. El nombre de Shanghai consiguió entonces ese aura de ciudad-aleph, donde todas las depravaciones y todos los encuentros son posibles. Cuando Wallis Simpson sedujo al rey inglés, Eduardo VIII, hasta el punto de hacerle renunciar a la corona, se rumoreó que lo había hecho con la ayuda de las mañas sexuales aprendidas en los burdeles de Shanghai donde la había metido su obsceno primer marido.
No por eso Shanghai se convirtió en un cuerpo extraño a China -un enclave con ese cosmopolitismo que ha perdido toda fecundidad ahora cuando en cualquier lugar se mezclan indiferentemente todas las lenguas y todas las razas. En ella florecieron cosas tan diversas pero tan inequívocamente chinas como la literatura de Lu Xun -el iniciador, dicen, de las letras chinas modernas- el qipao (ese vestido femenino largo del cuello a los pies pero ceñido como una piel de serpiente) o el Partido Comunista, fundado allí, en un local ahora convertido en museo en medio de una barriada comercial de lujo.
En los barrios de Shanghai aún perdura el recuerdo de las viejas concesiones; quizás más que en las otras en el barrio francés, poblado de tiendas de moda, calles sombreadas y pequeños jardines. Allí está aún la casa de Chou-en-lai, el brazo derecho de Mao Tse Tung, o el lado urbano del fundamentalismo campesino de aquél, o el rostro burgués o liberal o moderado de una revolución que llegó a todos los extremos sin atropellarlo a él. Es una casa burguesa en un buen sentido casi extinto: elegante, discreta, cuidada, sin la opulencia de las élites nuevas o antiguas ni la ostentación de cemento de las jerarquías de partido. En Shanghai no abundan los recuerdos de los líderes revolucionarios; Chen Yi, el primer alcalde comunista, está allí, enérgico y de bronce, justo en el punto medio del viejo paseo plutocrático del Bund, pero por lo demás hay que hacer enormes esfuerzos para imaginar que esta ciudad fue alguna vez parte de ese mundo, dando origen incluso a su último intento radical, el de la Banda de los Cuatro. Pero a Chou-en-lai los turistas se lo encuentran a menudo, no como ícono, sino citado en las placas de un viejo monumento, un templo o un jardín que se salvaron de la destrucción de los guardias rojos por su intervención. Él era un señor culto y viajado, y sabemos que gente como él aprecia las curiosidades. Pero ahora esas amenidades reaccionarias son reductos de escala más humana en medio de una barahúnda de torres capitalistas erguidas sobre la tierra rasa revolucionaria.
Algunas guías turísticas advierten de la existencia de un museo de la propaganda política china, dan la calle y el número. Pero cuando el turista decide visitarlo, se pierde: no encuentra el número, ninguna placa identifica el museo, se pregunta si la guía está equivocada, si el letrero de la calle lo está o si la numeración china de las calles oculta alguna originalidad. Pero al poco el portero de un edificio cercano llega, pregunta en inglés “Museum?” y con signos conduce a los visitantes a una entrada de garaje. Por un ascensor allí oculto se llega al museo, cuyos únicos carteles están dentro. El museo es minúsculo pero rico. Consta de una gran sala con paneles que la dividen, llenos como las paredes de carteles que ilustran toda la evolución de esa especialidad del realismo socialista, y acompañados por sobrios comentarios. En los comienzos del régimen, tienen el estilo e incluso la temática de la publicidad del viejo estilo: seductoras damas de Shanghai vestidas con su qipao, hogares felices saludando los inicios de la república popular. O pinturas cuidadamente académicas en que Mao y sus camaradas inauguran esa república desde el pórtico de la Ciudad Prohibida. O, más tarde, el rostro de Mao flotando como un sol sobre campos fértiles y labradores entusiastas -la tez colorada no es casual, se nos explica, ella procede de la vieja simbología de época imperial, en que el rojo intenso era signo, claro está, de vigor cósmico. O aún más tarde, los trazos enérgicos de los carteles de la revolución cultural, brochazos negros sobre blanco que fulminan recuas de enemigos políticos con rasgos animalescos, en contraste brutal con ese edulcoramiento lírico o épico de otros momentos de la revolución. No más de dos o tres: se nos explica que esos carteles son extremamente raros, han sido cazados y eliminados; como ocurre con toda la época que los vio surgir, es difícil saber qué ha sido de su espíritu, si ha ido a parar a la catacumba o se ha hospedado, ya menos ruidoso, en los palacios. No hace falta que los textos explicativos expliquen mucho más: es obvio que los organizadores y dueños del museo no actúan por amor a los tiempos pasados. Eso tiene la propaganda: se torna contra sí misma con solo que la reunamos y la pongamos entre comillas. La semiclandestinidad del museo nos hace pensar una vez más en esa transición desde el comunismo hasta su negación más firme, más extraña en Shanghai que en ningún otro lugar. En la otra sala del museo, se puede comprar una enorme variedad de itens ligados a la vieja propaganda: carteles, pins, gorras, banderas, libros rojos... Son reproducciones de buena calidad a buen precio. Más caros, se venden también los mismos objetos originales. La economía planificada los produjo en abundancia para que aún hoy sigan dando abasto a la nueva.
Nadie puede extrañarse de que con tanta frecuencia se encuentre una voluntad de desgajarse del pasado comunista. Los cuarenta primeros años de la República Popular empequeñecieron esa Babel que había nacido para el mundo y para las finanzas, que solo volvió a encumbrarse después de las reformas de Den Xiao Ping, ya a finales de los ochenta. Shanghai exhibe al mismo tiempo su cosmopolitismo, su espíritu liberal y xenófilo, y mantiene, claro está, una pugna de metrópoli a metrópoli con Pekín; hay incluso un cierto prurito por cultivar la lengua local en detrimento del mandarín. Shanghai es China, pero no quiere reducirse a China.
Qué otra cosa se podría esperar sino un gran escaparate, si hay detrás una enorme tienda. Siguiendo el curso del Huang-Po hasta la confluencia con el Yang Tse se siguen las decenas de kilómetros de los muelles del puerto de Shanghai: los cargueros, con sus montañas de containers, se parecen a los bloques de viviendas que se alinean masivamente en la periferia. Es el mayor puerto de carga del planeta, a su modo el ombligo de un mundo difícilmente sostenible y más difícilmente soportable.
Por eso mismo sorprende que la polución visible y casi tangible del cielo de Shanghai -que no puede quedarse en el cielo, que tiene que llover sobre la vida de quienes cobija- no oculte el color de las cometas. Las ciudades no suelen desperdiciar la ocasión de parecer una selva: es parte de su imponencia. “Hay barrios en Nueva York que no le recomendaría que invadiese” le decía el protagonista de Casablanca, en un intercambio de fanfarronadas, al oficial alemán que le hablaba de la posibilidad de invadir los Estados Unidos. Las grandes urbes tienen hoy una reserva de ferocidad superior a la de sus países, que resiste a los poderes públicos por absolutos que sean. Y por eso la jovialidad de Shanghai sorprende. Hay algo de inusual en que ese monstruo de poco menos de veinte millones de habitantes -algo más de veinte si se cuenta con el Gran Shanghai- con un pasado de casino y burdel y un presente de factoría universal, parezca guardar un qué de inocencia en sus calles. Y la policía podrá conseguir, quizás, que la gente transite segura por las calles, pero no que viva en ellas, porque las calles pueden ser hostiles de muchos modos respetuosos con la ley. Y en Shanghai se vive en las calles. No sólo en los parques donde se ejercita el tai-chi o se ensayan boleros, valses o tangos al son de un tocadiscos enchufado en el kiosco de bebidas más próximo, sino también en esos espacios populosos entre mercados, templos y casas de comida con sus cilindros humeantes de dim sum, o hasta en esas avenidas donde una riada densa de peatones detiene el empuje de los vehículos cuando se enciende la luz verde. Gente, mucha gente, demasiada gente pero no esa masa de muertos vivos que tantas veces engendran la multiplicación y los neones. Será el crecimiento económico. O será la costumbre ya vieja de convivir con sus lacras; demasiadas lacras, demasiada costumbre. Los habitantes de Shanghai saben mucho antes que nosotros lo que es vivir en un gran casino.

domingo, 3 de abril de 2011

Damnatio memoriae

Unos claman por la memoria histórica y otros -en parte los mismos- desprecian la memoria sin más. Leo un artículo sobre el programa Educación 2.0, ese que pretende remediar las escuelas con el uso masivo de ordenadores. Como es de rigor, se explica que el papel del educador debe cambiar en esta nueva situación, él será un intermediario o un facilitador de la busca de información por el propio educando, y el aprender de memoria pasará al basurero del pasado. Es perturbador oír cómo se repite esa imbecilidad sin que nadie discorde; eso debe ser el pensamiento único en carne y hueso. Y es difícil imaginar qué se enseña en las facultades de pedagogía para que se tenga en pie esa idea pedestre de la memoria como un almacén informe de datos, una antípoda de la inteligencia. Sería deseable que quienes la mantienen usasen ordenadores con 64kb de memoria y se dedicasen con ellos a la busca de información. No creo que lo hagan: fuera de ese paraíso ideal de los credos y las propagandas, todo el mundo sabe que razonar sin memoria es como chutar a gol sin balón.
Ese desdén pedagógico hacia la memoria es ya muy viejo: personalmente lo conozco desde las reformas tecnocráticas de la enseñanza en el franquismo. Yo era un niño memorión, y la memoria ya era tratada como si fuese una obesidad de la mente. El nuevo paradigma en el que la memoria no es necesaria porque la información ya está disponible en otro sitio es en realidad un paradigma muy viejo: desde que se inventó la escritura, y con ella las bibliotecas, y con ella los censores, se podría decir que la memoria ya no es necesaria: para qué, ya hay otros que cuiden de ella. Pero quizás nunca se ha sido tan crédulo o tan impúdico como ahora: había memoriones y desmemoriados, listas de reyes godos o abolición de las listas de reyes godos, pero no un sistema educativo que jugase abiertamente con la minimización de la memoria, ni un público que lo aplaudiese.
Damnatio memoriae es una frase que se emplea para designar esa acción de borrar las inscripciones y sustituirlas por otras más convenientes: ya se hacía mucho en Egipto, para acabar con el recuerdo de algún faraón molesto. Lijar la piedra era un trabajo duro, con un ordenador se ha hecho mucho más fácil. Esto que digo lo escribo sobre otro post anterior en que yo mismo decía que no iba a publicar más entradas. Pero quién se va a acordar de eso.

martes, 29 de marzo de 2011

El amor es ciego

El amor es ciego. Es lo mejor que se me ocurre decir a propósito de este cartel fotografiado en el distrito do Limoeiro, en Lisboa.



Ciego en general, en todos los sentidos de la palabra ciego que son muchos. Es ciego porque hace ver algo mayor o mejor de lo que hay, lo que nadie más ve, pero eso en rigor no es ceguera (impide, sí, ver lo contrario, esa menudencia del sentido común que todos saben a ciegas, sin siquiera mirar). “Cegador” es un adjetivo que se reserva casi solo a lo luminoso; la oscuridad es cegadora con más frecuencia que la luz, pero nadie se acuerda de reconocérselo. “Ciego” es también, en el español de algún país americano, el jugador con malas cartas. Ciego está quien ha bebido o comido en exceso; ciego es lo que no tiene salida posible o no deja paso, cegar es cerrar –un pozo, un túnel. Un gato ciego es inquietante, como un pájaro que se arrastra; es más ciego que otros animales ciegos. El dueño del gato debe amarlo mucho, aunque no sea ciego, ni el gato ni él mismo, y aunque los dos lo parezcan. He cegado los datos del hombre que busca a su gato: por mucho que lo ame, no sé si quiero ayudar a que lo encuentre.

lunes, 14 de marzo de 2011

**Algunos budas chinos

China sigue siendo uno de los mejores lugares del mundo para que un occidental no entienda. Mira los budas, por ejemplo. Nunca había visto en Europa ni en América un Buda con una svástica en el pecho, las razones no le escapan a nadie. Pero en algunos templos chinos, con su profusión infinita de budas, puede haber más cruces gamadas que en una película de Riefenstahl. No me extrañaría que cualquier día las autoridades chinas hiciesen por eliminarlas, como intentan hacerlo con el consumo de carne de perro y algunas otras rarezas que inquietan a los visitantes. Y sin embargo es fácil entender qué hace la cruz gamada en el pecho de un Buda; ella ya significaba alguna cosa (no se bien qué) en la India antigua antes de que los nazis la adoptasen para significar algo muy diferente. O talvez los nazis querían que significase lo mismo, pero en un contexto nuevo el símbolo cambió de costumbres. De todos modos sería demasiado fácil conformarse con esa explicación histórica; un Buda con cruz gamada es una invitación a imaginar más allá. ¿Podemos cambiarle el significado a los símbolos?



El budismo desapareció de la India como el cristianismo desapareció de Palestina; en ambos lugares, los euro-americanos los han reintroducido en corta medida. Pero proliferó en China, divulgado por los que desde allí son vistos como “monjes occidentales” con sus túnicas azafranadas. Un clásico de la literatura china, el Viaje al Oeste, cuenta en un estilo fantástico esa epopeya misionera, pero no le falta espacio para citar con mucha verosimilitud las controversias que despertó. “Una doctrina foránea que embauca a los tontos y a los simples, que predica la felicidad futura y obsesiona con los pecados del pasado, que no deja ver que la riqueza es obra exclusiva de la voluntad humana, cuyos cantos en sánscrito son un modo de evasión”; todo eso dice un sabio cortesano en su informe sobre el budismo, exhibiendo lo que nos parece un considerable racionalismo, y una cierta incomprensión de lo que está evaluando. Sus censuras no tuvieron efecto, la incomprensión fue muy fértil. No es difícil imaginar que China tenga la mayor población budista del mundo, pero la más mísera noción de lo que sea el budismo basta para notar que en China el budismo se transformó en algo bastante diferente de lo que pretendía ser.
Sospecho que en China Buda se haya convertido en algo parecido a lo que en Brasil se llama “una entidad”, una especie de representante genérico de lo sagrado; o mejor un ídolo genérico, porque las entidades brasileñas son espíritus y los budas chinos son siempre figuras de bulto, de mucho bulto. Señalas una cabeza de bronce o una máscara que te apetece comprar: “¿qué es eso?” “¡Un Buda!”.



No sé si es un Buda, si la vendedora sabe lo que es, o si simplemente me está dando el único nombre que supone que voy a reconocer. Algún día acabaré leyendo algo al respecto, entenderé, y se me pasará esa perplejidad de saber que el príncipe asceta y ayunador, que enseñó a los hombres el camino para libertarse de la existencia, ha acabado convirtiéndose, al otro lado del Himalaya, en el Buda Milefo, un sujeto gordo, gloriosamente gordo –en China la obesidad no se ha democratizado, y cuando se ve un gordo siempre tiene aire de acumular poder- que asume con énfasis todas las expresiones humanas, salvo esa serenidad indiferente del Buda original. Que se sienta con una panza enorme y una boca enorme, abierta y ávida. O que yace con aire depravado mientras le corretean por el cuerpo docenas de niños minúsculos.



Supongo que en China, a sintiendo un desinterés general por la anulación de la existencia, Buda se convirtió una segunda vez y decidió seguir viviendo en un Nirvana al contrario.

martes, 8 de marzo de 2011

Complemento al anterior: en la selva se está bien

Una persona de entre las cientos de millares que leen este blog me advierte que algunas cosas no quedaron demasiado claras en la última entrada. Intento aclararlas. Ironizar sobre la militancia ecologista de gente como Sting tiene un efecto seguro. Sabemos que conoce muy poco de la selva amazónica y de su gente y se limita a repetir tópicos consagrados. Pero es que además su condición de estrella del pop le vale una sospecha de frivolidad y autopromoción que no afecta, por ejemplo, a José Saramago si visita Palestina y escribe sobre ello. Es verdad, reconozcámoslo: la Amazonia de Sting es una Amazonia hecha de estereotipos.
Lo que pasa es que el texto del diputado Rabelo, después de decir esa gran verdad, da un paso más allá, en dirección a otra provincia del País de los Estereotipos, concretamente la de la Perra Vida de los Primitivos, y nos dice que el destino de esa gente aislada en la Amazonia sólo es tolerable cuando se ve desde un hotel de cinco estrellas.
Bien, Sting vivió de hecho en las aldeas indígenas del Xingú. Cuatro días. Leonardo di Caprio también estuvo allí más recientemente con su novia de entonces, Giselle Bundchen –los indios la encontraron fea y enteca. De hecho, el Xingú ha sido visitado con frecuencia por jefes de estado, artistas famosos, intelectuales, cineastas… No hay allí ningún hotel de cinco estrellas, pero es que en el Xingú se está bien. En lugares mucho menos visitados que el Xingú, como las aldeas Yaminawa o Yawanawá del Acre, o en los caseríos de ribereños a lo largo del río Acre, también se está bien. La comida es más fresca que en cualquier otro lugar de la tierra –siempre acaba de ser pescada, cazada o cosechada- y es más variada que en los pueblos brasileños de la región, más próximos al progreso. Las chozas con techo de paja son frescas y aireadas, protegen muy bien contra la lluvia y huelen a vegetal y si, un poco a humo. No es un paraíso, y como ocurre en todas partes, hay peligros, enfermedades y parásitos. Muchos insectos. Pero no deberíamos exagerarlos: es más fácil ser atropellado por un coche que devorado por las pirañas, y algunos vecinos en la ciudad pueden llegar a ser más incómodos que los piuns. Plagas como la malaria, la hepatitis o la diabetes –que a veces abultan, no siempre- no son, curiosamente, herencias de los antepasados que allí penaron siglos o milenios atrás, sino regalos recientes allí llevados por los agentes de la civilización. Hay en la literatura y en la etnología algunas descripciones terroríficas de la vida en la Amazonia, pero es conveniente notar que se refieren a las condiciones de vida en las explotaciones coloniales, como las del caucho, o en grupos indígenas devastados por epidemias o acciones de exterminio. Si juzgásemos por Auschwitz y la Peste Negra también concluiríamos que Europa es víctima de un medio ambiente hostil.

En fin, los habitantes de la Amazonia no son ahora ni han sido nunca víctimas de un medio hostil. Tampoco idealicemos: la mayor parte de los visitantes, sobre todo después de unos cuantos días, encontrarán la vida en la selva incómoda y aburrida, ejerciendo el mismo derecho de juicio que lleva a los indios del Xingu a decir que Giselle Bundchen es fea.
Lamento decir que la introducción del progreso en la Amazonia no suele mejorar las cosas, antes bien las suele deteriorar: si hablamos de las barriadas que ocupan los emigrantes de la selva (indígenas o no) en ciudades amazónicas probablemente todos, moradores y visitantes, estaremos por fin de acuerdo: son feas, insalubres, sucias, a veces terriblemente sucias, colmadas de basura; las enfermedades y los parásitos de la aldea se multiplican con el plus de algunos nuevos. Desde luego los alimentos no son ni tan abundantes ni tan frescos, y hay que comprarlos con el dinero que no se tiene. Las casas de techo de paja son sustituidas, en el mejor de los casos, por casas de tablas con techo de hojalata, progresistas y tórridas como un microondas. Que en esta situación haya hospitales más cerca puede ser un consuelo, como también lo debe ser que haya cementerios más cerca.

Lamento decir todo eso, porque me obliga a suscribir un estereotipo ecologista: en medio de la selva se vive mucho mejor. No sé si se vive mejor en medio de la selva o en una ciudad bávara, pero no es necesario discutir eso, porque las ciudades de la Amazonia, que están lejos de la selva, están aún más lejos de las ciudades bávaras. Los apóstoles del progreso dan por supuesto que algún día, impulsadas por el agronegocio, serán como las ciudades bávaras; pero eso, si es que ocurre, ocurrirá en un futuro que para los contemporáneos queda mucho más lejos que la Gloria Celestial.
Resumiendo. Si la humanidad debe domesticar las selvas para poblar el planeta de centros comerciales, es un proyecto que cabe debatir. Que tenga que domesticar las selvas para rescatar a los seres humanos que penan en ellas, es una falacia de una obscenidad incalculable.

sábado, 5 de marzo de 2011

Moisés y el nuevo código forestal brasileño

Algunas informaciones previas. Aldo Rebelo es la figura más prominente del PCdoB, Partido Comunista do Brasil, que no hay que confundir con el más antiguo PCB, Partido Comunista Brasileño. El PCdoB, originado en el año de 1962, es uno de aquellos grupos que se escindieron de los partidos comunistas cuando Kruschev eliminó a Stalin del panteón, y cierto sector prefirió conservarlo, añadiendo a dicho panteón la imagen de Mao Tse Tung. Los maoístas formaron desde entonces uno de los núcleos de la llamada extrema-izquierda, en la que ya estaban los trotskistas, muy poco afines a ellos. El PCdoB hizo honor a su vocación en la guerrilla del Araguaia contra la dictadura militar brasileña, que tuvo resultados semejantes a los de la mayor parte de las guerrillas centro y sudamericanas.
Con esos antecedentes, cualquier burgués podría imaginar que Aldo Rebelo es un radical maximalista y vociferante, una amenaza para el status quo. No. Aldo Rebelo es un hombre pulcro y mesurado que, con su voz serena ha presidido largamente el Congreso, conviviendo muy civilmente con políticos de ideologías muy diferentes a la suya. Tanto es así que, para admiración de simplistas, ha sido el autor de una nueva versión del Código Forestal, la cual, a juicio de sus críticos, representa los intereses de la gran agro-industria. O sea, de la última versión del lobby ruralista brasileño, o sea de esos latifundistas que, para toda la izquierda clásica y posclásica, eran la reacción hecha carne. Como bien dice Rabelo, las leyes ambientales brasileñas pueden castigar como criminal a quien escarba en busca de una lombriz para pescar. Los buscadores de lombrices no tienen quien los defienda en el congreso brasileño, y han venido en su ayuda los megaempresarios de la soja, que de paso consiguen así minimizar la franja de bosque que el código anterior les obligaba a preservar en sus posesiones. El texto completo de la nueva redacción de la ley está disponible en Internet, en este enlace.

Es un texto complejo de 270 páginas, que analiza la ley vigente aportando comentarios de otros legisladores, presenta la nueva redacción, hace una síntesis de sus novedades y las argumenta, y abre todo ese conjunto con un largo preámbulo donde se discuten temas venerables, en vigor desde el siglo XVIII: la desigualdad de los hombres ante la ley, la desigualdad entre las naciones, la relación entre el ser humano y la naturaleza, etc. No es un árido texto jurídico, sino un discurso colorista y erudito, donde se habla de las costumbres de aldeanos o de ribereños del Gran Pantanal y la Amazonia o de los atropellos del Imperio Persa contra el Egipto faraónico; se citan cantores populares, poetas románticos, novelas, e incluso la famosa parábola de los peces de Antonio Vieira, que discutía esa dudosa moralidad de una naturaleza donde el pez grande se come al chico.
Se engañará quien piense que, para elaborar un texto grato a los latifundistas, Rabelo ha tenido que abdicar de sus convicciones. No, en absoluto. Es un texto de izquierdas; o por lo menos es uno de los modos posibles de un texto de izquierdas. El argumento esencial de esa introducción es que las leyes forestales brasileñas son draconianas, y que lo son por la imposición de una ideología ambientalista extremosa procedente de los países ricos. Los países ricos no sólo quieren preservarse un jardín del edén en los países pobres, salvaguardando allá las riquezas naturales que ellos explotaron hasta el fin en su propia casa; quieren, además, librarse de la competencia de los países pobres, imponiendo condiciones y reglas a su desarrollo, o simplemente ahogándolo antes de que salga de la cuna. Los países ricos tienen muchísimo de lo bueno y de lo mejor, y temen que si los países pobres se obcecan en imitar ese tren de vida le acaben haciendo daño al planeta; temen, además, que los países pobres se liberen de su predominio y pasen a ser más ricos, lo que haría de los países ricos países menos ricos, en términos absolutos o al menos relativos. Al Gore –ese al que los oráculos de las tertulias españolas rebautizaron como Algorero- es uno de sus blancos. Pero el villano preferido de Rabelo es Malthus –aquel que decía que los pobres deberían ser más castos para que el planeta pudiese alimentarnos a todos. Su héroe es Josué de Castro, quien demostró que el hambre no la produce la demografía sino la geopolítica. Los argumentos de Rabelo pueden dar mucho placer incluso a muchos de sus críticos, que a fin de cuentas en su mayoría se reivindican de izquierdas. Veamos uno de ellos, en traducción a mí debida:

"La armonía entre los llamados pueblos de la selva y el medio en que viven –en realidad, sobreviven- no pasa de ficción producida para películas como Avatar, de James Cameron, que llevan a las lágrimas a plateas confortablemente instaladas en modernas salas de cine de centros comerciales, rodeadas de plazas de alimentación donde, con un solo gesto, aparece como por arte de magia todo tipo de comida deseada por el emocionado espectador. Probablemente la mayoría, al saborear el suculento filete o la fresca ensalada no se hace la menor idea de la lucha entre el hombre y el medio ambiente en la Amazonia, de la cantidad de demanda de un alimento saludable, libre de parásitos de todos los tipos que disputan al hombre el derecho a vivir. Talvez sea esa la auténtica “verdad inconveniente”. Por cierto, sería el caso de preguntarle al famoso cineasta, a la estrella pop Sting y a sus cortesanos locales que, juntos, se presentan como grandes defensores de los pueblos de la selva, si les habría sido posible visitar la región y realizar sus performances eco-hollywoodianas si no se hubiese construido allí, en el corazón de la selva, algunos hoteles lujosos, solo accesibles a los muy ricos como ellos, donde el agua que se sirve en suites y restaurantes, incluso en medio de aquella inmensidad acuática, viene de Francia, y las legumbres, frutas y verduras indispensables para una dieta tan al gusto de las celebridades, vuelan desde São Paulo, a varios miles de kilómetros de Manaus. Si los llamados pueblos de la selva, indios y caboclos, después de siglos de lucha contra el medio inhóspito, viven aún allí como vivían sus antepasados hace centenas o millares de años, no es ciertamente porque a tales pueblos les satisfagan las condiciones de vida características de esas eras pasadas –cuando se vivía 30 años en media- sumergidos en el aislamiento, completamente dominados por las fuerzas de la naturaleza, circulando desnudos o semidesnudos, abrigados en chozas insalubres infestadas de insectos y humo, luchando en condiciones absolutamente desiguales contra el medio hostil, que no les permite ir más allá de las condiciones de vida más rústicas y primitivas de sus ancestrales".

El texto de Rabelo es edificante: nos previene contra esas églogas que los ecologistas pudientes componen en honor de la Madre Naturaleza. En realidad, nos dice, la Naturaleza sólo es bonita en las pantallas del cine; ella misma, sin efectos especiales, no es tan bonita, y ni siquiera es Madre, más bien una madrastra mezquina que hay que atar corto para que no descalabre a sus hijastros, especialmente los que viven en países pobres, como indios y caboclos. El texto va dedicado “a los agricultores”, que son los primeros domadores de esa fiera peligrosa.
Nos previene también, por muy comunista que sea Rabelo, contra algunos principios envejecidos del marxismo, como ese que, invocando las clases sociales, nos hace olvidar que los agricultores más interesados en el nuevo código forestal son, antes que todo, agricultores de países pobres. No importa que sus rentas les permitan multiplicar esos mismos centros comerciales sobre cualquier selva domada, al lado de esas plantaciones suyas cuya extensión no se mide por hectáreas sino por bélgicas. La geopolítica ha venido siendo un factor renovador del pensamiento de izquierdas de los países pobres que, superando viejos prejuicios, nos ha permitido entender que los multimillonarios del Tercer Mundo son en realidad la vanguardia de su proletariado.

El texto de Rabelo sería impecable si no fuese por dos motivos. Uno es que él compone también su égloga, en este caso no ya sobre la selva sino sobre el paisaje de centros comerciales de los países ricos. Muchos habitantes de los países ricos tenderían a pensar que los países ricos y sus centros comerciales son así de bonitos sólo en la publicidad.
El otro es que aparentemente Rabelo conoce mejor los centros comerciales que esas chozas que él describe como infestadas de mosquitos y humo y pobladas por desgraciados reducidos a una condición sub-humana. Yo tampoco las conozco muy bien, sólo viví en alguna de ellas durante algunos meses y siempre me pareció que indios y caboclos vivían mucho más alimentados, sanos y limpios allí que en los basureros próximos a los centros comerciales de las agrociudades, donde también aparecen como por arte de magia muchas cosas con las que los habitantes de la selva no suelen ni soñar. Claro está que para que para que los países pobres se transformen en países ricos es necesario que los pueblos oprimidos por la naturaleza se quiten la venda de los ojos, se percaten de que su condición es miserable, dejen sus tierras a los agricultores de los países pobres y las cambien por los basureros de los centros comerciales de los países pobres. Así, y si los países ricos dejan de imponer su política mezquina, puede ser que algún día ellos también puedan pasar de la condición de consumidores de basura a la más noble de productores de basura.

Algún radical podría pensar que, geopolítica en mano, los maoístas como Rabelo se han convertido en –para repetir una vieja fórmula- lacayos de los megaempresarios. Craso error. En el fondo, hay un punto de acuerdo progresista entre unos y otros: primero es el Hombre, después la naturaleza que debe estar supeditada a él. Rabelo indica con razón que en el corazón del ecologismo late un anti-humanismo, y contra él esgrime no ya a Marx ni a Engels (que no discordarían) sino al libro del Génesis, donde se nos explica que todo lo existente en la tierra está al servicio del hombre. No por acaso, nos explica, cuando Dios decidió venir a este mundo lo hizo en forma humana. El panteón comunista se enriquece así con Moisés y los cuatro evangelistas. Como humano que soy no tendría tanto que objetar a eso. El problema es que a la política de la naturaleza de Rabelo le pasa más o menos lo que a su geopolítica: en los países ricos hay muchos más pobres que lo que sería conveniente, y en esa naturaleza que debe estar a los pies de los intereses humanos hay también demasiados humanos. Por la descripción que Rabelo hace de su modo de vivir podemos sospechar que los ha confundido con animales.

domingo, 20 de febrero de 2011

Recuerdos de Mao


El retrato de Mao continúa inmutable sobre el vano central de la Puerta de la Paz Celestial desde hace, creo, algo más de cuarenta años. Debe ser una de las estampas chinas más reproducidas, un icono del siglo XX. ¿Y quién se resiste a decir que el retrato sigue inmutable pero el país al que mira ha cambiado mucho? Debe ser una de las frases occidentales más repetidas, una muletilla del siglo XXI. Un torrente de coches desfila frente a él; en la que fue su capital proliferan los centros comerciales fastuosos. Y los nuevos ricos, ya no tan nuevos pero cada vez mas ricos, cada vez mas numerosos. Pero él sigue allí con su sobria camisa abotonada entre gris y azul, por mucho que su patria haya cambiado y aunque lo haya hecho expurgando o hasta enterrando el maoísmo. ¿Contradicción? Quién sabe. A Mao le gustaba escribir sobre las grandes contradicciones: un dialéctico. Sea como sea, el retrato no esta allí por acaso, o porque nadie se haya acordado de quitarlo. Las celebraciones del Partido ocurren frente a la Puerta de la Paz Celestial, se puede decir que él las preside aún.


Y el Mausoleo de Mao se sitúa enfrente, sobre el antiguo solar de otra de las puertas. Es una de las atracciones obligatorias de la ciudad. Las guías dicen que más para turistas que para maoístas fervorosos, aunque ese juicio no parece muy exacto, por lo menos en su afirmación: los turistas son muy pocos en el gélido enero, y es difícil imaginar por que están allí o qué piensan los visitantes chinos.
El cadáver congelado de Mao es lo de menos; el verdadero espectáculo es el del Gran Control. La Plaza en si está rodeada por una valla mediana, a ambos lados del asfalto, donde los coches hacen más o menos el papel de cocodrilos en el foso. A uno de los lados hay un paso de peatones en superficie, pero en los otros hay que pasar por un túnel dotado de un control policial –un cartel advierte que está prohibido pasar con material subversivo, bicicletas y pornografía. Los visitantes atraviesan tres detectores de metales: para dejar sus bolsas, sus mochilas y sus cámaras en una consigna obligatoria que esta al otro lado de la plaza; para entrar en la plaza; y en fin, después de formar una larga fila, para pasar por una tienda de lona que recuerda las puertas de embarque de un aeropuerto, donde también pueden ser cacheados, quizás brevemente interrogados, y exhibir sus documentos. Después de eso las escaleras del mausoleo ya están próximas: los visitantes, formados en hilera de a dos y pastoreados por gente con megáfono que da algunas instrucciones, reciben la orden y avanzan a paso ligero. Tantas precauciones, es verdad, se justifican por las probables malas intenciones de los vejados musulmanes del país. Pero las precauciones nunca son muy útiles para detener terroristas, se puede esperar que si se las sigue mintiendo es porque sirven para alguna otra cosa.
En fin, se accede a un enorme vestíbulo con la imagen del mármol del Gran Timonel sentado, ante una multitud de flores en pequeños tiestos, todas en formación y aparentemente idénticas, y con un paisaje de pradera florida a su espalda. Pekín esta sembrado de enormes edificios imperiales, hechos como miniaturas, pintados hasta el ultimo rincón de colores contundentes, y aunque estén vacíos ninguno de ellos produce esta sensación desazonadora de que alguien ha robado los muebles. En la siguiente sala se exhibe –es un decir- el cadáver, guardado dentro de una gran cámara de cristal refrigerada, cubierto por la bandera y casi invisible desde el lugar por donde
los visitantes pasan, rápidamente y pegados a la pared: conservar un cuerpo por tanto tiempo es laborioso, muy bien lo pueden haber sustituido por una mascara de goma. Mi hija, que me sirve de barómetro, me dice que la estatua del vestíbulo da mas miedo que el cadáver.
El retrato de Mao no sólo está sobre la Puerta de Tian an Men. También sonríe, muy pocos años más joven, en todos los billetes de banco de una moneda que tiene tres o cuatro nombres: uno de ellos, el mas popular, mao (no se si es un homenaje o un homófono).

No escasea en centros oficiales, en las paredes de algunas casas. Si no recuerdo mal, esa proliferación del rostro del líder data de algún momento, allá por la Revolución Cultural, cuando los jóvenes guardias rojos se dedicaban a abolir el pasado de un modo en general muy material (una labor que pone los pelos de punta a los europeos, tan celosos del patrimonio histórico, y que por mucho que asumiese muecas furiosas era al cabo una labor paciente: lo que había que abolir era muy sólido). Y sin embargo, justo entonces se entendió que no había mejor modo de enardecer la Revolución que adaptar un culto del pasado, multiplicando en las calles el rostro del emperador que antes se veneraba en algún que otro templo. No se –soy un turista mal informado- por qué el retrato de Mao sigue inmutable cuando su país ha cambiado tanto. A lo mejor es que simboliza valores muy chinos aunque poco comunistas: la unificación de la patria, la pacificación de una tierra devastada, la permanencia. O –lo que no es muy diferente- que su imagen, a servicio del estado, preserva el miedo donde él mejor se encuentra, envuelto entre veneración y asombro. O que Mao sigue allí porque, por mucho que todo cambie, permanecen los armazones que él construyó o adaptó: el ejercito, la extensa burocracia. O porque, pese a las apariencias, la revolución cultural triunfó y los dueños del poder en China son los radicales que agitaban el libro rojo y que no han cambiado sustancialmente, a no ser porque han descubierto que el capitalismo arrasa el pasado mucho mejor. Es difícil saber, porque los dialécticos siempre han sabido tener razón a los dos lados de un mismo dilema, y han dominado el arte de no ser cuando se parece y de no parecer cuando se es.
Pero seguimos en el Mausoleo. Al fin, pasada la cámara funeraria, un anticlímax. Donde esperaba algún salón ornado con murales conmemorativos de las gestas revolucionarias, el visitante se encuentra una tienda de recuerdos. Relojes, dijes, pulseras, camafeos, bustos, llaveros, todos los objetos con la forma adecuada para alojar dignamente un rostro, reunidos con un premeditado humor involuntario: maos de metal o de porcelana, maos jóvenes y viejos, de frente o de perfil, maos fosforescentes, maos que se encienden y se apagan. Gadgets modernos o adornos que el turista se ha acostumbrado a ver en los templos y que aquí se repiten cambiando ideogramas y budas por la estrella roja y el rostro del líder.

Mao es pop; todo suena a Warhol, pero es que Warhol ya se había inspirado en Mao: los vendedores callejeros persiguen a los pocos turistas con gorros en forma de oso panda y con ediciones de bolsillo del Libro Rojo. Unos cientos de kilómetros más al sur, en Shanghai, el local donde se fundó el Partido Comunista Chino está malignamente situado en una barriada turística con boutiques y restaurantes de precios astronómicos, y los viejos carteles de propaganda revolucionaria son remixados para anunciar rebajas. Quizás quienes conservan el rostro de Mao son sus adversarios, y lo hacen por venganza.
A los europeos China les suele parecer kitsch. Pero no hay kitsch mas agudo que el que viene a la memoria cuando se piensa que toda esa parafernalia no es nueva ni totalmente exótica para los occidentales: ella evoca las barricadas del 68 francés o no francés, donde los estudiantes estaban dispuestos a arrasar todas las estructuras de poder, empezando por los antidisturbios, siguiendo con los modales a la mesa y
acabando con la gramática, mientras blandían –muchos, al menos- los retratos de Mao. Se podría preguntar uno si, también en el otro continente, los viejos combatientes de las barricadas han fenecido como se rumorea, o si son ahora de hecho los dueños del poder (del poder, digo, no de los gobiernos).
A mi hija, que ha sobrellevado con heroísmo toda la visita, le cuento que yo también milité, por decirlo de algún modo, en un partido maoísta; y me preparo para explicar lo que podía ser el maoísmo en un contexto antifranquista, una empresa difícil a siete grados bajo cero. Menos mal que no pregunta: es lo que a veces se deja de hacer delante de algo demasiado exótico.