De Imperio del Sol, una película de Spielberg basada en la novela de J.G. Ballard, recuerdo sobre todo, no sé por qué, la imagen de un niño mirando a un cielo muy alto. Ballard nació en Shanghai en una familia inglesa, y en la cinta se ve al joven protagonista, trasunto suyo, perdido entre la multitud de aquella ciudad inmensa que huía aterrorizada ante la inminencia de los invasores japoneses. El cielo de Shanghai me parece muy alto. Es que al otro lado del Huang-Po, el Río Amarillo a cuyas orillas surgió la ciudad, se ven los enormes rascacielos de Pudong, erigidos a toda velocidad uno junto al otro, sobrepujándose en altura y como queriendo agotar las formas en que un rascacielos podría crecer. Y en este lado, sobre el muelle del Bund, la avenida donde se alinean los edificios monumentales del viejo Shanghai comercial y financiero -bancos, hoteles, bolsa de valores, compañías comerciales, un conjunto modélico de la arquitectura capitalista- flota muy arriba un tropel de cometas de colores; dragones, mariposas. Una multitud festiva inunda el paisaje, protegiéndose del sol ardiente bajo sombrillas de colores. Sería fácil perderse en esa multitud, porque es densa pero sobre todo amable, una virtud muy rara en las multitudes. El calor pesa, reblandece esa conciencia de ser yo y no otro, y siempre es más fácil perderse allí donde se intuye que se podría encontrar cualquier cosa.
En aquella jornada de pánico en que el joven Ballard -un shanghailander más que un inglés stricto sensu- se perdió de la mano de sus padres, se perdió también toda una era de Shanghai: la ciudad no volvió a ser como era. Difícil que volviera a serlo, porque aquella Shanghai terminal era un mundo improbable, una de esas obras maestras del azar que son las grandes ciudades, quizás la más improbable de todas; más que Paris o Buenos Aires, más incluso que Nueva York. Más cosmopolita que todas ellas, más ciudad que todas ellas por estar en un país y al mismo tiempo fuera de él, una tenebrosa urbe ideal al margen del mundo pero casi abarcándolo. En China el viajero encuentra por todas partes ciudades, grandes o pequeñas, que cuentan con la gloria de haber sido corte imperial. Pekín, sí, pero también Hangzhou, o Nankin o Luoyang, algunas más. La historia del país es lo bastante larga y fragmentada para que prolifere ese modo augusto y fácil de ser ciudad que consiste en haber sido cabeza de un país. Shanghai, la mayor ciudad china, el corazón de China, nunca fue capital, y apenas fue china. Minúsculo puerto pesquero en sus inicios, creció abruptamente justo en la mitad del siglo XIX cuando el Imperio en decadencia abrió sus puertas a los comerciantes extranjeros. Allí se instaló una concesión inglesa, y poco después una americana, y una francesa, y las tres convivieron con una municipalidad china. Un asentamiento japonés se sumó al conjunto, y a la postre se adueñó del sector chino no mucho antes de hacer lo mismo con el resto de la ciudad, ya en pleno conflicto mundial. A aquella metrópolis compuesta, una caótica yuxtaposición de regímenes, normas y costumbres, donde ningún poder estatal era absoluto y siempre había a la vuelta de la esquina una frontera para refugiarse por los mejores o peores motivos, llegaron en masa refugiados de los conflictos europeos: rusos blancos y judíos rusos, judíos centroeuropeos después. En Shanghai proliferaba la mala vida: el juego, la prostitución y el tráfico de opio brillaban en antros lujosos de siete pisos, llevados por los gangsters de la Banda Verde y de la Banda Roja, y hasta el prior del principal templo budista de la ciudad tenía una corte de concubinas y una guardia personal de pistoleros. El nombre de Shanghai consiguió entonces ese aura de ciudad-aleph, donde todas las depravaciones y todos los encuentros son posibles. Cuando Wallis Simpson sedujo al rey inglés, Eduardo VIII, hasta el punto de hacerle renunciar a la corona, se rumoreó que lo había hecho con la ayuda de las mañas sexuales aprendidas en los burdeles de Shanghai donde la había metido su obsceno primer marido.
No por eso Shanghai se convirtió en un cuerpo extraño a China -un enclave con ese cosmopolitismo que ha perdido toda fecundidad ahora cuando en cualquier lugar se mezclan indiferentemente todas las lenguas y todas las razas. En ella florecieron cosas tan diversas pero tan inequívocamente chinas como la literatura de Lu Xun -el iniciador, dicen, de las letras chinas modernas- el qipao (ese vestido femenino largo del cuello a los pies pero ceñido como una piel de serpiente) o el Partido Comunista, fundado allí, en un local ahora convertido en museo en medio de una barriada comercial de lujo.
En los barrios de Shanghai aún perdura el recuerdo de las viejas concesiones; quizás más que en las otras en el barrio francés, poblado de tiendas de moda, calles sombreadas y pequeños jardines. Allí está aún la casa de Chou-en-lai, el brazo derecho de Mao Tse Tung, o el lado urbano del fundamentalismo campesino de aquél, o el rostro burgués o liberal o moderado de una revolución que llegó a todos los extremos sin atropellarlo a él. Es una casa burguesa en un buen sentido casi extinto: elegante, discreta, cuidada, sin la opulencia de las élites nuevas o antiguas ni la ostentación de cemento de las jerarquías de partido. En Shanghai no abundan los recuerdos de los líderes revolucionarios; Chen Yi, el primer alcalde comunista, está allí, enérgico y de bronce, justo en el punto medio del viejo paseo plutocrático del Bund, pero por lo demás hay que hacer enormes esfuerzos para imaginar que esta ciudad fue alguna vez parte de ese mundo, dando origen incluso a su último intento radical, el de la Banda de los Cuatro. Pero a Chou-en-lai los turistas se lo encuentran a menudo, no como ícono, sino citado en las placas de un viejo monumento, un templo o un jardín que se salvaron de la destrucción de los guardias rojos por su intervención. Él era un señor culto y viajado, y sabemos que gente como él aprecia las curiosidades. Pero ahora esas amenidades reaccionarias son reductos de escala más humana en medio de una barahúnda de torres capitalistas erguidas sobre la tierra rasa revolucionaria.
Algunas guías turísticas advierten de la existencia de un museo de la propaganda política china, dan la calle y el número. Pero cuando el turista decide visitarlo, se pierde: no encuentra el número, ninguna placa identifica el museo, se pregunta si la guía está equivocada, si el letrero de la calle lo está o si la numeración china de las calles oculta alguna originalidad. Pero al poco el portero de un edificio cercano llega, pregunta en inglés “Museum?” y con signos conduce a los visitantes a una entrada de garaje. Por un ascensor allí oculto se llega al museo, cuyos únicos carteles están dentro. El museo es minúsculo pero rico. Consta de una gran sala con paneles que la dividen, llenos como las paredes de carteles que ilustran toda la evolución de esa especialidad del realismo socialista, y acompañados por sobrios comentarios. En los comienzos del régimen, tienen el estilo e incluso la temática de la publicidad del viejo estilo: seductoras damas de Shanghai vestidas con su qipao, hogares felices saludando los inicios de la república popular. O pinturas cuidadamente académicas en que Mao y sus camaradas inauguran esa república desde el pórtico de la Ciudad Prohibida. O, más tarde, el rostro de Mao flotando como un sol sobre campos fértiles y labradores entusiastas -la tez colorada no es casual, se nos explica, ella procede de la vieja simbología de época imperial, en que el rojo intenso era signo, claro está, de vigor cósmico. O aún más tarde, los trazos enérgicos de los carteles de la revolución cultural, brochazos negros sobre blanco que fulminan recuas de enemigos políticos con rasgos animalescos, en contraste brutal con ese edulcoramiento lírico o épico de otros momentos de la revolución. No más de dos o tres: se nos explica que esos carteles son extremamente raros, han sido cazados y eliminados; como ocurre con toda la época que los vio surgir, es difícil saber qué ha sido de su espíritu, si ha ido a parar a la catacumba o se ha hospedado, ya menos ruidoso, en los palacios. No hace falta que los textos explicativos expliquen mucho más: es obvio que los organizadores y dueños del museo no actúan por amor a los tiempos pasados. Eso tiene la propaganda: se torna contra sí misma con solo que la reunamos y la pongamos entre comillas. La semiclandestinidad del museo nos hace pensar una vez más en esa transición desde el comunismo hasta su negación más firme, más extraña en Shanghai que en ningún otro lugar. En la otra sala del museo, se puede comprar una enorme variedad de itens ligados a la vieja propaganda: carteles, pins, gorras, banderas, libros rojos... Son reproducciones de buena calidad a buen precio. Más caros, se venden también los mismos objetos originales. La economía planificada los produjo en abundancia para que aún hoy sigan dando abasto a la nueva.
Nadie puede extrañarse de que con tanta frecuencia se encuentre una voluntad de desgajarse del pasado comunista. Los cuarenta primeros años de la República Popular empequeñecieron esa Babel que había nacido para el mundo y para las finanzas, que solo volvió a encumbrarse después de las reformas de Den Xiao Ping, ya a finales de los ochenta. Shanghai exhibe al mismo tiempo su cosmopolitismo, su espíritu liberal y xenófilo, y mantiene, claro está, una pugna de metrópoli a metrópoli con Pekín; hay incluso un cierto prurito por cultivar la lengua local en detrimento del mandarín. Shanghai es China, pero no quiere reducirse a China.
Qué otra cosa se podría esperar sino un gran escaparate, si hay detrás una enorme tienda. Siguiendo el curso del Huang-Po hasta la confluencia con el Yang Tse se siguen las decenas de kilómetros de los muelles del puerto de Shanghai: los cargueros, con sus montañas de containers, se parecen a los bloques de viviendas que se alinean masivamente en la periferia. Es el mayor puerto de carga del planeta, a su modo el ombligo de un mundo difícilmente sostenible y más difícilmente soportable.
Por eso mismo sorprende que la polución visible y casi tangible del cielo de Shanghai -que no puede quedarse en el cielo, que tiene que llover sobre la vida de quienes cobija- no oculte el color de las cometas. Las ciudades no suelen desperdiciar la ocasión de parecer una selva: es parte de su imponencia. “Hay barrios en Nueva York que no le recomendaría que invadiese” le decía el protagonista de Casablanca, en un intercambio de fanfarronadas, al oficial alemán que le hablaba de la posibilidad de invadir los Estados Unidos. Las grandes urbes tienen hoy una reserva de ferocidad superior a la de sus países, que resiste a los poderes públicos por absolutos que sean. Y por eso la jovialidad de Shanghai sorprende. Hay algo de inusual en que ese monstruo de poco menos de veinte millones de habitantes -algo más de veinte si se cuenta con el Gran Shanghai- con un pasado de casino y burdel y un presente de factoría universal, parezca guardar un qué de inocencia en sus calles. Y la policía podrá conseguir, quizás, que la gente transite segura por las calles, pero no que viva en ellas, porque las calles pueden ser hostiles de muchos modos respetuosos con la ley. Y en Shanghai se vive en las calles. No sólo en los parques donde se ejercita el tai-chi o se ensayan boleros, valses o tangos al son de un tocadiscos enchufado en el kiosco de bebidas más próximo, sino también en esos espacios populosos entre mercados, templos y casas de comida con sus cilindros humeantes de dim sum, o hasta en esas avenidas donde una riada densa de peatones detiene el empuje de los vehículos cuando se enciende la luz verde. Gente, mucha gente, demasiada gente pero no esa masa de muertos vivos que tantas veces engendran la multiplicación y los neones. Será el crecimiento económico. O será la costumbre ya vieja de convivir con sus lacras; demasiadas lacras, demasiada costumbre. Los habitantes de Shanghai saben mucho antes que nosotros lo que es vivir en un gran casino.
martes, 18 de octubre de 2011
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