domingo, 21 de marzo de 2021

Comuneros

De aquí a nada debería celebrarse el quinto centenario de las Comunidades de Castilla. Aunque no me vayan las efemérides ni sepa de las Comunidades más de lo que he leído en un par de libros, me preocupa que una fecha tan redonda pase en blanco. Hace dos años fue el quinto centenario de las Germanías de Valencia y no oí un pío. Empiezan a aparecer, sin embargo, referencias a los ciento cincuenta de la Comuna de París. Las revoluciones ibéricas que inauguraron nuestra edad moderna nunca han gozado de gran prestigio. Historiadores de derechas y de izquierdas han echado mano de sus catecismos preferidos para calificarlas de movimientos trasnochados, provincianos y medievales, opuestos a la idea del Imperio (que para unos llevaba derecho hacia Dios y para otros a la victoria final del proletariado, después de algunos rodeos). Buenos a lo sumo para fiestas regionalistas, de regionalismos al biés como el castellano. Comunidades, germanías: chapuzas intempestivas. Y sin embargo en los relatos contemporáneos se encuentran escenas que no desmerecen de las de, pongamos, unos inicios de una Revolución Francesa de primera calidad. Tejedores, calceteros, agujeteros, unos cuantos hidalgos, algunos nobles asaltando no una sino varias bastillas, asesinando diputados vendidos a la camarilla real, saqueando y quemando casas de ricos. Se habla de libertades, de hermandad, alguna vez hasta de democracia, y siempre del interés de la república, que por entonces, nótese bien, no era lo contrario de la monarquía. Aunque de vez en cuando se habla también de una república sin monarca. No en la capital -no había capital por entonces- sino un poco por todas partes: Toledo, Segovia, Valladolid, Burgos... Cada ciudad envía sus diputados a una Junta que se reúne en Ávila, que redacta las reivindicaciones comunes y nombra un capitán general de su ejército. Las Comunidades no fueron una chapuza: estuvieron más de una vez a un paso de triunfar. Ya se sabe cómo había empezado todo. Los Reyes Católicos habían iniciado lo que se llama una política dinástica, o sea un juego de mesa (y cama) consistente en casar a sus muchos hijos e hijas con los herederos de Austria, Portugal, Inglaterra y algún que otro reino menor: con el tiempo eso podía llevar a un nieto suyo a heredar unos cuantos reinos (cuyos súbditos podían si quisiesen considerarse los unos dueños de los otros mientras no olvidasen que el tal nieto era dueño de todos). Podía llevar y llevó. Al Imperio, ese del que un buen número de electores de este país sigue teniendo nostalgia. Felipe el Hermoso, prontamente fallecido, y su hijo Carlos, ambos nacidos en lo que hoy viene a ser Bélgica, vieron a España, o en concreto a Castilla, como la casa de la suegra, o de la abuela, donde solo se va a desvalijar el cofre y llevarse la vajilla de plata. Carlos I llegó a su reino sin saber una palabra de castellano y acompañado por su preceptor y principal consejero, un tal Guillermo de Croy que por sí solo valía por tres plagas de langosta. En menos de tres años acaparó para sí y sus amigos y sobrinos todas las rentas, prebendas y sinecuras que se dejaron ver. Y fue, ay, Tesorero del Reino. Fue también De Croy -que pretendía sin duda ampliar el espectro de sus negocios-, quien incentivó al joven monarca a que corriese a Alemania a cuidar del título de Emperador que acababa de conseguir. No sin antes convocar unas Cortes en La Coruña para que votasen una contribución extraordinaria. Se trataba de ayudar al joven rey a alcanzar su sueño, pagando los préstamos que había tomado para untar a conciencia a los principes electores. Después de largas discusiones, las Cortes acabaron por votar la contribución. La decisión, muy impopular, se puede entender si se tiene en cuenta que un diputado que discordaba fue desterrado a Gibraltar, y muchos otros amenazados con cosas peores. Y bien, el circo estaba organizado: a las ciudades castellanas no les gustó nada la contribución extraordinaria ni el modo en que se había decidido. Como es de rigor en estos casos -al principio de la Revolución Francesa ocurrió lo mismo-, las proclamas de los sublevados rebosaban de amor hacia el monarca y censura hacia los malos ministros. Exigían que rentas y prebendas se quedasen en casa y no fuesen a parar a manos de extranjeros y, en fin, que el rey se quedase a reinar en su reino y no gastase más de lo debido para que los recaudadores no tuviesen que despellejar a la plebe más de lo que establecía la costumbre. Reivindicaciones, convengamos, muy moderadas. Aunque no faltaba quien recordase que en Italia había unas cuantas repúblicas sin cabeza coronada y les iba muy bien. O quien prefiriese buscarse una cabeza coronada menos ávida de ducados. Porque de hecho la había: nada menos que la madre del emperador, Juana I, legítima detentora del trono pero encerrada desde hacía más de diez años porque no estaba bien de la cabeza. Juana podía asumir la soberanía, ya que su joven hijo no parecía muy dispuesto a transigir. Y la partida estaba, en rigor, bastante igualada, bastaba una buena baza política.
Mucho se ha hablado de las causas de la locura de Juana sin parar demasiado a saber si de verdad estaba loca. Investigaciones recientes, incluyendo algunas de cuño feminista, han ido sacando a la luz detalles que parece que ya en la época los ingleses conocían pefectamente. Que Juana no tenía nada de loca. Tenía algo mucho peor: un absoluto desinterés por la religión. No quería ir a misa, ni comulgar ni menos aún confesar y poner su alma en manos de algún santo fraile; eso desde muy joven, para desazón de su madre. Ese desapego hacia la religión no era una actitud inédita en la época, y la reina Isabel tenía un protocolo infalible para remediarla. Protocolo que, ay, no se podía aplicar en el caso. En lugar de ir a la hoguera, Juana fue estrechamente vigilada: su impiedad era inquietante. En 1506 quedó viuda después de dar seis hijos a su hermoso marido y se corría el riesgo de tener una atea reinando en Castilla: para evitarlo, fue a parar a una residencia en Tordesillas, donde se la mantuvo presa y totalmente aislada del mundo, sometida a ayunos y encierros en la solitaria. De vez en cuando le daban cuerda, o sea la colgaban con pesos en los pies para que accediese a cumplir sus deberes de cristiana. No es una leyenda negra: es lo que figuraba en la correspondencia real que un alemán extravagante desenterró hace más de cien años delos archivos de Simancas. Los comuneros tomaron Tordesillas, echaron al marqués de Denia -carcelero o loquero real- y sacaron a la reina de su encierro. Le contaron todo lo que no le habían dejado saber (que su padre ya había muerto, que su hijo era emperador, etc) y, en fin, la trataron como a una reina, pidiéndole encarecidamente que asumiese el trono que era suyo. Pero, ay, Juana tenía lo que ahora se llamaría un problema de interseccionalidad: por mucho que fuese una víctima del patriarcado -y del frailarcado-, era sobre todo una mujer de sangre azulísima. Mejor morir antes que pactar con aquellos pardillos que habían osado levantar la ceja sin órdenes de la superioridad. Juana no firmó y así echó a perder el jaque-mate de los comuneros. Mientras estos iban subiendo al patíbulo ella volvió al trullo, ahora por orden de su amoroso hijo Carlos, que agradecido por su lealtad y preocupado por su salvación eterna, mandó aumentar (dicen) la ración de cuerda. Vivió así hasta 1555, sólo tres años antes de la muerte del Emperador. Hasta su último suspiro, los decretos reales salían en su nombre. En fin, la revolución fracasó, y sus tres cabecillas fueron decapitados -es esa ocasión la que suele conmemorarse- en Villalar, el 21 de abril de 1521. Y en muchos otros lugares y días, porque había muchísimas cabecillas más y la poda se mantuvo sin prisas pero sin pausas unos buenos años. La historiografía habló de la clemencia del Emperador, lo que muestra que el instinto lamebotas nunca ha faltado en la profesión. El decreto del perdón real, leído solemnemente en ceremonia pública, contaba con una lista de excepciones de varias páginas -más larga que el perdón en sí- donde se enumeraban, desde un marqués a un pajariego, todas las cabezas que se habían levantado y que aún debían caer. Era, en rigor, un edicto de proscripción disfrazado de perdón: al parecer, se puede llamar clemencia a dejar con vida a los contribuyentes bien dispuestos. La represión de las Comunidades ha hecho correr muy poca tinta. ¿Y a qué bueno sacar a relucir el fantasma de las Comunidades, si hay tantos que opinan que sería mejor poder olvidar de una vez la GC?
La respuesta la da el mapa adjunto, que no es más que un gráfico sumario de los follones de la época, incluyendo las Germanías valencianas. Mirando ahí se puede discutir si el quinto centenario de las comunidades merece o no recordarse. Si el mapa no habla por si solo, explico: la región donde a principios del XVI se dio todo ese fervor revolucionario corresponde con bastante exactitud a la que desde entonces y hasta hoy mismo se entiende como cuna y catre de la reacción y el conservadurismo peninsular. La mayor parte de la España periférica, la más progresista y cosmopolita como bien sabemos, se mantuvo al margen entre otras cosas porque los negocios imperiales le tentaban. Punto para Zaragoza, que si no participó en la sublevación se amotinó cuando intentaron reclutar allí tropas para reprimir la sublevación de los otros. Los historiadores que entienden del asunto han hablado bastante de cómo todo ese país -industrioso y próspero por entonces- se arruinó minuciosamente durante el llamado siglo de oro, convirtiéndose en un despoblado de rentistas, tinterillos, labradores empobrecidos y conventos. Vete a saber por qué: a mi siempre me ha parecido entender que por una especie de defecto geográfico: ay, esos páramos interiores cerrados a los vientos de la renovación. Si se deja la historia de lado, la meteorología puede explicarlo todo.

sábado, 13 de febrero de 2021

Vacunas y mafias

Cuando se difundió, en 1949, que la URSS había probado su primera bomba atómica, algunos medios franquistas -eso me contaron: yo no había nacido por entonces- dijeron que no pasaba de un farol: Stalin había hecho reventar unas cuantas toneladas de dinamita en el desierto para hacer creer al mundo libre que disponía de La Bomba. Los norteamericanos, que ya habían probado una bomba similar en dos ciudades muy pobladas, estimaron que los rusos lo habían conseguido, sí, pero gracias al espionaje de un matrimonio de comunistas, a los que sentaron en la silla eléctrica en 1953. Años más tarde, los rusos lanzaron el Sputnik I, el primer satélite artificial que orbitó en torno a la tierra: los norteamericanos lanzaron su carrera espacial, en la que pasaron casi una década chupando rueda. Pasaron seis décadas más y en 2020, mientras el público occidental asistía con emoción a la carrera de los grandes laboratorios hacia la vacuna dudando que consiguiesen llegar a ella en tan corto plazo, Putin el imperturbable apareció en la televisión anunciando que Rusia empezaba su campaña de vacunación con una vacuna cien por cien rusa y adecuadamente bautizada “sputnik”.
Hasta hace dos semanas, el público occidental asumía que la sputnik era agua con azúcar que el neo-zar estaba haciendo inyectar en una población desinformada y manipulada. Mientras los rusos se iban vacunando, se festejaba con entusiasmo la llegada de la Primera Vacuna conseguida por el prodigioso esfuerzo de la Pfizer, a precio de pata negra y con condiciones de uso aún más caras. Y la Segunda, la de Moderna, poco más o menos. Y la tercera, Astra-Zeneca, a la que cada día le sale una verruga nueva. Las autoridades europeas empezaban sus educados rifirrafes con los grandes laboratorios, a los que habían donado ingentes cantidades de dinero público: deben sospechar -aunque no lo he oído decir así de claro en los noticiarios-, que están vendiendo el producto al mejor postor en lugar de honrar sus contratos con la UE. Pero ¿qué se puede hacer, si ha sido precisamente la inmensa capacidad asociada al afán de lucro, y la inagotable creatividad de las start-ups movidas por el mismo afán, lo que nos ha llevado por fin a la salvación? En esas, la revista médica más prestigiosa del mundo publica los resultados de los tests de esa vacuna rusa de andar por casa, que demuestran que tiene una eficacia comparable a la de la Primera y la Segunda. Sin contar que es más manejable. Lo suyo habría sido que el título de Primera Vacuna tan coreado por los medios de comunicación pasase de Pfizer al laboratorio ruso, pero no. A fin de cuentas, aún habría que saber algo sobre la vacuna china, que estaba en operación aún antes. Pero parece que a los chinos no les preocupan los títulos. Los antiguos comunistas exultan: ¡la Patria del Socialismo ha vencido una vez más! Pero espera, espera: la URSS ya no existe y Rusia es patria de cualquier cosa menos del socialismo. Más bien un paraíso de plutócratas mafiosos cuya única relación con el mundo soviético consiste en que en su mayor parte salieron de las filas de la KGB. Y qué más da: Rusia no será ya la patria del socialismo pero sigue siendo el Otro Lado. Y lo que importa es que haya el Otro Lado. ¿Un Imperio, una Mafia, un Mundo? ¡Monopolio! Mejor que haya dos, tres, cuatro, que haya competencia: parece que el destino de la antigua Patria del Socialismo va a ser siempre demostrar la ventaja del Mercado. Y de la piratería: es gracias a webs situadas tras el antiguo telón de acero (Sci-Hub, Genesis, etc.) que los científicos occidentales consiguen leer los resultados de sus propias investigaciones, pagadas con dinero público occidental. Es que en casa, y por decisión de los mismos órganos que distribuyen ese dinero, todo lo que los científicos publican queda en manos de grandes editoras privadas: estas lo venden a un precio que ni la universidad de Harvard consigue pagar. Como en el caso de la vacuna, esa decisión se justifica por la piadosa creencia de que la iniciativa privada (o, en fin, lo que recibe ese nombre) tiene poderes paranormales y hay que mimarla. Pero ni los poderes paranormales ni los mimos de la UE han impedido que la sputnik llegase antes. ¿Demasiados mimos para poco milagro? Además del dinero público invertido en el desarrollo de las vacunas, los grandes laboratorios se benefician de la formación de los científicos en universidades pagadas en su mayor parte por fondos públicos y de decenas de miles de publicaciones sufragadas del mismo modo. Así que la contribución de la iniciativa privada al desarrollo de la vacuna puede equivaler, quizás, a la cantidad de naranja que se pueda encontrar en un refresco de naranja. En cuanto al producto final, la vacuna, ese sí es privado: protegido no por una patente sino por secreto industrial, motivo por el cual la señora Van der Leyen ha tenido que reconocer que “la ciencia ha ido más rápida que la industria” y que llevará mucho tiempo hasta que se fabriquen vacunas para todos. Obvio: los laboratorios no se pueden poner a fabricar una fórmula que debe continuar secreta. De modo que mientras la Primera, la Segunda y la Tercera van llegando con cuentagotas, continuaremos confinados, semi-confinados y para-confinados el tiempo necesario para que los laboratorios acumulen dólares para empapelar el camino de aquí a Marte. Es un consuelo: si no podemos enseñar nada a los rusos en cuanto a vacunas, ellos tampoco tienen nada que enseñarnos en cuanto a mafias. La UE dice que no ha recibido ninguna solicitud rusa para la autorización de la vacuna. Los rusos dicen que la han enviado pero que hay una conspiración para ignorarla. No soy nadie para saber quién dice la verdad. Pero en ese mundo ideal donde, dicen, la salud es lo primero, a las autoridades competentes no les costaría mucho averiguarlo.

viernes, 29 de enero de 2021

Basura

Ya sabemos que cuando el sabio señala la luna el necio mira al dedo. Lo dice un proverbio, por supuesto chino. Pero hay veces en que puede ser más sabio mirar al dedo. Por ejemplo, a ese dedo que apunta y dice: “eso, a la basura”. Ese dedo es el tema de este libro. Por mucho que ocupe, contamine y abrume, la basura -la basura objetiva, esa que se barre, recicla, incinera, esconde, exporta- es lo de menos, un detalle accesorio. La basura esencial no es un objeto sino una acción: la de producir sin tregua todo lo que no hay medios de consumir. ¿O es que se ha creído usted, de verdad, que vivimos en una sociedad de consumo?
Del contrato-basura a la telebasura pasando por la comida basura, la ciudadanía no tiene tiempo de consumir, solo hace equilibrios para escapar un día más del basurero de la historia. El antiguo Egipto tuvo sus pirámides, el Paleolítico sus hachas de silex, la Europa del siglo XIII sus catedrales, y el mundo todo, ahora, tiene sus basureros, monumentos mayores y a lo que parece más duraderos que todos los anteriores. De todo eso y mucha más basura se puede leer en mi último libro: las ciento noventa páginas más joviales que se puede escribir tal como están las cosas. La verdadera biblia de la auto-ayuda para obsolescentes. Una entrevista radiofónica sobre el libro: entre el minuto 05:58 y 31:34 https://www.spreaker.com/user/10079497/210118-lletraferida_2?utm_medium=widget&utm_source=user%3A10079497&utm_term=episode_title&fbclid=IwAR0EcdoMnjABHrLx3_PBdYntkgIq_QvQHkVEg-CNvOzWe83Hxsa3Zpvhbt0