jueves, 16 de abril de 2015

La chica que salta y el bar de José


El bar de José es uno de los más populares de mi ciudad. Una persona en la cocina y él en la barra se las arreglan para mantener el mostrador lleno de doce tapas diferentes, servir, cobrar, dar el cambio, poner vajillas a lavar -y barrer, cuando lo permite la muchedumbre, varias decenas de clientes por hora. En el bar de José entras, bebes y comes bien en un quinto del tiempo que te llevaría tragar algún bodrio en un fast-food. José trabaja mucho y gana bastante dinero: si se le va a creer, casi todo lo que sirve viene de productores que no quedan muy lejos, a los que paga puntualmente.
El bar de José es un ejemplo extremo de la eficiencia de la empresa privada, pero es quizás demasiado pequeño para que se le pueda llamar empresa.
Veamos así la empresa de la que he comprado mi último chisme electrónico: las piezas son fabricadas en un país con materiales producidos en un segundo y un tercero, son montadas en un cuarto según diseño ideado en un quinto. En un sexto país donde los impuestos son desconocidos está la sede de la empresa, cuyo principal accionista es un banco situado en un séptimo pero con ramificaciones en otros ciento cuarenta, uno de ellos el mío, donde una concesionaria de la marca me ha vendido el chisme; si se estropea, la responsabilidad es de otra empresa del país vecino. Pero yo ya sé que cuando se estropee o se vuelva lento lo que debo hacer es tirarlo a la basura y comprar otro, porque todo esa maravillosa organización sólo puede mantenerse, y seguir fabricando chismes tan asequibles, si yo vuelvo a comprárselo una y otra vez.
Eso sí que es un ejemplo de empresa, pero ya no está tan claro que sea privada: en toda su extensión incluye una inmensa burocracia, requerida para coordinar todo eso, y está activamente implicada (eso incluye de vez en cuando el soborno) en las políticas de los países en que actúa, para garantizar las “condiciones de competitividad”, o la “salud del sistema financiero”, o la portentosa “infraestructura de comunicación y transporte” que sus actividades exigen.
Si no está claro que sea privada, lo que está desde luego es que genera enormes lucros privados, después de trasferir para el sector público buena parte de sus costes, porque, como nos recuerdan los entendidos en iniciativa privada, nada es gratis: tampoco los requisitos y los efectos de ese trasiego y esa infinita producción de chatarra tóxica.
El caso es que las cosas son así: es un sistema. No hay cómo saber si habría cómo fabricar ese chisme electrónico -que al parecer se ha vuelto imprescindible- de un modo más simple y más próximo. Si fuese materialmente posible, sería económicamente imposible porque la inversión, claro está, se va a esas grandes organizaciones capaces de hacer pagar al sector público lo más feo de la cuenta.
Si tiene que ser así y no puede ser de otro modo, entonces es más que un sistema: es un problema. Como ese problema se ha hecho ya muy grave (¿hay que decirlo?) es obvio que las autoridades competentes se dirigirán al público y le dirán: “tenemos un problema, habrá que pensar qué hacer con él”. ¿A que sí? ¡No! Lo que hacen es decir que, a pesar de todo, hay que reforzar ese sistema: es excelente, el mejor que hay, el más eficiente: y si no lo entendemos nos ponen de ejemplo el bar de José.



Entonces llega la chica que salta, se sube a la mesa y empieza a soltar papeles y a gritar una cosa sobre “imponer a la gente una narrativa demente y quitarle su dignidad para venderla a los bancos”, y muchos clientes del bar de José no lo entienden: ¿narrativa? ¿de qué habla?

martes, 7 de abril de 2015

Dos veces ciento y pico de muertos


Los psiquiatras nos han fallado. No solo han sido incapaces de evitar que el co-piloto hiciese lo que hizo; además, insisten en que no lo podrían haber evitado. Una depresión debería impedir que un aviador subiese a la cabina, cierto, pero lo que hizo el copiloto se debió a algo muy diferente: lo definen como un potente narcisismo gravemente frustrado para el que, aparentemente, no hay pastillas en la farmacia.
Eso se parece demasiado a una culpabilidad individual, que de todas las explicaciones de un mal es, hoy por hoy, la menos satisfactoria: si la culpa es de una institución o una corporación hay alguna esperanza (no tan fundada) de pedir cuentas, o de exigir que se tomen medidas, pero un mundo de culpabilidades individuales es inquietante, un campo minado con una mina por cabeza.
Pero quizás no haya que desistir tan pronto: si quisiésemos, quizás podríamos encontrar culpables adecuados. Por ejemplo, culpables del potente narcisismo del copiloto. ¿Quienes son esos canallas que a pretexto de cualquier cosa -campeonatos deportivos, campañas electorales, anuncios de coches, de viajes o de margarinas, de colegios para los hijos- andan gritando que no hay límites para nuestros sueños? Todo indica que el copiloto había sufrido un lavado de cerebro de este tipo: no le acuciaba la miseria, no se había quedado sin nada que hacer en la vida, pero lo único que le importaba era el sueño de volar muy alto y muy lejos, que es una de las primeras formas de la falta de límites que se le ocurre a una mente con poca imaginación. Como no iba a ser posible, y como el piloto no tenía ni intereses que no fuesen sus sueños ni un responsable a mano a quien pedir cuentas, decidió hacérselo pagar a los ciento cincuenta pasajeros. La idea de que no hay límites es desde luego falsa - si no existiesen por si mismos ya bastaría con la masa de humanos empeñados en elevarse sobre la masa- y además es profundamente nociva: que lo diga cualquiera que tenga un vecino convencido de que los límites no se han hecho para él. Se le podría dar un nombre: ilimitismo. Los ilimitistas están por todas partes, y las autoridades no hacen nada por ponerles coto: hay gurus del ilimitismo; hay sectas ilimitistas, la mayor parte escondidas tras empresas de fachada; hay incluso estados ilimitistas, y toda nuestra economía está basada en el ilimitismo. Sus cultivadores deberían ser puestos en alguna lista negra, porque si es verdad que el desastre de los Alpes se debió a un narcisismo frustrado habría que preocuparse por esas ingentes cantidades de narcisismo esparcidas por el mundo a la espera de frustración.

Un grupo armado ha acabado con la vida de ciento y pico estudiantes indefensos en Kenia, y no se ve ninguna campaña con el lema “je suis un estudiante de Kenia”. Tampoco hay, que yo sepa, nadie ocupado en recriminar a sus semejantes que no hayan lanzado esa campaña. O sí, bueno: el Papa se ha quejado de esa indiferencia. En los tiempos del “Je suis Charlie”, por el contrario, había cientos de alternativas “je suis X”, indicando la infinidad de causas más sangrantes que la de París por las que uno podía indignarse. Pero su valor radicaba, a lo que se ve, no en ser sangrantes sino en ser eventualmente más sangrantes que la de los otros.
Se puede entender: los sentimientos de solidaridad no son infinitos, de modo que son muy disputados, y los suele ganar quien tiene más medios a su disposición, porque los tiene o porque los enemigos de sus enemigos los tienen.
Estudiantes kenianos no se encuentran en ese caso: son kenianos, y están lejos de esos focos que abundan, por ejemplo, en París. Son demasiado kenianos, incluso, para que los que montan guardia contra la amenaza islamista se ocupen en hacer bandera de su asesinato. El cual tampoco es atractivo para los que criticaban el “je suis charlie”. En el caso de Kenia no se explica mucho con sacar a relucir el colonialismo, los agravios norte-sur o el racismo: habría que esforzarse un poco más y, por desgracia, lo que da más impacto a las causas más justas del planeta no es que sean justas sino que estén listas para efecto inmediato.
Sospecho que la globalización de nuestra ciudadanía no es tan amplia como se cacarea: lo que ocurre en un rincón distante del planeta nos interesa, sí, pero como una especia exótica que acentúa el sabor de disputas bien conocidas. Fuera de eso, la solidaridad de las redes sociales globales es como un placebo del que es peligroso fiarse.