miércoles, 29 de diciembre de 2010

Ley Sinde II. Piratas y alternativos.

Pero no nos pongamos épicos sin necesidad (ver el texto sobre la Ley Sinde, de hace unos días, y el más antiguo sobre los piratas, de 10 de abril). Los críticos de la Ley Sinde mantienen que sus defensores son peones de la gran industria cultural, lo que a lo peor es verdad; y que la legión de descargadores ilegales están en las filas de esa cultura alternativa que la internet posibilita, lo que ni a lo mejor es verdad. Una cosa es que uno simpatice más con los piratas que con el Imperio, otra cosa es que ellos sean en último término verdaderos antagonistas.
Veamos. La universidad brasileña lleva más de una década pirateando a mansalva los productos de Microsoft. En pro de la honestidad Microsoft debería pagar un canon (o al menos ceder gratuitamente sus productos) a cambio de esa práctica que ha habituado a toda una sociedad con millones de consumidores potenciales a usar sus sistemas operativos y sus programas. Muy por el contrario, Microsoft hace los números de costumbre, calculando las pérdidas astronómicas que eso le causa, y presiona para que la práctica sea cohibida y se le pague un precio usurero por cada una de las copias de cada nueva versión de sus engendros, puntualmente refritos cada año. Poco a poco, la universidad brasileña se va plegando a esas exigencias. O, con más criterio, va pasándose a alternativas abiertas, como los sistemas operativos o los programas gratuitos que sus mismos miembros, entre muchísimos otros, producen: buena medida, que acaba a la vez con el pirateo y con el Imperio.
O veamos. Las descargas ilegales hacen que la hegemonía de la industria cultural sea mucho más extensa que lo que permitiría la propia codicia de la industria cultural; de las pérdidas que esa industria atribuye a las descargas habría que descontar por lo menos la propaganda gratuita que los piratas hacen de esa misma producción que piratean. Adolescentes o jóvenes con mucho tiempo y poco dinero absorben ávidamente productos de consumo masivo (y pirateo proporcionalmente masivo) por el que pagarán pasado mañana, cuando tengan más dinero para comprar y menos tiempo para piratear; entre tanto, acuden en masa a los conciertos de los mismos músicos cuyas músicas han descargado y divulgado a destajo sin recibir un céntimo por ese marketing minucioso.
No me parece que haya que exagerar en el optimismo, postulando que los piratas representen una alternativa. Más bien son peones mal reconocidos de esa industria que los colma de insultos. En la internet abundan las iniciativas ajenas a la industria (y esencialmente ajenas al pirateo) que abogan por un saber o un arte alternativos, de libre circulación y dominio público: cualquiera puede participar en ellas, colgando en la red las fotos de su viaje, una música que ha compuesto, una definición de cladística o una receta de rosquillas. La más conocida debe ser la Wikipedia, que no necesita presentaciones. Pese al desprecio que le dedican académicos de pelajes variados, la Wikipedia es con frecuencia brillante. Muchos de sus artículos pueden ser torpes, tendenciosos o deficientes -vicios de los que no están exentas las mejores enciclopedias- pero muchos otros son excelentes. En cualquier caso son muchos más; por su propia naturaleza, la Wikipedia es apta para recoger con presteza una cantidad inmensa de tópicos que tardarían años en ser tratados por enciclopedias convencionales. Al día de hoy, los artículos de la Wikipedia en español ascienden a 689.000, lo que puede parecer mucho pero es muy poco para una de las lenguas más habladas del planeta; muy poco en proporción con los desempeños de lenguas menores como el ruso (640.000 artículos) el portugués o el holandés (662.000 cada una) o el polaco (741.000), para no hablar del francés (1.048.000) el alemán (1.166.000) o, claro está, el inglés (3.512.000). Es un síntoma, simple como un dolor de muelas, de al menos dos cosas. Una, que por mucho que muchos hispanohablantes estén dispuestos a defender su lengua en disputas parroquiales (por ejemplo, sobre el uso del castellano en Cataluña o en el Pais Vasco) se gasta relativamente poco esfuerzo en lo que debería importar más, a saber la situación del castellano en la internet y en los recursos informáticos asociados a ella. La otra, que sea o no verdad que los usuarios españoles de la red están a la cabeza de la piratería, desde luego no lo es que estén a la cabeza de la cultura alternativa en la red; lo uno no va necesariamente con lo otro. O que la cultura es algo que se hace, no algo que se consume.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Worst sellers ilustres: Barret, por ejemplo.

Una de las desgracias de la literatura es esa convención corporativa que la limita a una serie de círculos, escuelas y generaciones de literatos profesionales -sujetos a crisis regulares de angustia porque, agotado el ciclo de repetirse, extremarse o contrariarse unos a otros sienten que ya está escrito todo lo que había por escribir. La historia de la literatura española, concretando, se aburre repitiendo las glorias de quienes del siglo XVII acá han venido reformulando la apasionante polémica entre conceptismo y culteranismo. Mientras tanto, se reserva una nota de pie de página o una especie de anexo a, por dar un ejemplo, todos los autores que se dedicaron a poner por escrito toda esa interesante atrocidad que fue la historia americana. Y no es que Bernal Díaz escribiese mal, aunque fuese de pocas letras, ni que Félix de Azara tuviese menos arte literario que Moratín. Lo que pasa es que se entiende que la conquista y destrucción del imperio azteca o el mundo multiforme y fronterizo de la América meridional del siglo XVIII son asuntos de interés secundario comparados con los idilios de pastores de pega o el sí de las niñas. El resultado es que quien leyese, sin otras informaciones complementarias, la totalidad de las obras comentadas en los manuales al uso, podría ignorar que desde finales del siglo XV buena parte de la historia de este país ha pasado al otro lado del atlántico. Es un provincianismo heroico que no viene de una historia recluida y sin horizontes, sino de haberse perdido por el mundo sin haber encontrado en él nada que supere a las intrigas de parroquia. A esto no hay mucho que objetar, porque tanto vale una provincia como otra, y se sabe más de la propia; pero es que para eso valía más no haber salido de ella. Probablemente habría sido mejor para muchos.
No hay que retroceder a los tiempos de Bernal Díaz. ¿Está usted cansado de la vida y milagros de la generación del 27? ¿Sí, de verdad? ¿Y de la del 98? ¿Y ha leído Ud. a Rafael Barret? De acuerdo, Barret sólo escribió decenas o centenas de artículos, cartas, algunos cuentos en los treinta y cuatro años que vivió desde su nacimiento en Torrelavega en 1876 hasta que murió en Arcachon, tuberculoso y con cara de haber vivido por lo menos el doble.
Casi todo lo escribió en Paraguay, lo que es una garantía de interés secundario (salvo, claro está, en Paraguay, donde es recordado y reconocido). Sus obras Lo que son los yerbales paraguayos o El dolor paraguayo, literatura de viaje y de denuncia al mismo tiempo, son descripciones impresionantes de modos de trabajo esclavo que aún perduran en las américas, o de la vida en un país arrasado por una guerra de interés secundario pero tan mortífera como las peores que se han sufrido en continentes menos secundarios (¿ha oído usted hablar de la Guerra del Paraguay?). Sus cuentos son breves esbozos naturalistas que resumen muchas miserias en poca retórica -ahí Barret ha envejecido: en su época se entendía que eso podía cambiar. Los artículos que publicó en la prensa sudamericana, por el contrario, son un buen motivo de depresión para quien los compare con la mayor parte de lo que puede encontrar a la venta en el kiosco más próximo. No ya que muestren que se puede escribir en la prensa diaria y ser al mismo tiempo decente y lúcido, o que sean breves obras maestras de claridad e intensidad; lo peor quizás es que, por mucho que traten de noticias ya antiguas, consiguen ser más actuales que muchos otros de última hornada. Barret fue un hombre muy combativo, desde su juventud de señorito más o menos calavera que tuvo que dejar España entre otras cosas por su afición a los duelos, hasta que, ya inclinado al anarquismo y a duelos más serios, se buscó o simplemente se encontró infinitos problemas escribiendo lo que pensaba o participando en agitaciones políticas sudamericanas. Además de combativo -un rasgo del que no carecen muchos escribidores deleznables- tenía una cultura amplia y actual, le interesaba la ciencia y el suyo era ese tipo de anarquismo que parece comprensible a los veinte años pero imprescindible a partir de los cuarenta. Por lo demás, escribía bien, tan bien como los literatos declarados de su generación o aún mejor: así opinó gente de gustos difíciles como Valle Inclán aquí o Borges allá. La honra local ha hecho que por fin sus obras completas sean editadas en España, o en concreto en Cantabria, por la editorial Tantin en colaboración con la consejería de cultura de allí. Si se ha cansado de leer lo mismo que todo el mundo lee, lea a Barret, si lo encuentra.

sábado, 25 de diciembre de 2010

La Ley Sinde y la virtualidad

Para entender las polémicas suscitadas por la llamada Ley Sinde -la que pretendía cohibir las descargas ilegales de músicas, películas y otros productos culturales – y su rechazo en el Congreso español, hay que recordar esa distinción tan interesante que hacen los economistas entre la economía real y esa otra economía que podríamos llamar virtual. La economía real trata -o eso creo, no soy economista- de lo que las personas producen y consumen efectivamente; la virtual de lo que podrían o desearían producir o consumir ahora, o mañana, o después de la jubilación. Sus ahorros, sus negocios futuros, lo que esperan lucrar con ellos, los valores que alcanzarán de aquí a diez años el terreno que acaban de comprar en la playa o sus acciones de Repsol, los inmensos réditos que se obtendrán de los pozos petrolíferos que Brasil ha descubierto bajo el mar a profundidades portentosas sin que se sepa todavía a ciencia cierta cómo se van a repartir o como se van a alcanzar. La economía real asciende apenas a una parte modesta de la virtual: para dar un ejemplo bien conocido, en el viejo cuento de la lechera la economía real se reduce al cántaro de leche que la protagonista lleva sobre la cabeza, y la virtual asciende a las vacas, las haciendas, las casas y los palacios que acabará obteniendo a partir del cántaro. Virtual no significa inefectivo: es por causa de toda esa fortuna virtual fabulosa que la lechera se anima a ordeñar sus vacas todas las mañanas (o al menos es lo que se supone ahora), y es por causa de ella que empieza a saltar con el cántaro en la cabeza y lo rompe: ese accidente es lo que se llama crisis, sustituyendo las piruetas de la lechera por la de sus banqueros. La economía virtual, saludable o en crisis, domina a la economía real, lo que muestra a las claras que la racionalidad de la economía no copia servilmente a la realidad verosimilista de la vida cotidiana, muy por el contrario proporciona a ésta una bocanada de imaginación y adrenalina.
En fin, lo virtual no es irreal, pero lo que lo define es no poder tornarse real sino parcialmente, muy parcialmente. Pues bien, la mayor parte de las cuestiones relacionadas con la Ley Sinde ocurre en el universo virtual.
Millones de consumidores obtienen músicas, películas e incluso novelas en el universo virtual de las descargas ilegales, y virtualmente las consumen; digo virtualmente porque podrían consumirlas realmente, pero tantas son las que acumulan de ese modo tan económico que no lo harán más que en pequeña proporción. Con ello, dejan de comprar esos mismos productos que no comprarían realmente a no ser que poseyesen la prodigiosa cantidad de efectivo que necesitarían para ello en la senda de la legalidad; y si esos productos estuviesen realmente a su disposición, porque los estantes reales de los comercios reales son limitados, y casi solo dejan sitio para centenas de copias reales de dos o tres productos de mucha salida.
Con ello, la industria cultural deja de recibir muchos millones de euros virtuales con los que, si no fuese por las nefastas descargas, podrían, o eso se dice, producir un volumen de música, cinematografía y literatura virtualmente variada, innovadora y de gran calidad, en lugar o además de lo que realmente produce. Los creadores que realmente ganan mucho dinero con la producción real se lamentan de que sus ganancias virtuales podrían ser mucho mayores. Los creadores que no lo ganan, que naturalmente son muchos más, y la industria independiente e indigente que los apoya, se irritan por lo mismo, aunque en otro orden. Como a ellos (lo consigan o no) les toca producir en realidad con medios realmente precarios ese arte alternativo que los otros solo producirían si fuesen aún mucho más ricos, envidian esa realidad que a la gran industria y a los grandes autores les queda una vez descontado el expolio de las descargas virtuales. Es decir, su virtualidad es la realidad de los otros y viceversa. Unos y otros reivindican ese mundo maravilloso en el que todo lo que es virtual ahora sería real: pero esa realidad de la virtualidad es solo virtual, porque en la realidad de lo que ocurre nunca deja de faltar la virtualidad de lo que por una u otra razón no ocurre. En concreto, el marketing y la distribución -que dan cuenta de la mayor parte de los medios reales o virtuales de la industria – hacen que solo una ínfima parcela de esa virtualidad se divulgue infinitamente generando enormes lucros y pérdidas aún mayores, mientras la mayor parte de la producción cultural se queda no solamente con ganancias reales irrisorias, sino también con pérdidas virtuales igualmente irrisorias.
Puede ser que lo anterior sea un galimatías incomprensible, así que resumamos: el argumento de que las descargas ilegales esterilizan la creatividad de los creadores, al dejarla sin recompensa, es noble pero inconsecuente, porque los creadores que ya viven y crean muy bien con lo que ganan ahora difícilmente mejorarían su creación si ganasen cinco veces más en el caso hipotético de que los piratas decidieran gastar el dinero que no tienen; probablemente tendrían que dejar de crear para tener tiempo de administrar esa fortuna. Los que crean pero no viven con lo que ganan difícilmente pasarían a ganar para vivir aunque nadie descargase ilegalmente sus obras, por la simple razón de que los descargadores ilegales pueden ser piratas pero no consumidores originales: descargan lo mismo que los compradores legales compran, o sea, sustraen muy poco a los que ganan muy poco, y mucho a los que ganan mucho. Contra lo que podrían sugerir ciertos argumentos que a veces se usan, las leyes de protección de derechos intelectuales no están pensadas para equilibrar las desigualdades de renta del trabajo intelectual, sino para aumentarlas, haciendo crecer muchísimo las que ya han crecido más que bastante.
En fin, los partidos políticos de la oposición, que en modo alguno se oponen al principio de la propiedad aunque ella sea sólo intelectual, han hecho naufragar la Ley Sinde. Apoyarían una virtual ley antidescargas propuesta caso ellos estuviesen real y no solo virtualmente en el gobierno; como realmente no lo están y no sufren las presiones reales de la industria, se despreocupan de las presiones de los creadores (que por razones desconocidas son virtuales votantes del partido que no es de oposición) y virtualmente favorecen las tesis anarquizantes de los free-commons, con las que realmente no tienen mucha afinidad. El rechazo de la ley Sinde supone un desastre para el futuro virtual de la cultura española; en cuanto a la cultura española real se teme que continúe reconocible con descargas o sin ellas.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Villancicos

Suenan villancicos por todas partes, las televisiones programan películas que tratan de pequeños dramas familiares con final feliz, y la gente compra mucho: es Navidad. Se decía hace unos años que en Inglaterra una caza al zorro no estaría completa sin su cortejo de manifestantes en defensa del zorro, y del mismo modo le faltaría algo a la Navidad sin los columnistas y los tertulianos antinavideños expresando su asco hacia la felicidad obligatoria, los villancicos, los festines y los empachos; los hay específicos, que detestan exclusivamente la Navidad, y fundamentalistas que detestan todas las fechas señaladas y suspiran por un mundo sensato con semanas de diez días y turnos racionalizados de vacaciones que dosifiquen bien el trabajo y el descanso.
Pero el acuerdo de fondo subsiste porque la inmensa mayoría de los antinavideños, independientemente de su nivel de militancia, también compra mucho. En rigor, la ortodoxia consiste en eso, y no en derretirse de emoción delante de un pesebre: hace unos siglos, un inquisidor comentaba que, más allá de detalles teológicos, lo que permitía reconocer a un judío o un musulmán secreto era su resistencia a comer jamón. Sabía bien que los detalles teológicos no son nada sin alguna herejía tangible y cotidiana, que en el caso de las navidades consistiría en pasar por estas fechas sin haber comprado nada.
Hará casi sesenta años que los canónigos de Dijon, irritados con las modas americanas que habían invadido Francia, y con el consumismo que amenazaba esas fechas entrañables, erigieron delante de la catedral una hoguera donde quemaron una imagen de Papa Noel (esa imagen de viejo gordo y barbudo vestido de rojo, elaborada no muchos años antes por los publicitarios de Coca Cola a partir de algunos folclores previos). El antropólogo Claude Lévi-Strauss publicó por entonces un artículo sobre el episodio, mostrando que esos defensores de la tradición tenían la tradición en contra, porque el Papá Noel de los americanos era en realidad mucho más viejo que los belenes, los reyes magos y las fiestas entrañables. Un poco por todas partes y desde una antigüedad muy remota esas fiestas del final invernal del año han dado lugar a la llegada de personajes (casi siempre viejos; en realidad, más que viejos, espíritus de muertos) cuya principal función era abrumar con regalos a los niños; gastar, derrochar aunque fuese en una medida que ahora y sólo ahora puede parecer sobria. Lo más interesante del consumismo es que es una compulsión muy antigua, aunque en tiempos arcaicos tenía que ver con la aproximación periódica de los muertos (muerte y consumo han sido casi sinónimos, con buenas razones) y ahora es, digamos, el principio racionalizador de la vida más corriente; consumir hasta la aniquilación es una tradición venerable; la novedad consiste en la creencia de que se debe encontrar una maña para hacerla sostenible. Qué más podía esperarse sino que, un poco por todas partes y desde tiempos muy antiguos, ese personaje generoso fuese también consumido. O sea, quemado al final de la fiesta, como hicieron los buenos canónigos de Dijon que, puestos a rechazar el neopaganismo, oficiaron sin querer las ceremonias del paganismo viejo. El derroche navideño tiene su lado angustioso, como todo buen consumo.
Villancicos por todas partes, y alguien podría quejarse de que ese acervo musical resulte demasiado pobre; canciones de villanos, y además en diminutivo, precisamente ahora cuando los villanos ya no existen, o casi no se dejan ver, escondidos en sus casas de pueblo viendo los anuncios de cava en la tele. Piezas como una Marimorena o un Pero mira cómo beben son muy pobres al lado de un Heilige Nacht, o de un Adeste Fideles, cuya música se atribuye a un rey portugués. Pero todo ese bullicio de zambomba y pandereta, sin una mala polifonía que llevarse al oido, tiene su ventaja filosófica; véase ese existencialismo descarnado de la virgen lavando pañales y tendiéndolos en el romero, esa escena de vida de chabola que no se inmuta por mucho que dios en persona se deje caer; podrá el mundo ponerse cabeza abajo, podrán nacer cielos nuevos y tierra nueva pero al final de todo quedarán pañales por lavar. En lugar de toda esa beatitud reverente de adoremos, cantemos, gloriemos, noches blancas y felices, esos versitos definitivos:
“La nochebuena se viene/la nochebuena se va/ y nosotros nos iremos/ y no volveremos más”.
En realidad, eso basta para mostrar que a los antinavideños lo que les molesta no es la carcundia de la Conferencia Episcopal y la fragilidad del laicismo español, sino el simple paso del tiempo.

domingo, 12 de diciembre de 2010

**Fitzcarrald, mitología en tres fases


1. En 1982 Werner Herzog lanzó a las pantallas un ejemplo radical de cinéma-verité. Lejos de esconder su cámara en los pliegues de la realidad para absorberla y registrarla, convirtió el rodaje de su película Fitzcarraldo en un episodio similar a la historia que la película narraba. Y no solo porque en lugar de hacer uso de decorados, o extras aindiados, o de los trucos de cine ya disponibles en la época, se obstinase en reproducir en la selva real la hazaña real de su héroe –hacer pasar un barco a través de una montaña- ni porque lo hiciese con la ayuda de un vasto grupo de verdaderos indios ashaninka, habitando a su lado (en un campamento aparte) con su grupo de técnicos y actores, ni porque contase con la participación de un actor que tendía a confundirse con sus personajes. Lo que definitivamente hizo de Fitzcarraldo una película peculiar fue su capacidad de ingresar en la misma galería de fantasmas en que ya figuraba su protagonista.



Como ya había sucedido en las empresas de los barones del caucho, decenas de indígenas fueron arracimados lejos de sus casas y sus huertos, en territorio ajeno, con la expectativa de un buen lucro, y como en el pasado, ese desarraigo produjo conflictos y alguna muerte. No, como se ha llegado a decir, en el propio rodaje sino durante los desplazamientos a los que el trabajo obligaba. El equipo tuvo que huir de su primera localización, en el Alto Marañón, debido a la hostilidad de los Aguaruna que llegaron a asaltar y destruir el campamento de los cineastas; la empresa fue denunciada como etnocida y peligrosa en la prensa peruana, que acusó a Herzog de valerse de militares para intimidar a los indios. Las innumerables dificultades estuvieron a punto de echarlo todo a perder, y obligaron a reformular parte de la trama y del elenco (Jason Robards fue sustituido por Klaus Kinski, y Mick Jagger salió de la película junto con el personaje que representaba). Es más, todo el episodio se vio envuelto en la misma atmósfera terrorífica que caracteriza a las viejas gestas de los caucheros, y los indios pudieron ver en los alemanes y americanos del equipo variantes modernas del pishtaco o el sacacara, esos ogros blancos que merodean en busca de grasa o piel de indio para venderla a la industria. De todo ello ha escrito en varias ocasiones (especialmente en su libro An Amazonian Myth and its History, de 2001) el antropólogo escocés Peter Gow – que hacía su trabajo de campo en la época y en una zona muy próxima a la del rodaje. Durante el rodaje y después de él corrieron rumores de que los indios que trabajaban en la película vivían encerrados atrás de altas cercas, de las que cada día algunos escogidos eran sacados por unas portañolas para arrancarles la cara; lo que quizás un rumor extendido por los madereros locales, molestos con los salarios mayores que ofrecían los cineastas. No importa mucho que los métodos de Herzog y su equipo, en el peor de los casos, estuviesen muy lejos de la violencia de los viejos caucheros: su empeño exacerbado en lograr un propósito absurdo (hacer que el barco trepase por una montaña) era tan incomprensible como la codicia de aquellos por la goma, y la realización de la película, nebulosa en sí, no podía ser sino una manifestación más de la furiosa locura de los blancos o una tapadera para fines secretos; bien o malintencionada, esa empresa se insertaba en una red local de manejos y sospechas y en eso que alguien ha llamado la cultura del terror en la Amazonia.
El mismo rodaje –en una época en que aún no se había generalizado la elaboración de making-off- fue el tema de un documental y un libro (Burden of Dreams es el título de ambos) de autoría de Les Blank y Maureen Gosling, a los que pueden acudir los interesados en más detalles.

2. Herzog no pretendió hacer una reconstrucción histórica del episodio de Fitzcarrald. No sé hasta qué punto investigó las fuentes disponibles, pero si lo hizo está claro que no se interesó por aprovecharlas al máximo. En lugar de ello, parece haber confiado en una intuición interesante, la de que la Amazonia de la época del caucho continuaba sin cambios esenciales en la Amazonia de los años ochenta. Así, simplemente añadiendo algunos trajes de época o eliminando algunos elementos visiblemente anacrónicos –radios, coches o motocicletas- filmó en los barrios de palafitos de Iquitos o pobló el Teatro de la Ópera de Manaus con la élite actual de la ciudad; rehabilitó algún barco viejo, en lugar de construir uno antiguo, y contrató, quizás medio por casualidad (a fin de cuentas su propósito inicial era trabajar con los Aguaruna, mucho más al norte) un grupo de indios de la misma etnia de los que habían colaborado con Fitzcarrald muchas décadas antes; como los Ashaninka aún usaban y usan sus atuendos y sus pinturas de antiguamente no fueron necesarios esfuerzos de figurín. Para hacer más amazónica su historia, no recurrió a la reconstrucción arqueológica sino, con mucho tino, a la mitología local, juntando en el escenario del teatro a Sarah Bernhardt junto a Enrico Caruso, incluyendo en su guión el ferrocarril del Madeira-Mamoré (aquel en cuya construcción, según la leyenda, había muerto de malaria un obrero a cada traviesa), o escenificando una vez más la seducción de los salvajes por la música o por el gramófono (un tema constante en la mitología colonial, que aparece en numerosas fotografías, o en una película como Nanook del Norte de Flaherty, pero que en última instancia remite a la figura de Orfeo domesticando a las fieras con su lira). La mitología local de la Amazonia coincide y dialoga mucho con la mitología europea sobre la selva: una y otra están obsesionadas por el barco –siempre un barco medio fantasma, dotado de algo de vida y voluntad propia, a veces un monstruo devorador en sí mismo. Obsesionadas también por la presencia de los iconos de la civilización refinada en medio de la selva: Caruso llegó a cantar en Manaus, sí (alguna selección de arias y romanzas, no una ópera) pero ya he oído hablar de su paso por lugares muchísimo más recónditos, y las consejas nativas hablan con frecuencia de magníficas ciudades sumergidas o escondidas en la selva, repletas de rascacielos y fantásticos aeropuertos. Obsesionadas, en fin, con la Naturaleza: para los indios, porque el mundo vegetal y animal es un espejo ad infinitum de la regla y la sociabilidad humanas, para los europeos, porque es la negación de todo eso. En el documental de Blank y Gosling, Werner Herzog monologa, en un momento, sobre su desesperación en un rodaje casi imposible, y expone su filosofía a respecto de una naturaleza atroz, poderosa y ciega, que es la que posee y se sobrepone a sus personajes. Se le podría objetar que ese pesimismo, en sí posible, solo se hace necesario cuando la tal naturaleza se confronta con planes prometeicos; fuera de ellos, la atrocidad de la selva no es más visible que la de cualquier otro medio, y permite lo que se puede llamar una vida muy normal.

3. Carlos Fermín Fitzcarrald López es un personaje importante de la historia finisecular de Perú, o al menos del Oriente de Perú (es decir, del Perú amazónico, siempre un tanto marginal en la historia oficial del país), el prototipo y ejemplo supremo –quizás junto a Julio Arana, el patrón del Putumayo- de la cohorte de neoconquistadores que penetraron en la selva en busca de caucho en la época del boom. Para unos fue uno de esos saqueadores desalmados que armaban con winchesters a los Piro para que les consiguiesen esclavos Campa y a los Campa para que les suministrasen esclavos Piro, que destruía con la misma impiedad hombres y árboles. Para otros, un héroe patriótico cuya labor debería haber continuado para que el Perú se apoderase más rápida y efectivamente de sus dominios orientales.

Sería fácil claro está, contraponer el Fitzcarrald real al Brian Sweeney Fitzgerald-Fitzcarraldo creado por Herzog: el primero era mucho más peruano que el segundo en sus modos y en su aspecto, aunque tuviese de hecho ascendencia irlandesa, y no estaba, que se sepa, especialmente interesado en la ópera. Ni era desde luego un alucinado ni un hombre solitario: tenía amplias alianzas empresariales y políticas y su suegro era su principal socio. Manaus con su teatro y el río Madeira con su ferrocarril fracasado le quedaban muy lejos; aunque la geografía obligase a los negociantes peruanos de la Amazonia a contar con socios brasileños y a comerciar por medio del Brasil (Amazonas abajo y no Andes arriba) esos lugares, y el mismo Iquitos, estaban muy distantes de sus dominios y muy lejos también entre si. En fin, sus planes y sus métodos eran descomunales pero racionales, y aunque en efecto uno de sus logros fue construir el llamado istmo de Fitzcarrald (que unía por medio de un camino con raíles la cuenca del Urubamba y la del Madre de Dios) y hacer pasar por él barcazas, hay que decir que ese istmo siguió el trazado más llano que era posible en lugar de estrellarse en línea recta con una pendiente brutal; la construcción de tales varaderos, por lo demás, no fue una exclusiva suya. Pero para ese viaje verosimilista no se necesitan alforjas muy grandes: la película de Herzog no tenía pretensiones arqueológicas, y a su metafísica le sobran esos detalles.
Y además, ese Fitzcarrald histórico que habría que contraponer al Fitzcarraldo mítico de Herzog simplemente no está disponible. Dos años después de que Ernesto Reyna publicase en 1942 su bio-hagiografía (Fitzcarrald, el rey del caucho), aún hoy la fuente de información más común, salió a la luz otro libro, de Zacarías Valdez, antiguo colaborador del cauchero, que intentaba recortar las fantasías de Reyna. Si no recuerdo mal (lo leí en Lima hace bastantes años y no es fácil de encontrar), Valdez desmentía algunas hazañas novelescas que Reyna le atribuía a su héroe en la Guerra del Pacífico contra los chilenos, y también su percepción como Amacegua o “dios blanco” por parte de los indios. En otras palabras, no será en la Amazonia –un lugar tan hostil para el registro y almacenamiento de pruebas documentales- donde se pueda trazar con facilidad ese límite entre historia y mitología que mal puede trazarse para cosas más próximas como la Guerra Civil española o la del Afganistán. El Fitzcarraldo mítico de Herzog se pone simplemente al lado de otros Fitzcarralds de la mitología nacionalista peruana o de la crónica demoníaca del genocidio. Se puede decir, por lo demás, que Herzog, montando su mitología amazónica (personal, pero perfectamente amazónica) no explotó al máximo las posibilidades que los historiadores le daban. En la película no encontró lugar la violencia, tan cinematográfica, de las aventuras de Fitzcarrald, con sus ejércitos de indios, o la figura del Curaca Venancio, un jefe Campa (o Ashaninka, en la terminología actual) que se convirtió en uno de sus principales aliados, ni la sombría figura de Carlos Scharff, uno de sus lugartenientes, cuyo asesinato reivindicaron prácticamente todos los grupos étnicos o sociales de la región. Sobre todo, la película de Herzog –y esto es más llamativo, por lo próxima que esa escena descartada queda a las obsesiones del guión- no aprovechó el fin brutal del Fitzcarrald histórico, que se hundió junto con su barco en un pongo (el de Mainique, si mal no recuerdo). Su cadáver, junto con el de su principal socio, sólo fue devuelto por las aguas días después.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Que suelten a Assange

Quiero dejar claro que la transparencia me parece un ideal discutible. Es decir, es un buen ideal, pero suele dar malas realidades, fuera de ese mundo perfecto de cristal que sería la peor de todas. Será difícil encontrar algo más falso que lo que se ve en el Gran Hermano de la televisión, y el Gran Hermano de Orwell muestra que fingimiento y transparencia no son incompatibles, siempre que se elimine con cuidado todo lo que no sea fingimiento. Es lo que da más miedo del mundo contemporáneo y de la mayor parte de sus gobernantes: la posibilidad de que sean tal y como parecen.
La transparencia en si es insoportable. Basta pensar qué sería vivir rodeado de gente diciendo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad a todas horas; o gobernado por políticos que hiciesen lo mismo: el espectáculo sería arrebatador los primeros minutos, bochornoso los siguientes y masacre para el resto. A las guerras civiles hay que reconocerles que ofrecen momentos de gran sinceridad. Por eso mismo, de los políticos no se espera que digan la verdad, sino que la digan, la oculten o la contraríen en las proporciones necesarias para una buena convivencia.
Es más o menos eso lo que le están echando en cara a Julian Assange, el responsable de Wikileaks, la web que ha divulgado papeles reservados del departamento de estado americano: "está usted destripando un juego imprescindible". Imaginemos que alguien se levanta de su butaca del Teatro de la Ópera en el último acto de La Traviata, mientras Violeta canta sus últimos estertores, y se pone a gritar: "¡Esa mujer está fingiendo! ¡Ni se muere ni está tuberculosa ni se llama Violeta!" Seguramente el público aplaudiría su expulsión sumaria de la sala, sin agradecerle esa revelación. Acabamos de enterarnos de que el gobierno americano sabe que los gobiernos con los que se alía son corruptos, hipócritas o comediantes, más o menos como aquellos a los que se enfrenta; y si no extraña que lo piense extraña menos que se lo calle. ¿Es como para escandalizarse? Si, sí, los hechos en si pueden ser escandalosos, horrorosos incluso, pero ¿de verdad que no se había usted enterado aún de ellos? No sé si Assange ha revelado algo que no supiese ya quien quisiese saber. Los secretos de estado parecen ser, en su mayor parte, como el vello púbico de las celebridades: lo único que los hace sorprendentes es que aparezcan en las portadas. Política es eso, diplomacia es eso, al menos en todo el mundo conocido: yo hago como si no supiese, y tu como si no supieses que lo se, un convenio de hipocresía civil.
Si Julian Assange, el inconveniente, se merece la libertad -y algún tipo inédito de Premio Nobel- es porque, antes que él, los gobiernos y sus alrededores violan sistemáticamente ese mismo convenio, en detrimento de la ciudadanía. Assange destripa el juego, pero es que ellos nos habían querido convencer de que el juego no es tal.
Es una horrenda conjura ilusionista. Para empezar, cómo no, está el auto sacramental de la transparencia, que va de las cuentas privadas y públicas hasta las revelaciones de la tele-basura, pasando por los scannersde los aeropuertos. Un diluvio de información del que quizás alguien saque provecho: no el ciudadano común, que se resigna a que alguien sepa todo de él a cambio de la sensación de que se sabe todo de todos.
Después, los políticos siguen cursos de interpretación, no para fingir bien, sino para fingir que no fingen. Bien entrenados, prodigan ante la prensa escenas campechanas con su familia, amigos y electores, hasta convencer al público de que son seres reales, comunes y corrientes, y no siniestros funcionarios de una especie de juego de rol diseñado por el mismísimo Behemoth.
En fin, los gobiernos y sus alrededores, armando legiones de especialistas en todas las materias, pasan a ocuparse de todos los dilemas de la vida diaria, desde la salud y la vialidad hasta la temperatura correcta de fritura del pescado, asegurando al elector que su principal objetivo es llevarlo de la mano como una madre. No siempre esos cuidados son efectivos, pero la máquina es tan formidable que al menos persuade al ciudadano de que las cosas no podrían hacerse de otro modo.
¿Que tienen en común todas esas operaciones tan dispares? El objetivo de convencer al público de que, si alguna vez la política fue arte y teatro, ya ha dejado de serlo: lo que se ofrece ahora en el escenario es la vida misma, todo verdad, la verdad toda. No es poco, porque en el teatro el público podía abuchear, tirar tomates y hacer que quitasen la pieza de cartel: ante la vida misma puede a lo sumo quejarse.
Por eso las revelaciones de Assange, sea quien sea ese señor, son bien venidas. No porque nos cuenten cómo es el mundo en realidad, sino porque nos recuerdan que la comedia sigue siendo comedia.
¿Transparencia? No sé, creo que el primero que pensó en la aplicación de la transparencia al bien común fue Jeremy Bentham, imaginando una cárcel sin paredes. Opacidad para todos. Que suelten a Assange si es que lo cogen.