lunes, 31 de enero de 2011

Infame tabaco

Les gusten o no les gusten las leyes anti-tabaco, los fumadores deberían reconocer que se las han ganado a pulso. Hace años, una humareda densa oscurecía bares, restaurantes, cines, reuniones de comité central, comisarías de policía y pasillos del metro, las colillas rebosaban de los ceniceros y sembraban la piel de toro, y las quemaduras de cigarro servían para calcular la edad de muebles e inmuebles. Los no fumadores buceaban como podían en aquel mundo hostil. Así que la saña con que ahora se toman la revancha sería absolutamente digna, si no fuera porque en buena parte se debe a exfumadores que ahora defienden su derecho a no tragar humo ajeno con la misma determinación con que antes repartían generosamente el suyo.
Pero es que la calidad de las causas se deja ver en el modo en que tratan al enemigo derrotado. Bien está que se aumenten los impuestos sobre el tabaco, que al fumante se le recuerde por todos los medios posibles que es sucio, apestoso, una criatura deforme con los dientes y los dedos amarillos, que se le abrume con el mal que causa a sus hijos con sus emisiones tóxicas, que se le eche en cara su mortalidad y se impriman imágenes sórdidas en sus paquetes de cigarros o en sus cajitas primorosas de tabaco danés, que no se le permita fumar cuando ya es enfermo terminal, que se le prohíba hacerlo en recintos cerrados o –como ocurre en São Paulo- en locales cubiertos; y que en suma los usuarios de esa droga, legalmente comercializada en estancos monopolio del estado, puedan llegar algún día a sentir alguna comezón de envidia hacia los usuarios de heroína o cocaína, que al menos disponen de narcosalas mantenidas por los ayuntamientos donde pueden inyectarse en paz y se les invita a bebida caliente y galletas. Todo eso, digamos, son medidas en pro del bien común.
Pero lo que es infame es que se agiten estadísticas proclamando los enormes perjuicios que los fumadores causan a la seguridad social, al estado y, en suma, al común de los ciudadanos. Perjuicios económicos, digo, debido a bajas laborales y tratamiento de las enfermedades de los fumadores. ¿De verdad? No sé qué se puede esperar de un órgano (debe ser el Ministerio de la Salud, ese que advierte) que trata a los ciudadanos como cretinos. Por nefando que sea el vicio del tabaco y por horrible que sea decirlo, es obvio que eso no pasa de media verdad. Los fumantes, sean cuantos sean los gastos que ocasionen hasta su óbito, ahorran después de él sumas astronómicas a la seguridad social, al estado y a sus conciudadanos fumantes o no. Muriendo precozmente, dejan de recibir las jubilaciones que caso contrario podrían disfrutar durante años o décadas, y en media lo hacen después de haber cotizado para ellas casi hasta el final; dejan de usar los servicios de salud en esa edad en que sus compatriotas no fumantes multiplican hasta por veinticinco el gasto médico medio (porque, inexplicablemente, enferman aunque no hayan fumado nunca); y pierden la oportunidad de fenecer de alguna de esas dolencias virtuosas pero degenerativas que exigen cuidados continuos durante años y años (se rumorea que el tabaco previene el Alzheimer; y si no lo hace por méritos propios al menos mata a sus adictos antes de que lo tengan). Claro está que el Ministerio, por razones muy morales, nunca va a hacer esos cálculos, pero no me parece muy aventurado suponer que, si el tabaco y sus maleficios desapareciesen de repente y los ahora fumadores recuperasen los años de vida que pierden, los sistemas de salud y de seguridad social irían inmediatamente a la quiebra, y la edad de jubilación debería ser extendida a los setenta o setenta y cinco años. En una época de insolidaridad explícita, los fumadores practican el altruismo involuntario. A nadie puede extrañar que un sistema basado en la multiplicación del egoísmo los persiga y arrastre su honra por el fango.
No, no estoy haciendo apología del tabaco. De hecho, si el Ministerio quisiese realmente disuadir a los fumantes, y no sólo humillarlos, podría cambiar sus advertencias de muerte, fealdad e impotencia por un slogan que le ofrezco desinteresadamente y que, en los tiempos que corren, podría ser mucho más eficaz: “fumando, pagas la pensión de tu prójimo”.

lunes, 24 de enero de 2011

Belo Monte y otras cosas que no cambian.

Contemplando las imágenes de las últimas inundaciones brasileñas uno sabe que hay cosas que no cambian. La costumbre de proclamar que es la peor catástrofe de la historia del país, la presencia en el lugar de las más altas autoridades y sus declaraciones determinadas, los ríos de barro y las colinas que se derrumban sepultando casas y moradores (casi siempre, aunque no siempre míseros). Sobre todo no cambian las causas, no ya de las lluvias torrenciales sino de sus efectos: pendientes deforestadas por ocupaciones irregulares o por cualquier otro motivo, márgenes de ríos despojadas de su vegetación, ríos canalizados y rectificados donde las aguas pasan a correr como por una autopista, inmensos espacios urbanos impermeabilizados por el cemento y el asfalto donde la lluvia no puede hacer sino escapar hacia el torrente más próximo. Esto no es pontificación ecológica: lo ve cualquier tonto que no se niegue a verlo. Todos los años se repiten en varios lugares los mismos desastres, mientras en el poder legislativo –sin diferencias significativas de color político- se presiona, por ejemplo, para modificar el código forestal brasileño de modo que las exigencias legales se minimicen y se pueda seguir recortando, ya dentro de la ley, esa misma cobertura vegetal que se echa de menos cuando arrecia la lluvia. La excusa es inmejorable: hay que plantar más en un país con hambre. No hay indicios de que lo que se plante vaya a alimentar precisamente a los hambrientos, y los que ganan con esos recortes no son necesariamente los mismos que se ahogan en sus resultados. Pero el poder público prefiere los actos públicos, y no hay cosa que congregue más público que una catástrofe.
Hay otras cosas que no cambian, por extraño que parezca. Dilma Roussef, actual presidente de la República, militaba en un grupo guerrillero en la época de la dictadura militar (una dictadura que, aunque en clave menor que sus vecinas de Argentina o Uruguay, se esmeró en torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones). Sería por lo menos maleducado sugerir que hay alguna continuidad entre su gobierno y el de los militares: a fin de cuentas, y por mucho que clame una oposición hiperbólica, hoy en Brasil existen todas las libertades políticas y todas las garantías constitucionales que normalmente se pueden pedir. Pero tenemos un hábito discutible de juzgar a los regímenes por la suerte que les reserva a los protagonistas políticos, y mirando hacia los bordes hay cosas que siguen igual aunque en el centro del escenario las estrellas sean otras. No faltan semejanzas entre los días de hoy y los días de los militares: la euforia económica en que la clase D pasa a consumir como la clase C, el entusiasmo desarrollista de abrir la Amazonia con enormes carreteras y cerrarla con hidroeléctricas gigantescas, y la sospecha a voces de que las opiniones en contrario son sostenidas por intereses extranjeros que pretenden hacer del país un jardín de recreo para monos-araña y turistas. La última polémica a ese respecto se llama Belomonte, y si se construye en medio del río Xingu será la tercera mayor hidroeléctrica del mundo. Ya ha causado la dimisión de varios directores del IBAMA (el instituto brasileño del medio ambiente). Su construcción afectará a varios millares (cuarenta, dicen los críticos) de indios y no indios que han tenido la imprudencia de nacer en el embalse, y muchos expertos aseguran que será una central ineficiente y, en suma, un despilfarro. Hay, claro, expertos que dicen lo contrario, pero no han convencido a la iniciativa privada, que ha dejado que el gobierno federal asegure su construcción a cuenta de presupuestos del estado y fondos de pensión. El máximo argumento a su favor es de nuevo el hambre, o sea el hambre de energía que tiene un país en rápido desarrollo. Pero como ocurre en otros casos ese argumento es demasiado general: no hay indicios de que Belomonte vaya a dar luz eléctrica a los que no la tienen. Sí de que subsidiará la producción de aluminio para exportación. Lo que no deja de ser un modo de internacionalizar la Amazonia, pero no ya en provecho de monos-araña y turistas rousseanianos, sino de gente que trabaja y ahorra – fuera del Brasil, por supuesto.

miércoles, 19 de enero de 2011

El doctor House y el budismo

Creo que he visto dos episodios de la serie House, lo bastante para convencerme de que la televisión americana cuenta con equipos de guionistas, directores y actores verdaderamente brillantes (alguien dirá que cuenta con mucho dinero, pero es que con dinero se puede comprar mucha inmundicia). Me habría gustado ver alguno más, pero no tengo televisión. He hablado de la serie House con tres o cuatro personas que sí la tienen, lo bastante para convencerme de que no deja a nadie indiferente. Unos la consideran genial, otros abominable y otros ambas cosas al tiempo. Se puede entender: House tiene la fuerza de la mitología, en el mejor de los sentidos y de paso también en el peor.
Por un lado, expresa una visión de mundo muy sombría a la que no habría mucho que objetar. El cuerpo humano ha sido diseñado por alguna instancia infinitamente astuta y sádica (Dios, la Naturaleza o el Azar, escojan) para albergar trampas sutiles y letales, torturas lentas e ingeniosas, miseria y degradación; el cuerpo es la mina antipersonal que llevamos puesta. Sirve fundamentalmente para reproducirse y garantizar así que el infierno nunca acabe. Claro está, lleva también algunos alicientes integrados (los placeres grandes o pequeños o el deseo de ellos y todos esos atractivos de la llamada vida) que sirven para que, a pesar de ello, los humanos persistan en querer vivir y en transmitir a sus hijos esa adicción. Los médicos viven de eso, y House los representa digamos en su versión extrema, o sea la de una especie de Harry el Sucio de la materia corporal que se enfrenta, sin reparar en medios, a esa cloaca de asesinos y maníacos que compone nuestro cuerpo: sistemas, órganos, células con mente de asesino serial. Con esa gentuza no caben protocolos: intimidación, asesinato, tortura, registro arbitrario, cárcel privada, mutilación, bombardeo se justifican por si mismos. A fin de cuentas ellos bombardean, mutilan, secuestran, torturan y asesinan. House sabe hacerlo mejor que nadie, y muchos pacientes le deben su vida aunque lo detesten, como en muchos países los buenos ciudadanos detestan a los grupos de exterminio que le libran de pequeños o grandes delincuentes cuya acción detestarían aún más.
Bien, básicamente la biomedicina es eso, House es su santo patrón, un avatar pos-moderno de San Lázaro. El paciente puede esperar milagros de ella siempre que se resigne a ser una res averiada que quien sabe hacerlo sajará, cauterizará o desinfectará. No exageremos. Los médicos son humanos, incluso House lo es, y saben que sus pacientes son humanos. La humanidad de ambos varía, claro está, de individuo a individuo, y también dependiendo de las circunstancias: es más evidente si la enfermedad es leve y la consulta de pago, se va haciendo menos evidente si es caso es más crucial y es tratada por un seguro privado o, aún peor, público. Pero lo que vale es la salud, que merece esas penas. La medicina cura muchas cosas y House lo cura casi todo.
Pero estamos en un lado de la mitología de House. El otro lado, el malo, consiste en que la mitología no es una guía de viaje: el paciente se encontrará con muchísimos doctores mucho más tratables que House, con unos pocos tan insufribles como él y probablemente con ninguno tan eficiente como él. Hay quien teme que una serie como House pueda hacer que algunos médicos insufribles se crean por ello mismo omnipotentes. O, peor aún, que se lo crean los pacientes, lo que de hecho es más probable: cuando se está enfermo se tiende a creer en muchas cosas, más aún si las dicen a coro el colegio de médicos y la televisión. Claro está que eso no debería ser así: se entiende que los espectadores son adultos de los que se espera que sepan distinguir entre el Planeta Tierra y la Tierra Media del Señor de los Anillos, y también entre su hospital y el de House. En el Planeta Tierra y sus alrededores (es lo que dice la segunda ley de la termodinámica) el Mal siempre triunfa; y a la larga todos los pacientes se mueren.
En realidad hay un tercer lado - aún mucho peor- de la mitología de House, que no aparece en la serie de la televisión (pero podría ser un venero interesante para sus guionistas). El Doctor House es, en realidad, una encarnación del Genio Maligno que ha creado este submundo de suplicios. Un guardián que, por la seducción o a la fuerza, cuida de que nadie escape de él, o al menos de que nadie se resigne a escapar de él.
Si no quiere usted caer en un optimismo inocente y salir gritando por ahí que pese a todo la vida es bella, y tampoco quiere caer en las garras de House, la única alternativa es el budismo, probablemente el invento más sensato de la humanidad. Mire con distancia al Genio Maligno y busque el camino hacia el Nirvana.

viernes, 14 de enero de 2011

Mi hermano el mago

La Inquisición española de los siglos XVI y XVII se interesó en varias ocasiones por la actividad de magos, en general venidos de Italia, que circulaban por el reino exhibiendo sus prodigios –en aquella época el más popular consistía en hacer aparecer un banquete sobre una mesa a partir de casi nada. No, no vayan a pensar que ocurrió nada terrible. Los inquisidores sólo querían lo que muchos espectadores quieren: saber el truco. Una vez el sospechoso era capaz de mostrar que sus milagros eran falsos, o sea juegos de manos habilidosas sin intervención de verdadera magia, sin ningún demonio auxiliar, podían seguir ejerciendo libremente su profesión. Claro está que en todo ello había una inversión del criterio más corriente de realidad: entonces como ahora lo real solía ser eso tangible que alguien hace con sus manos, y no lo que se dice que hacen seres que se dice que existen; pero en ese caso en particular la magia de los demonios era la real y la de los prestidigitadores la falsa.
Con esa misma idea, los misioneros jesuitas se interesaron por la prestidigitación: era un modo de desenmascarar hechiceros de aldeas remotas, mostrando que ellos podían reproducir, con simples juegos de manos, los supuestos milagros del brujo de la tribu. Se suponía que eso ayudaría a los salvajes a creer en los milagros sin trucos del dios que los misioneros les llevaban; pero con frecuencia el resultado fue que los misioneros fueron clasificados como una nueva variedad de hechiceros. En la China de los Ming parece que no funcionó así, quizás porque los trucos de los prestidigitadores chinos fuesen mejores que los de los jesuitas. Pero el padre Matteo Ricci consiguió el mismo efecto construyendo en el jardín del emperador un hermoso conjunto de fuentes ornamentales. Deslumbrado por la fontanería europea, el Emperador decidió convertirse al cristianismo –convirtiendo por decreto a todos sus súbditos, que por lo demás no tomaron conocimiento de ello.
Ya en el siglo XIX, cuando no había Inquisición ni las gentes de bien creían ya en demonios, muchos magos cambiaron de táctica: se empeñaban en hacer creer que su magia era real, o más exactamente científica, y consistía en la manipulación de fuerzas aún desconocidas de la naturaleza. Más de un científico profesional o aficionado –en general, gente que se consideraba muy diferente de los viejos inquisidores- se desvivió por demostrar lo contrario: que aquello era falso, producto de trucos; los espectadores empeñados en destripar el truco (nunca faltan) continúan esa tradición venerable. Los magos viven un poco de eso. Algún mago traidor a su corporación vive exclusivamente de eso, pero la gran mayoría se mantiene en esa línea ambigua entre la magia real y el truco: listillos que se hacen los misteriosos o misteriosos que se hacen los listillos. Claro que la magia más real es a la vez el truco supremo, ese tan obvio que nadie ve: saber cómo se hace no es lo mismo que saber hacer, y quien no sabe hacer acaba olvidando cómo se hace, de modo que ningún destripador de trucos acabará con la fuente de ingresos de los magos. Todos los antropólogos han oído contar la historia de Quesalid, un indio del noroeste de los Estados Unidos que estaba convencido de que los brujos eran falsarios: lo confirmó cuando se hizo aprendiz de uno y vio que los objetos malignos que el brujo extraía del cuerpo de sus paciente estaba en realidad escondido digamos en la manga del brujo. Pero después comprobó también que, una vez transformado él mismo en brujo y haciendo los mismos trucos, conseguía curar efectivamente a sus pacientes. Es más, supo que otros brujos lo hacían sin necesidad de trucos: yo, por lo menos –pensó- sé hacerlos, y les ofrezco a mis clientes una causa tangible de su mal; mi magia es más auténtica.
Esa idea de que lo verdaderamente real es lo que nadie hace (al menos nadie que conozcamos) mientras que lo artificial es simple producto de un truco es una idea muy europea, que no siempre comparten otras gentes. Mi hermano, que es mago (ahí al lado está el enlace a su blog, Cajón De Sastre) estuvo conmigo en una aldea indígena de la Alta Amazonia, y alguna vez ofreció a los indios un pequeño espectáculo de magia de cartas, mientras yo miraba con atención. Los indios miraron también con atención, y sonrieron divertidos al ver aparecer la carta en donde no debería estar. Pero no me pareció que se sorprendiesen demasiado. Truco por truco, que una voz humana salga de un aparato de radio no es una magia menor: la mayor parte de nosotros no sabe cómo se hace, y sigue sin saberlo cuando se lo explican; dígase casi lo mismo de la fontanería, ornamental o funcional. Pero los indios son más conscientes de eso; nosotros vivimos con la vaga sensación de que lo sabemos todo sólo porque podemos contratar a alguien que sabe, una superstición a fin de cuentas. Por eso, los espectáculos de magia hacen bien al entendimiento. Sobre todo si uno sabe verlos como un perfecto idiota, consciente de que por mucho que le revelen el truco el mago seguirá siendo el mago.

jueves, 6 de enero de 2011

Best sellers: los prospectos farmacéuticos

Uno de los mayores atractivos de nuestra civilización compleja es que ofrece soluciones simples. Véase, qué mejor ejemplo, el caso de la medicina, de esta medicina, de la nuestra. Todo eso que los multiculturalistas se empeñan en llamar medicinas otras suele ser muy arduo. Oír durante horas, envuelto en una nube de tabaco, los cantos de un chamán transportado a otras provincias del cosmos por alguna poción mágica, o iniciarse en algún culto mistérico para tener contenta a la docena de dioses que se reparten nuestras funciones vitales, o someterse a escarificaciones, dietas, o inyectarse veneno de sapo son prácticas poco prácticas: aún en el caso de que sean eficientes de algún modo deseable -hay quien lo dude- requieren una disposición que normalmente los enfermos civilizados no tienen; y sobre todo requieren tiempo, mucho tiempo. Las llamadas terapias alternativas ofrecen variantes más suaves y más rápidas de esos tratamientos exóticos, pero el problema, más magro, sigue siendo el mismo. Igual le pasa a algunas terapias perfectamente occidentales pero imperfectamente científicas, como el psicoanálisis o la homeopatía: cuando el paciente opta por ellas sabe que el camino será muy largo, y que si es lo bastante persistente el tratamiento triunfará, porque aún estará en curso cuando la enfermedad o el enfermo hayan desaparecido. En realidad, los heraldos de las medicinas alternativas son sicofantes autoritarios que entienden que lo que está equivocado es el enfermo, y no la enfermedad: a cada dolor que les confieses te predicarán que deberías vivir o ser de otro modo, como si los pacientes no fueran mayores de edad y no buscasen la ayuda médica precisamente para poder arrostrar todo eso que han elegido en plena conciencia y libertad: su trabajo, sus hijos, sus padres o su modo de vida.
Comparada con todo eso, la biomedicina (así le llaman los multiculturalistas a la medicina que se encuentra usted en cualquier seguro) es de una simplicidad meridiana: si se padece alergia se toma un antihistamínico; contra el dolor, un analgésico, si no se quiere concebir se toma anticonceptivo, si se sufre de ansiedad un ansiolítico y si se cae en la depresión un antidepresivo. La lógica es aplastante y la operación comparativamente instantánea. Tanto que los pacientes, aunque agradecidos, pueden sentirse en algún momento vejados: ¿tan simple era?
Por mucho que amen las soluciones simples, los ciudadanos suelen tenerle un cierto cariño a sus dolencias o a sus problemas, y les gusta suponer que son más enmarañados que los de otros: que los arregle una pastilla de dos miligramos es casi un desafuero. En eso precisamente se basa la propaganda de las medicinas alternativas, que halaga la vanidad de sus pacientes, asegurándoles que ellos y sus enfermedades son mucho más sutiles de lo que la biomedicina les reconoce; que la visión de mundo de la biomedicina es simplista y fragmentaria.
Puro sofisma, porque la facilidad de la biomedicina es una apariencia. Ya sabemos que se basa en una sofisticación técnica y en una acumulación de conocimiento sin precedentes, pero suele quedar oculto que, además, obedece a una filosofía mucho más compleja y sutil que la que le achacan sus enemigos.
Veamos, por ejemplo, lo que dicen los prospectos de los medicamentos. Todos los capítulos de un prospecto tienen sus atractivos, pero sin duda la mejor parte es aquella en que el fabricante recomienda precauciones a los consumidores o advierte de determinados daños colaterales. Medicamentos antigripales, antihemorroidales o antialérgicos pueden producir daños, por poner un ejemplo, en los riñones, el corazón o los bronquios, pero eso está dentro de la lógica de la biomedicina, y sabemos que la solución es fácil, a saber tomar los antídotos prescritos para esas nuevas afecciones, que a su vez generarán los problemas que otros medicamentos resolverán. Eso ya indica que, contra todo lo que propagan sus enemigos, la medicina occidental, lejos de proponer una acción puntual y fragmentada, hace ingresar al paciente en un nuevo modo de vida, no menos totalizador que el de cualquier terapia esotérica. Pero es mucho más interesante la lógica de otro tipo de resultados adversos. Veamos por ejemplo la lista de un anticonceptivo muy común:
Efectos adversos frecuentes (afectan a más de 1 de cada 100, pero a menos de 1 de cada 10 mujeres): trastornos menstruales, hemorragia intermenstrual, dolor de mamas, dolor de cabeza, estado de ánimo depresivo, migraña, sentir nauseas, pesadez, secrección vaginal blanquecina e infección vaginal por hongos. Efectos adversos poco frecuentes (afectan a más de 1 de cada 1.000, pero a menos de 1 de cada 100 mujeres): cambios en la libido (interés por el sexo), tensión arterial alta, tensión arterial baja, vómitos, acné, erupción cutánea (eczema), picor intenso, infección de la vagina, retención de líquidos y cambios en el peso corporal. Efectos adversos raros (afectan a más de 1 de cada 10.000 mujeres, pero a menos de 1 de cada 1.000 mujeres): asma, secrección de mamas, problemas auditivos, obstrucción de un vaso sanguíneo por un coágulo formado en alguna parte del cuerpo.
El prospecto no explica en qué sentido pueden darse los cambios en la libido, pero sabemos que la disminución de la libido era uno de los resultados adversos más frecuentes de los anticonceptivos de anteriores generaciones; así que lo que se llama resultado adverso no es sino un refuerzo de su eficacia. En un plano más elevado, hay que reconocer que todo ello desmiente el rumor moralista según el cual la píldora empujaría a la civilización hacia una pendiente de hedonismo y desenfreno: por el contrario, ella puede, al menos para las mujeres, abrir campos insospechados para la práctica de la ascesis.

O veamos el prospecto de un popular ansiolítico, que tiene como principio activo la benzodiazepina:
La utilización de benzodiazepinas, puede desenmascarar una depresión pre-existente. Se sabe que cuando se utilizan benzodiazepinas pueden ocurrir efectos adversos sobre el comportamiento tales como inquietud, agitación, irritabilidad, agresividad, delirio (incoherencia de las ideas), ataques de ira, pesadillas, alucinaciones, psicosis o conducta inapropiada. Estas reacciones son más frecuentes en ancianos y en niños. Si le ocurren estos efectos, debe interrumpir el tratamiento y contactar inmediatamente con su médico.
O mejor aún, los posibles efectos secundarios de un famosísimo antidepresivo (las negritas están en el original):
Pensamientos suicidas y empeoramiento de sus trastornos depresivos o de ansiedad. Si está deprimido y/o sufre un trastorno de ansiedad a veces podrá tener pensamientos de autolesión o de suicidio. Estos pensamientos pueden verse incrementados tras el inicio del tratamiento con antidepresivos, ya que todos estos medicamentos requieren un tiempo para comenzar a actuar, generalmente dos semanas o en ocasiones un tiempo más prolongado. Es probable que usted tenga estos pensamientos si:
•ha tenido anteriormente ideas de suicidio o de autolesión;
•es un adulto joven. Se ha visto en ensayos clínicos un riesgo incrementado de comportamientos suicidas en adultos menores de 25 años con problemas psiquiátricos tratados con un antidepresivo.
•Si presenta pensamientos de autolesión o de suicidio en cualquier momento contacte con su médico o vaya directamente a un hospital. Puede encontrar de utilidad decirle a un familiar o a un amigo que usted se encuentra deprimido o sufre de un trastorno de ansiedad y pídale que lea este prospecto. Puede pedirle que le diga si cree que su depresión o ansiedad está empeorando o si está preocupado por cambios en su comportamiento.

De las advertencias de los prospectos se infiere que es mejor tener fuerzas suficientes para afrontar la acción benéfica de ansiolíticos y antidepresivos, que es peligroso tomarlos cuando se está realmente ansioso y deprimido y, en fin, que cuando esto sucede es mejor recurrir a medidas extremas como hablar con parientes o amigos, o simplemente buscar un hospital donde puedan atarlo a uno.
Es decir, los medicamentos alopáticos pueden emular a su manera la paradójica y elegante fórmula de la homeopatía; si esta última pretende curar la enfermedad con lo que a ella se asemeja, los primeros pueden transformar la enfermedad en una versión más grave de sí misma. Esa filosofía es sutil: la biomedicina, lejos de tratar la enfermedad como una alteración banal, explora sus límites -lo que es consistente con su destino manifiesto, ya sabemos que la biomedicina es más capaz de realizar prodigios que de curar un resfriado.
Hay que decir, antes de que alguien de una interpretación torticera a todo ello, que los resultados adversos son raros. Ya hemos visto que en el peor de los casos apenas afectan a uno de cada diez pacientes, y en otros a uno de cada diez mil. También es verdad que aunque cada resultado adverso afecte a muy pocos, los resultados adversos posibles son muchos, de modo que la distribución final es más equitativa: por desgracia, ningún prospecto habla de cuántos pacientes en cada grupo de diez mil se queda sin su resultado adverso.
Es irresponsable y alarmista el rumor según el cual la industria farmacéutica, con sus agentes secretos vestidos de blanco, es una secta destructiva que pretende lucrar inmensamente convirtiendo a millones de ciudadanos en cobayas de sus laboratorios. Y ello a pesar de que un número indeterminado de medicamentos se usen ahora en función de los resultados adversos que se descubrieron cuando se usaban para otros fines: caso del ácido acetilsalicílico (Aspirina), que ahora se usa como antiagregante para cardíacos porque antes facilitaba hemorragias de los que la usaban para resfriados o dolores de cabeza; o del sildenafil (Viagra) que no mejoraba la angina de pecho como debía, pero gratificaba a los dolientes con notables erecciones. La biomedicina fomenta así el altruismo: sufriendo efectos colaterales el paciente abre camino a nuevos usos del medicamento que puedan ayudar a otros a descubrir nuevos efectos colaterales, en una especie de gran cadena del bien. Digan lo que digan su detractores, la biomedicina no es mecánica ni impersonal: antes bien, recrea entre el paciente y su médico esa íntima relación que existía entre el penitente y el confesor. El paciente puede necesitar al médico para que lo proteja de la enfermedad, pero más aún para protegerlo de los medicamentos, y de ese espejismo peligroso que es la buena salud. En rigor nadie está sano, sólo pre-enfermo, a la espera de una dolencia que le llevará a la tumba. Como sabemos, más vale prevenir que curar, y una constante supervisión médica, aún cuando no cure, evita por lo menos aquella situación absurda que se daba alguna vez en otros tiempos cuando alguien moría en perfecto estado de salud.