Uno de los mayores atractivos de nuestra civilización compleja es que ofrece soluciones simples. Véase, qué mejor ejemplo, el caso de la medicina, de esta medicina, de la nuestra. Todo eso que los multiculturalistas se empeñan en llamar medicinas otras suele ser muy arduo. Oír durante horas, envuelto en una nube de tabaco, los cantos de un chamán transportado a otras provincias del cosmos por alguna poción mágica, o iniciarse en algún culto mistérico para tener contenta a la docena de dioses que se reparten nuestras funciones vitales, o someterse a escarificaciones, dietas, o inyectarse veneno de sapo son prácticas poco prácticas: aún en el caso de que sean eficientes de algún modo deseable -hay quien lo dude- requieren una disposición que normalmente los enfermos civilizados no tienen; y sobre todo requieren tiempo, mucho tiempo. Las llamadas terapias alternativas ofrecen variantes más suaves y más rápidas de esos tratamientos exóticos, pero el problema, más magro, sigue siendo el mismo. Igual le pasa a algunas terapias perfectamente occidentales pero imperfectamente científicas, como el psicoanálisis o la homeopatía: cuando el paciente opta por ellas sabe que el camino será muy largo, y que si es lo bastante persistente el tratamiento triunfará, porque aún estará en curso cuando la enfermedad o el enfermo hayan desaparecido. En realidad, los heraldos de las medicinas alternativas son sicofantes autoritarios que entienden que lo que está equivocado es el enfermo, y no la enfermedad: a cada dolor que les confieses te predicarán que deberías vivir o ser de otro modo, como si los pacientes no fueran mayores de edad y no buscasen la ayuda médica precisamente para poder arrostrar todo eso que han elegido en plena conciencia y libertad: su trabajo, sus hijos, sus padres o su modo de vida.
Comparada con todo eso, la biomedicina (así le llaman los multiculturalistas a la medicina que se encuentra usted en cualquier seguro) es de una simplicidad meridiana: si se padece alergia se toma un antihistamínico; contra el dolor, un analgésico, si no se quiere concebir se toma anticonceptivo, si se sufre de ansiedad un ansiolítico y si se cae en la depresión un antidepresivo. La lógica es aplastante y la operación comparativamente instantánea. Tanto que los pacientes, aunque agradecidos, pueden sentirse en algún momento vejados: ¿tan simple era?
Por mucho que amen las soluciones simples, los ciudadanos suelen tenerle un cierto cariño a sus dolencias o a sus problemas, y les gusta suponer que son más enmarañados que los de otros: que los arregle una pastilla de dos miligramos es casi un desafuero. En eso precisamente se basa la propaganda de las medicinas alternativas, que halaga la vanidad de sus pacientes, asegurándoles que ellos y sus enfermedades son mucho más sutiles de lo que la biomedicina les reconoce; que la visión de mundo de la biomedicina es simplista y fragmentaria.
Puro sofisma, porque la facilidad de la biomedicina es una apariencia. Ya sabemos que se basa en una sofisticación técnica y en una acumulación de conocimiento sin precedentes, pero suele quedar oculto que, además, obedece a una filosofía mucho más compleja y sutil que la que le achacan sus enemigos.
Veamos, por ejemplo, lo que dicen los prospectos de los medicamentos. Todos los capítulos de un prospecto tienen sus atractivos, pero sin duda la mejor parte es aquella en que el fabricante recomienda precauciones a los consumidores o advierte de determinados daños colaterales. Medicamentos antigripales, antihemorroidales o antialérgicos pueden producir daños, por poner un ejemplo, en los riñones, el corazón o los bronquios, pero eso está dentro de la lógica de la biomedicina, y sabemos que la solución es fácil, a saber tomar los antídotos prescritos para esas nuevas afecciones, que a su vez generarán los problemas que otros medicamentos resolverán. Eso ya indica que, contra todo lo que propagan sus enemigos, la medicina occidental, lejos de proponer una acción puntual y fragmentada, hace ingresar al paciente en un nuevo modo de vida, no menos totalizador que el de cualquier terapia esotérica. Pero es mucho más interesante la lógica de otro tipo de resultados adversos. Veamos por ejemplo la lista de un anticonceptivo muy común:
Efectos adversos frecuentes (afectan a más de 1 de cada 100, pero a menos de 1 de cada 10 mujeres): trastornos menstruales, hemorragia intermenstrual, dolor de mamas, dolor de cabeza, estado de ánimo depresivo, migraña, sentir nauseas, pesadez, secrección vaginal blanquecina e infección vaginal por hongos. Efectos adversos poco frecuentes (afectan a más de 1 de cada 1.000, pero a menos de 1 de cada 100 mujeres): cambios en la libido (interés por el sexo), tensión arterial alta, tensión arterial baja, vómitos, acné, erupción cutánea (eczema), picor intenso, infección de la vagina, retención de líquidos y cambios en el peso corporal. Efectos adversos raros (afectan a más de 1 de cada 10.000 mujeres, pero a menos de 1 de cada 1.000 mujeres): asma, secrección de mamas, problemas auditivos, obstrucción de un vaso sanguíneo por un coágulo formado en alguna parte del cuerpo.
El prospecto no explica en qué sentido pueden darse los cambios en la libido, pero sabemos que la disminución de la libido era uno de los resultados adversos más frecuentes de los anticonceptivos de anteriores generaciones; así que lo que se llama resultado adverso no es sino un refuerzo de su eficacia. En un plano más elevado, hay que reconocer que todo ello desmiente el rumor moralista según el cual la píldora empujaría a la civilización hacia una pendiente de hedonismo y desenfreno: por el contrario, ella puede, al menos para las mujeres, abrir campos insospechados para la práctica de la ascesis.
O veamos el prospecto de un popular ansiolítico, que tiene como principio activo la benzodiazepina:
La utilización de benzodiazepinas, puede desenmascarar una depresión pre-existente. Se sabe que cuando se utilizan benzodiazepinas pueden ocurrir efectos adversos sobre el comportamiento tales como inquietud, agitación, irritabilidad, agresividad, delirio (incoherencia de las ideas), ataques de ira, pesadillas, alucinaciones, psicosis o conducta inapropiada. Estas reacciones son más frecuentes en ancianos y en niños. Si le ocurren estos efectos, debe interrumpir el tratamiento y contactar inmediatamente con su médico.
O mejor aún, los posibles efectos secundarios de un famosísimo antidepresivo (las negritas están en el original):
• Pensamientos suicidas y empeoramiento de sus trastornos depresivos o de ansiedad. Si está deprimido y/o sufre un trastorno de ansiedad a veces podrá tener pensamientos de autolesión o de suicidio. Estos pensamientos pueden verse incrementados tras el inicio del tratamiento con antidepresivos, ya que todos estos medicamentos requieren un tiempo para comenzar a actuar, generalmente dos semanas o en ocasiones un tiempo más prolongado. Es probable que usted tenga estos pensamientos si:
•ha tenido anteriormente ideas de suicidio o de autolesión;
•es un adulto joven. Se ha visto en ensayos clínicos un riesgo incrementado de comportamientos suicidas en adultos menores de 25 años con problemas psiquiátricos tratados con un antidepresivo.
•Si presenta pensamientos de autolesión o de suicidio en cualquier momento contacte con su médico o vaya directamente a un hospital. Puede encontrar de utilidad decirle a un familiar o a un amigo que usted se encuentra deprimido o sufre de un trastorno de ansiedad y pídale que lea este prospecto. Puede pedirle que le diga si cree que su depresión o ansiedad está empeorando o si está preocupado por cambios en su comportamiento.
De las advertencias de los prospectos se infiere que es mejor tener fuerzas suficientes para afrontar la acción benéfica de ansiolíticos y antidepresivos, que es peligroso tomarlos cuando se está realmente ansioso y deprimido y, en fin, que cuando esto sucede es mejor recurrir a medidas extremas como hablar con parientes o amigos, o simplemente buscar un hospital donde puedan atarlo a uno.
Es decir, los medicamentos alopáticos pueden emular a su manera la paradójica y elegante fórmula de la homeopatía; si esta última pretende curar la enfermedad con lo que a ella se asemeja, los primeros pueden transformar la enfermedad en una versión más grave de sí misma. Esa filosofía es sutil: la biomedicina, lejos de tratar la enfermedad como una alteración banal, explora sus límites -lo que es consistente con su destino manifiesto, ya sabemos que la biomedicina es más capaz de realizar prodigios que de curar un resfriado.
Hay que decir, antes de que alguien de una interpretación torticera a todo ello, que los resultados adversos son raros. Ya hemos visto que en el peor de los casos apenas afectan a uno de cada diez pacientes, y en otros a uno de cada diez mil. También es verdad que aunque cada resultado adverso afecte a muy pocos, los resultados adversos posibles son muchos, de modo que la distribución final es más equitativa: por desgracia, ningún prospecto habla de cuántos pacientes en cada grupo de diez mil se queda sin su resultado adverso.
Es irresponsable y alarmista el rumor según el cual la industria farmacéutica, con sus agentes secretos vestidos de blanco, es una secta destructiva que pretende lucrar inmensamente convirtiendo a millones de ciudadanos en cobayas de sus laboratorios. Y ello a pesar de que un número indeterminado de medicamentos se usen ahora en función de los resultados adversos que se descubrieron cuando se usaban para otros fines: caso del ácido acetilsalicílico (Aspirina), que ahora se usa como antiagregante para cardíacos porque antes facilitaba hemorragias de los que la usaban para resfriados o dolores de cabeza; o del sildenafil (Viagra) que no mejoraba la angina de pecho como debía, pero gratificaba a los dolientes con notables erecciones. La biomedicina fomenta así el altruismo: sufriendo efectos colaterales el paciente abre camino a nuevos usos del medicamento que puedan ayudar a otros a descubrir nuevos efectos colaterales, en una especie de gran cadena del bien. Digan lo que digan su detractores, la biomedicina no es mecánica ni impersonal: antes bien, recrea entre el paciente y su médico esa íntima relación que existía entre el penitente y el confesor. El paciente puede necesitar al médico para que lo proteja de la enfermedad, pero más aún para protegerlo de los medicamentos, y de ese espejismo peligroso que es la buena salud. En rigor nadie está sano, sólo pre-enfermo, a la espera de una dolencia que le llevará a la tumba. Como sabemos, más vale prevenir que curar, y una constante supervisión médica, aún cuando no cure, evita por lo menos aquella situación absurda que se daba alguna vez en otros tiempos cuando alguien moría en perfecto estado de salud.
jueves, 6 de enero de 2011
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