miércoles, 19 de septiembre de 2012

El futuro virginal


Primero viene un escritor (inglés, en general) que inventa un mundo de pesadilla donde una videopantalla vigila a los ciudadanos día y noche, y las multitudes se reúnen para temblar de odio o de gozo por un mismo objeto; y para ver al Gran Hermano. O donde los niños son elaborados con perfección genética en un laboratorio y un uso extenso de fármacos elimina todos los sinsabores de la existencia (quizás sea necesario recordar que me refiero a 1984, de Orwell, y a Un mundo nuevo, de Huxley). Los lectores de las primeras ediciones se estremecen y cierran el libro esperando que no sea para tanto, quejándose de que los escritores no se dediquen a imaginar cosas menos siniestras.
Unas décadas y muchas ediciones más tarde, la gente se queja de que no haya más videopantallas repartidas por la ciudad y considera con alivio la posibilidad de que se implante un chip subcutáneo en cada ciudadano y cada animal doméstico: ójala sea posible pronto. Siempre hay los que siempre se quejan de todo, pero ¿no es mejor llevar el chip si te pierdes en una excursión por el Parque de Maria Luisa? ¿Y no es una tranquilidad que tus hijos pequeños lleven el chip para saber dónde andan? ¿Y que maltratadores y pedófilos lleven un chip con alarma que se dispara cuando se aproximan a su víctima? Orwell era un cenizo: ahora, millones de personas se coordinan para ver lo mismo y hablar de lo mismo en tiempo real, pero eso no es ninguna pesadilla tiránica, es lo que la gente quiere hacer: son redes sociales, y si todo el mundo ama al Gran Hermano es porque se lo pide el cuerpo.
Y surge una autora -geneticista y presentadora- con rostro digno de una estrella de Bollywood, Aarathi Prasad, que lanza el best-seller Like a Virgin, donde pronostica que por fin, en menos de veinte años, y gracias a las nuevas tecnologías reproductivas, esos engorros del sexo reproductivo y el embarazo dejarán de asolar a la humanidad, o en particular a las mujeres. Todo el mundo (individuos, parejas hetero u homo, incluso el Papa si quiere) podrá encargar un hijo/a con sus propios genes debidamente depurados de características indeseables, y generado en matrices robóticas. Aparte de evitar todos esos episodios pesados, dolorosos o repugnantes que lleva consigo la reproducción mal llamada natural, esa solución tendrá una ventaja principal, la de permitir que las mujeres puedan continuar su carrera profesional sin interrumpirla antes de los treinta y cinco años, como la fisiología sigue imponiendo ahora. La tecnología reproductiva, siempre vista con sospechas por los carcas de siempre, está laborando por la igualdad, por una vida más libre. Huxley era otro cenizo, y la gestación en laboratorio se le hacía rara porque él no tenía que parir. Hemos progresado, y las pesadillas de anteayer son nuestros sueños de hoy.


La innovación tecnológica se ha vuelto como la Iglesia de los viejos tiempos, no hay salvación fuera de ella. Si las perspectivas que abre no te agradan debe ser por algún complejo mal resuelto que puede llevarte antes o después a las manifestaciones organizadas por la conferencia episcopal. O, en versión más discreta, a asumir una sensibilidad neanderthal y, en un rincón, esperar que las innovaciones no lleguen a tiempo para pillarte. No habrá cosa más pedante que predicarle a la mayoría de la humanidad que sus aspiraciones -que la tecnología colmará antes o después- están equivocadas. Así que todo eso me parece muy bien, videopantallas y matrices robóticas: sí, darán un mundo extraño, pero el de hoy ya lo es, y cambiar de extrañeza de vez en cuando no está mal.
En realidad sólo le veo un inconveniente a la idea de la señora Prasad: todo eso debe costar muy caro. Una fertilización artificial ya supone una fortuna, y un embarazo de laboratorio debe salir a un pico, de modo que la mujer libertada de ese trance por la tecnología no sólo no se verá obligada a dejar su carrera antes de los treinta y cinco sino que se verá obligada a continuarla con frenesí muchas horas por día muchos años de su existencia. El precio de un hijo obtenido por esos medios debe ser más o menos el precio de un piso -sin contar gastos posteriores de desarrollo y manutención, que estarán a la altura de la inversión inicial- de modo que se creará también algún tipo de hipoteca destinada a financiarlo (no sé si eso podrá incluir la dación en pago en caso de crisis). La cosa se agrava si la carrera que no hay que interrumpir es, por ejemplo, la de operadora de telemarketing o alguna otra ocupación igualmente apasionante pero mal pagada. Porque después de encontrar medios para abolir todo tipo de límites de la vida humana (podemos vivir cada vez más tiempo conectándonos cada vez con más gente más lejos) lo único que el avance tecnológico no evita es que todo eso produzca cada vez más horas de trabajo cada vez más tedioso -y más difícil de conseguir y mantener. Más años de vida y más posibilidades abiertas en nuestro horizonte suelen significar más tiempo buscando empleo y pagando cuentas. Orwell y Huxley eran dos cenizos profundamente equivocados: no es que el futuro sea inquietante. A no ser que ocurra algún accidente, es simplemente muy aburrido. Claro que para aliviarlo siempre se podrá comprar una wii perfeccionada con la que en los ratos libres podamos, por ejemplo, sentir con muchísimo realismo lo que era vivir como los neanderthales.




viernes, 14 de septiembre de 2012

Cenicienta se merece unos azotes


Me dice M. que por qué no hablo del último boom editorial, a saber Cincuenta Sombras de Grey (que también podría ser Cincuenta matices de gris; parece que tiene que ver con la corbata del protagonista). Bien, porque no lo he leído. Aunque verdad es que hace ya un tiempo me encontré con un artículo al respecto donde constaba que el libro, a punto de ser lanzado, iba a vender como pipas. Si es previsible para eso, ¿por qué no lo sería para reseñarlo sin haber mirado una página?
Pero prefiero ser cauto y limitarme a reseñar lo que sé. Se trata, dicen, de porno para mamás. Yo suponía que ese rótulo lo había acuñado por maldad algún contrario, pero parece que no. E. L. James, la autora, que aproximándose a la cincuentena escribió el libro -eso dice- para no hacer cosas peores, es una buena madre que prefiere que sus hijos no lean lo que ha escrito, y ha recibido muchas cartas de lectoras que le agradecen lo mucho que el libro ha hecho por animar su matrimonio. Es, por tanto, un rótulo asumido de buena fe, pero “porno para mamás” se presta a confusión. Las mamás tienen experiencia en vertientes muy fisiológicas de la existencia que las podrían hacer muy aptas para el más duro de los pornos. Más que cualquier adolescente depravada. Pero no, el porno para mamás es suave y sentimental, vete a saber por qué. Y es un género en pleno desarrollo que ha propiciado nuevas versiones de clásicos de la literatura en las que, por poner un ejemplo, Jane Eyre, después de tanto sufrir, se va a la cama con Mr. Rochester, sin que ese final feliz rebase los límites del buen gusto. 50 Sombras de Grey va un tanto más allá, porque incluye, como se sabe, sadomasoquismo.


Quitando ese precedente extremo e insuperable que son la Vidas de Santos, se puede decir que la literatura sadomasoquista empieza (es un poco obvio, como ella misma) con el Marqués de Sade y se completa con Leopold Sacher-Masoch y da lugar a un género literario prolífico aunque poco variado donde casi lo único que cambia, aparte del atrezzo, son las disertaciones, en general largas, que acompañan al vaivén de la fusta. Entre Sade y Masoch está también Hegel, quien en su Fenomenología del Espíritu incluyó un pasaje sobre el Amo y el Esclavo que sigue siendo el texto fundamental de la filosofía SM. En versiones más recientes como las 50, el protagonista dominante ha dejado de ser un aristócrata cruel y pedante para volverse un ejecutivo de la economía virtual (historias como las de Nueve semanas y media o Secretaria ya iban por ahí) que se interesa, con perverso desdén, por una pobre chica. No deja de ser el argumento de La Cenicienta, que llega a princesa a fuerza de vivir fregando a cuatro patas: sufrir por sufrir, unos zapatitos de cristal son peores que cualquier azotaina.
El Amo contemporáneo ya no es un príncipe, pero es inmensamente rico, apuesto y refinado, con alguna oscura herida en su interior que la humilde protagonista conseguirá curar después de someterse a un sinfín de tundas administradas regularmente. Administradas es el término justo, porque desde que Sacher-Masoch lo descubrió, el Contrato entre amo y esclava (o ama y esclavo en la versión originaria) se ha vuelto un fetiche más intenso que las varas de abedul o el corsé de cuero negro. Nada más lascivo que una buena cláusula.
50 Sombras de Grey es un regalo para quien quiera ironizar sin fatigarse mucho. Claro que tiene su gracia que en plena onda de reivindicaciones igualitarias le de a millones de mujeres (los lectores son principalmente lectoras) por deleitarse en los gozos de la sumisión. O que el destinatario ideal de toda esa lujuria sea algo así como un Luis de Guindos bien peinado, o como un directivo de Bankia, rico y cruel pero con un corazón que pide rescate.
Pero el punto crucial está en otra parte, y tiene que ver con la suavidad de ese porno para mamás o para matrimonios. Esas vidas en pareja que acaban de vez en cuando en los periódicos -en la sección violencia de género- son con frecuencia obras maestras de un sadomasoquismo cotidiano pero muy creativo, con sus pizcas de porno duro. Bueno es recordar que los novios también firman un Contrato, aunque en él, junto a la comunión de bienes y otros asuntos menores, se olvide reglamentar la frecuencia y el método de las palizas. En la crónica del crimen no se suele decir mucho de esa maraña afectiva, financiera e incluso erótica, ni menos aún de esa dialéctica hegeliana que en conjunto pueden transformar una pareja de novios en una tragedia; pero es que, pongamos las cosas en su sitio, no hay manera de disfrutar de esa zurra en bruto. 50 Sombras de Gray hace con los maltratos domésticos lo que Ferrán Adriá puede hacer con una butifarra. Extrae, destila, sublima y sirve en formas elegantes y en dosis que no indigestan. Hay en la vida y en los libros crueldades más originales, pero en general no sirven para alegrar parejas.

martes, 11 de septiembre de 2012

La lotería en Babilonia


El nombre de esta entrada no es una alusión maligna al complejo Eurovegas que se va a construir, parece, en algún páramo madrileño: es el título de un cuento de Jorge Luis Borges. Cuenta cómo la lotería de aquella ciudad, al principio un juego simple con pequeños premios y sin mucho éxito, se animó desde que empezó a incluir, entre sus premios positivos, algunos negativos: multas, que tiempo después se transformaron en penas de cárcel. El peligro incrementó el desafío y el interés. La pasión de los babilonios por el juego, la voluntad de hacerlo más excitante y de ponerlo al alcance de todos fue haciendo que los premios, y también los castigos, dejasen de ser monetarios y se tornasen imprevisibles, llegando de la máxima buenaventura a la peor atrocidad; que la lotería pasase a ser gratuita y general y los sorteos secretos. Como la buena o mala suerte en la lotería podía determinar cualquier detalle de la vida de cualquier ciudadano, la lotería asumió todas las funciones y todos los poderes del estado; o de un estado con poderes absolutos. Con el tiempo, se hizo imposible saber si cualquier cosa que ocurriese a cualquiera en cualquier momento era el resultado de un sorteo hecho a oscuras o del azar en general. Y, en realidad, qué más daba.


La lotería en Babilonia, como explica Borges al final, de varios modos contrarios, viene a ser una alegoría de un universo gobernado por el azar. O por un dios ludópata sin designio propio al que el rumbo concreto que vaya a seguir el mundo le da tan lo mismo que se lo juega a los dados. La idea es antigua. Los griegos imaginaron a Zeus echando a los dados cuestiones importantes; y recuerdo vagamente que en una ermita de un pueblo español había o sigue habiendo un Santo Niño o un Cristo con una baraja en la mano. El Azar impone respeto; algún que otro dios recurre a él como autoridad superior, y la propia Razón tiene que cederle el paso aunque después se explaye a sus espaldas.
Pero ya que se ha hablado de Eurovegas habría que preguntarse si el proyecto de Mr. Adelson se parece al de la Lotería del cuento. Y no, no tiene nada que ver. Es verdad que ya ha comenzado suplantando, al menos en parte, al estado, y alterando sus leyes, y que con su peso transformará las alcaldías vecinas y quizás el propio gobierno de la Comunidad en anexos administrativos, ocupados de la recogida de basuras, la regulación del tráfico y poco más. Pero eso no es novedad, porque la economía española ya tiene estilo de casino hace un buen tiempo y, con algunos matices de cortesía, está por encima de ceremonias del tipo de elecciones y preceptos constitucionales. Es verdad también que da fe de la pasión nacional por el juego: no puede ser por azar (qué redundancia) que en un país hundido hasta el cuello en deudas de juego se proponga comprar una gran ruleta que, con un golpe de suerte mediante, nos haga ricos de nuevo pasado mañana. Pero Eurovegas sólo anuncia sus premios en metálico, y por ello no necesita ser secreta; las desgracias que pueda sortear no es que sean secretas, casi se pueden ir enumerando, pero no llevarán el sello de la compañía, ocurrirán porque sí. A fin de cuentas no tenemos el arrojo desquiciado de los babilonios del cuento: nos gusta el juego, pero no pensar que en él también se pierde. Mal está que nos toque un desastre como para que aún se nos recuerde lo que nos costó el décimo. En realidad nadie quiere Eurovegas para promover el juego, sino para asegurar puestos de trabajo, sustentos de familias y días de mañana. Jugamos, quién lo diría, para asegurarnos. A los dueños de los casinos les pasa lo mismo: por la misma razón que hace que las putas no se enamoren en el trabajo, ellos no dejan nada al azar. Los perdedores (losers en inglés: en EEUU es un insulto) le llaman a eso hacer trampa, pero en realidad no es más que garantizar la inversión; dada la importancia que adquirirá para la región, no sería tanto pedir que, si las cosas llegan a ir mal, se haga algo por rescatar a Eurovegas o a los bancos que la financien. Hay precedentes. El mundo es muy azaroso de por sí, y los casinos no lo hacen más de lo que ya es, sólo concentran el juego en algunos lugares y sus ganancias en algunas manos, para que los demás podamos libremente meditar sobre la vida, que es una tómbola.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

El Ecce Homo y la vanguardia


Cómo no hablar del Ecce Homo de Borja. En serio, digo. Cecilia Giménez, la restauradora que acabó transformándose en autora a su pesar, ha sufrido mucho por las burlas, pero quizás la hayan perturbado más los elogios, o el movimiento iniciado en pro de la conservación de su obra. A ella le gustaba el Ecce Homo tal como era antes, y no tal como ella misma lo dejó sin querer, de modo que puede añadirle leña a su humillación que la comparen con Bacon o con Goya.


Contemplado como puro objeto, el Ecce Homo de Cecilia Giménez tendrá, sí, algún lejano paralelo con cuadros de Bacon, y quizás menos lejano con detalles nada secundarios de cuadros de Goya. Tiene un valor de imagen inequívoco -basta ver los millares de interpretaciones y parodias que le han surgido en pocos días- y además adecuado, porque si se trata de plasmar una víctima sacrificial cargada con los pecados del mundo (eso viene a ser un Ecce Homo) ese muñeco deforme, borroso e inflado, horrible y al mismo tiempo inocente, expresa la idea con mucha más efectividad que todos los ecce homos. A su modo es más realista, incluso: un torturado puede parecerse más a eso. Es muy pronto para saber si el Ecce Homo de Borja perdurará como ícono, pero, al margen de los caprichos de la celebridad instantánea, tendría méritos para ello.
No es, sin embargo, una obra de arte. La obra de arte, un término de la tradición occidental, es intencional, y consiste en una interpretación de la realidad y de la tradición artística anterior. O sea, el pintor puede llevar una chapuza a la condición de obra de arte siempre que cumpla una serie de requisitos, entre los cuales el más simple ha solido ser el de dominar el oficio consagrado por la tradición; la deformación es entonces expresiva porque tuerce un canon del que se dispone. Picasso, parafraseando su modesto dicho, podía permitirse pintar como un niño entre otras cosas porque antes ya sabía pintar como Miguel Ángel.
Hay otras tradiciones en que ese modelo de arte no es necesario. Habrá pocos objetos artísticos que alcancen la fuerza expresiva de esos fetiches africanos creados por la amalgama que nosotros diríamos casual de objetos y de restos sacrificiales (y está claro que no me refiero aquí al arte africano propiamente dicho, producto de un estilo y una destreza depurados); han inspirado no poco a las vanguardias europeas y sirven a la perfección para materializar una cierta concepción de lo sagrado. En la tradición europea no faltan ejemplos de eso que se llegó a llamar acheiropoietos, “no hecho por manos”, una obra surgida prodigiosamente o traída por los ángeles. Más de una imagen milagrosa del cristianismo altomedieval pertenece a esa categoría, y aún impresiona por su rusticidad; o en otras palabras por ser una sublime chapuza. Se trata por supuesto de obras sin autor conocido, y no por un fallo de la memoria sino porque el autor es en ese caso irrelevante, o mejor dicho contra-relevante. Sólo después de muchos siglos de arte basado en una destreza aprendida y una inspiración incontrolable, las vanguardias del siglo XX llegaron a ofrecernos de nuevo, transmutada en objeto de arte, esa manifestación bruta que antes sólo se encontraba fuera, o en las márgenes del arte. Ahora un artista puede pintar uniformemente de azul un rectángulo de lienzo y titularlo “Azul”; otro probar con el azar que distribuye sobre el cuadro el chorreo de la pintura, o exhibir una piedra rota o un inmenso cubo de acero. El viejo requisito de dominar el oficio según los cánones académicos está, digamos, en vía muerta: quizás todos esos artistas sepan pintar o esculpir como Miguel Ángel pero eso viene a ser ya irrelevante. Lo que importa es que sepamos redescubrir la belleza de un color simple, o de las texturas sin forma, o de las formas del azar. En cierto sentido, en muchas versiones del arte de vanguardia vamos a parar a lo mismo que encontramos en los jardines chinos, donde al lado de porcelanas o acuarelas convencionales se exponen las volutas de grandes piedras de jade, tal cual han sido encontradas: la belleza de la materia que no necesita autor.
Hay sin embargo una diferencia importante, y consiste en que todas esas expresiones del desdén hacia el arte en el sentido clásico vienen unidas a una inflación del concepto clásico de artista, y de la gestión clásica del arte. Hay autor, la firma se ha vuelto inexcusable, y genera valores financieros exorbitantes. La intención expresiva del artista no se mide ya por su dominio de una destreza artesanal, sino por su capacidad de disertar sobre su borrón o su piedra rota o su cubo, o mejor aún por conseguir que alguien debidamente calificado diserte: la realidad y la tradición a la que se refiere la obra ya no es sino la de la exégesis. Un exegeta impar de su propia obra era por ejemplo Antoni Tapies, que sabía explicar como nadie que los retornos contemporáneos a la pintura figurativa eran concesiones a lo más rancio y obsoleto de la tradición occidental (sería justo, sin embargo, recordar que vivía en una masía convenientemente obsoleta, del siglo XIV). Parte del entusiasmo por el Ecce Homo de Cecilia Giménez viene de una cierta revuelta del público ignaro ante un arte contemporáneo que necesita por un lado que el público no comprenda y se someta a su exégesis, y por el otro artistas de renombre -o agentes o herederos de ellos- con el bolso tan inflado como su ego. El Ecce Homo de Cecilia Giménez es por el contrario una conjunción extemporánea de nociones muy dispares: la expresividad y la sacralidad del azar, el autor que se esconde, la gratuidad del arte. Vale por lo menos por su modestia.