lunes, 27 de agosto de 2012

Las ruinas de Bolonia


Parece que en España los recortes están a punto de arruinar Bolonia, o sea el proyecto de homologación y coordinación de las universidades europeas. Verdad es que era caro, y no sé si toda mejora del sistema educativo debe ser cara, pero desde luego lo son todas las que despiertan algún interés; suponía sobre todo movilizar profesores y alumnos de una esquina a otra del continente, fomentar la dialogía, el trabajo de equipo y el intercambio. Tenía, además de otros atractivos, algo de esa doctrina mercantil que Marx denunció en su momento: la de que la plusvalía se crea mediante el comercio. Marx, aunque no tuviese ni ordenador ni smartphone, ya sabía de qué modo aumenta el volumen de un vaso de agua cuando no se hace más que agitarlo.


Es verdad que, incluso sin recortes, la cosa ya andaba mal, y al parecer generaba, más que otra cosa, una incalculable metástasis burocrática (que nadie pensó hasta el momento en recortar). No es exclusivo de Bolonia. En Brasil el sistema de fomento de la formación y la investigación viene produciendo el mismo tipo de resultados. O sea, todo ese incentivo y acicate que se apoya en el registro y control de proyectos, planificación detallada e informes de resultados va produciendo una cosecha ubérrima de informes de resultados, planificaciones detalladas y proyectos. Quien conozca la diferencia entre eso y el trabajo científico me entenderá. Quien no me entienda podrá seguir plantando viñas sobre un mapa de la Rioja o exprimiendo el gráfico de una naranja.

Todo eso es culpa de las ciencias humanas, que por no ser exactas se han convencido de que deben ser flojas. O de una de sus palabras favoritas, esa abstracción tan discutible que es la sociedad. De tanto repetirla nos hemos convencido de que la sociedad existe, y de que por ello puede ser reformada, mediante la reforma de abstracciones de segundo grado que son leyes, reglamentos y estatutos. Y si ello es posible para la sociedad en general, qué decir de la universidad, que ya es un sector especialmente abstracto. Sin embargo, cualquier somera aproximación empírica a una universidad muestra que ella está compuesta de sujetos concretos, incluso tangibles, dispuestos en densas relaciones. Relaciones sociales, valga la redundancia. Esas relaciones, infelizmente, incluyen excesos de compadreo, comadreo, complacencia, complicidad, conformismo, comodidad para limitarnos a un prefijo; lo que, volviendo a la gran abstracción, nos hace pensar en una universidad estancada propia de una sociedad estancada. No sé bien qué tipo de medidas pueden tomarse para desestancarla, pero me temo que si las hubiese deberían ser simples, incluso baratas, o sea extremamente improbables. Construir arquitecturas boloñesas sobre esa base no llega a cambiarla; más bien es una invitación a que el mismo entramado se infle hasta ocupar todo el espacio. A falta de sustancia lo puede rellenar de papeleo.

lunes, 6 de agosto de 2012

Play it again, Sam


Ahora ya lo dice la Ciencia: las músicas que se oyen se parecen cada vez más unas a otras. Un estudio del CSIC, comparando cerca de un millón de canciones del pop de las últimas décadas, y aplicando un análisis matemático masivo de alguno de sus parámetros, ha concluido que lo que se oye en esa fantástica profusión de aparatos diferentes (radios, tocadiscos, ordenadores, televisiones, Ipods, smartphones, etc. etc. etc. etc. etc.) es cada vez más igual. Al estudio se le puede objetar lo que se puede objetar a todo ese tipo de estudios: generaliza, se funda en muy pocos parámetros y desprecia muchos más, salta por encima de los contextos. Pero tiene también la mínima ventaja que tienen ese tipo de estudios: establece un dato duro que si no lo explica todo al menos no puede dejarse a un lado cuando se quiere describir todo. Muchos habían expresado, sin necesidad de ordenador, la sensación de que la música de hoy en día suena cada vez más igual; ahora hasta un ordenador lo siente, con un deje nostálgico.
No ha faltado quien haya criticado el estudio del CSIC precisamente por eso, por partir de un prejuicio nostálgico para llegar al mismo prejuicio. Pero es que ese desprecio de la nostalgia puede ser también prejuicio, o puede ser ese tipo de sentimentalismo futurista que aboba a los padres novatos ante la genialidad de su recién nacido y el mundo mucho mejor que le aguarda. Otros han criticado que se dedique tiempo y dinero a ese tipo de investigación cuando hay tantos asuntos importantes en el mundo.
A mí el estudio no me parece nostálgico ni trivial. Vivimos acuciados por la crisis de un sistema que promete una fantástica proliferación de diversidad y riqueza: la sigue prometiendo, aunque sea sólo para de aquí a unos años. Los nostálgicos dicen que la globalización uniformiza el mundo y acaba con la diversidad, lo que es el modo más efectivo de empobrecerlo. Los padres novatos dicen que sólo cambia la diversidad de lugar, y de hecho la pone cada vez más al alcance de todos. No creo que sea posible, como decía Gabriel Tarde con otras palabras, un censo global de la diversidad, pero estudios como el del CSIC pueden dar algunas pistas de cómo se distribuye.



“Industria cultural” fue, creo, un concepto acuñado por los de la escuela de Frankfurt, unos señores de izquierdas pero muy estirados que miraban de arriba abajo cualquier obra de arte que pudiese ser apreciada por más del cinco por ciento de la población. Apedrear su elitismo y su pesimismo es casi obligatorio cada vez que se elogian las obras de arte que, en el último siglo, ha conseguido producir esa industria. A los de Frankfurt no acaba de desterrarlos que las cosas fuesen mejor de lo que ellos temían; quizás los entierre la posibilidad de que sean peores.
Seguramente ya habrá dicho alguien que la industria cultural está al borde de la desaparición: los sociólogos son imbatibles a la hora de diagnosticar el fin de las cosas. Puede sonar extraño, pero no lo es tanto si pensamos en que, para los de Frankfurt, hablar de industria significaba hablar de astilleros, siderúrgicas o fábricas de jabón, pesticida o salchichas: centros de producción masiva animados por una multitud de obreros especializados y dirigidos por un empresario. En ese sentido la industria cultural -con la excepción de reductos como el del cine- casi ha desaparecido. La edición musical -no digamos la literatura- puede ser hecha en casa, con ayuda de equipos caros pero no inalcanzables. Los músicos ya no se las tienen que ver necesariamente con los grandes estudios de grabación, con sus manías y sus ideas sobre qué hay que venderle al público: en principio gozan de más libertad que nunca y probablemente la aprovechan. Sólo están supeditados, en el caso de que quieran difundir su obra, a una figura incolora e incluso transparente, la del agente; un intermediario. La industria, en la práctica, se ha tornado una prestadora de servicios para el intermediario. Y la principal virtud del intermediario es su modestia: aún en el caso de que tenga criterios propios, no deja que ellos interfieran en su trabajo, que consiste en confiarse al criterio de la mayoría, y la mayoría es, por así decirlo, una multitud de individuos corriendo en pos de su propia media estadística. El intermediario cuida celosamente de ese centro virtual, y difícilmente deja pasar nada que se le aparte. Intermediarios son los agentes, intermediarios son también los periodistas, intermediarios son los piratas que descargan millones de copias de esa obra que acabará vendiendo centenas de millares, y su fuerza reside en su circularidad. Periódicos que reseñan las novedades más calientes del Twitter que hace correr alguna noticias de la televisión que comenta los titulares de los periódicos que hacen la cuenta de las consultas del Google que da acceso a las noticias del periódico. Intermediarios fundamentales son los distribuidores: propietarios de grandes galpones sitos en cualquier páramo con una flota de transporte capaz de poner no importa qué en no importa qué lugar: a fin de cuentas la estrategia central para vender consiste en atiborrar los escaparates con montañas de ejemplares de la misma obra, porque eso es la imagen viva de una media estadística. Claro está que en el juego de la difusión masiva se puede hacer trampa, dando paso a un pariente o a alguien a quien se debe un favor de cualquier tipo, pero eso no es en rigor una trampa, porque el intermediario no se reserva el derecho de decir quién es un genio: lo que se difunde masivamente dispensa ese tipo de pretensión.
Los pobres frankfurtianos se quejaban de que la industria cultural llevase a una infinita reproducción de la producción artística, que la dejaba sin aura. En realidad nos hemos librado de ella y nos hemos quedado con una infinita producción de la reproducción, que ha cambiado el aura por el mínimo común denominador. Como la difusión es redundancia, no puede extrañar que los éxitos del pasado se reciclen constantemente, que la popularidad en un sector garantice el paso a la popularidad en otros sectores y que los argumentos o los acordes se repitan. Cuanto más se repitan más probabilidades tendrán de estar en la media. Los papás novatos dicen con delectación que el nuevo panorama cultural ha abolido aquel sistema autoritario donde una minoría de críticos y editores determinaba los gustos del público. No sé si es así, lo que sí me parece que va eliminando es el azar que de vez en cuando encarnaba en el gusto de algún ser empírico; el panorama cultural usa la misma racionalidad de esos cultivos de soja de lo que era el Mato Grosso brasileño, con sus miles de hectáreas de plantas clonadas de una misma simiente.

sábado, 4 de agosto de 2012

Mediocridad


Me ha llegado por e-mail un texto, atribuido a Antonio Fraguas Forges, titulado El Triunfo de los Mediocres, que, como casi todos esos mensajes de firmas famosas, no es del supuesto autor, sino de otro menos conocido. Es, de todos modos, mejor que los del Pseudo-Borges o el Pseudo-García Márquez que me llegaron en su día, y sostiene que el problema de España no es ni la prima de riesgo ni la crisis bancaria ni la corrupción política sino, en la base de todas ellas, la mediocridad.
El diagnóstico es sospechoso: quien dice a sus compatriotas que su problema es el culto a la mediocridad quizás se considera por encima de la mediocridad y está aconsejando que en lugar de rendirle culto a ella se lo rindan a él. La idea no es nueva: ha sido un estribillo de los intelectuales liberales, y Ortega, que tenía muy alta idea de sí mismo, lo repetía con agrado. ¿Elitismo? Puede ser. La mediocridad es, a su modo, democrática, y hablar contra ella puede parecer, a su modo, antidemocrático.
Por eso es bueno subrayar que la mediocridad bien entendida no es una deficiencia sino un sistema como cualquier otro. Un ciudadano mediocre no es un ciudadano medio, sino un ciudadano que se consagra a ser medio. Un país mediocre no es un país de mediocres sino un país donde todo el mundo, con sus dirigentes a la cabeza, corre al punto de encuentro donde supone que están todos, esté donde esté ese punto.


El punto puede estar dividido en dos, siempre que cada mitad se limite a ser el reverso de la otra.
La mediocridad no es una esencia: es una práctica, una intención. Se puede tener gran independencia de espíritu o grandes dotes, se puede ser incluso un inadaptable y abrazar la mediocridad por pura modestia o por el bien de la familia. En el país ha habido grandes instituciones forjadoras de la mediocridad: estaba el servicio militar, ese en el que para sobrevivir había que esforzarse en no llamar la atención, ni por ser demasiado tonto ni por ser demasiado listo. O, hace más tiempo, la Inquisición, esa tertulia a la que solían ser denunciados los que eran demasiado tontos o demasiado listos. Pero sin Inquisición o sin mili el terreno ya está sembrado: cualquier colegio, cualquier empresa o cualquier hogar del jubilado sirve ya para lo mismo. O el trabajo en equipo, consistente en reunir personas que nunca se separan para que pongan en común opciones que no difieren.
Vivir en esas condiciones tiene sus atractivos, que seducen a muchos extranjeros. Si se quiere hacer lo que hace todo el mundo no hay que perder de vista a todo el mundo, y eso anima mucho las calles. Tiene también muchas servidumbres, porque para que todos quepan en tan poco espacio hay que amoldarse, so pena de lo que pueda decir la gente, en el norte, o de que te saquen una copla, en el sur; pero para el mediocre medio eso no es gran problema. Tiene su salero, también, y por eso la comedia sigue siendo el alma del arte nacional: si por acaso se dice algo diferente de lo que todos piensan siempre será mejor si se puede alegar que era broma.
No se vaya a pensar que el sistema condena a sus elementos a una vida monótona. La mediocridad no excluye el afán de superación: se puede aspirar a ser más que los otros siempre que se haga del mismo modo que todos lo hacen. Tampoco es incompatible con la jerarquía, porque, aunque no esté bien visto ser mejor o peor que nadie, ser más mediocre que nadie estimula al equipo, se llegue a ello por antigüedad o por elección. O por aclamación, cuando se saca a hombros a aquél que más indistintamente expresa la identidad colectiva. De ahí que las élites del país hagan todo lo posible por no parecer élites, o, para decirlo de otro modo, para evitar toda sospecha de que su posición derive de algún mérito peculiar. Eso tiene su recompensa, porque a cambio de no ser mejor que nadie se puede tener más que nadie, y alcanzar una mediocridad muy opulenta. Tampoco es que por ser mediocre haya que resignarse a vivir en santa paz y silencio: por el contrario, si se pone tanto empeño en que nadie sea más que nadie es porque nadie quiere ser menos que nadie, y no hay como evitar roces cuando todos quieren poner el pie en el mismo peldaño de la misma escala. Y cuando dos discuten ideas equivalentes, sólo pueden argumentar gritándolas más alto.
La crisis española no se debe, como tanto se ha dicho, a que hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades, sino a que lo hemos hecho todos del mismo modo, gastando el dinero o pidiéndolo prestado para lo mismo. Ni a que los políticos hayan sido incapaces de prevenirla: su misión no es ser más listos que nadie, sino encarnar la opinión general, salvo fuerza mayor (esas fuerzas mayores que la opinión general salen ahora todos los días en los titulares). Algunos lectores del Pseudo-Forges han protestado contra esa pretensión de achacar a la mediocridad nuestros problemas cuando la culpa es del sistema, pero eso es un rodeo ocioso: la mediocridad es el sistema, y quién va a venir a decirnos que tiene otro mejor.

Pero la prueba de fuego de la mediocridad nacional es que casi nadie se suicida. Esa voluntad de continuar en la piña humana incluso cuando eso resulta insostenible para uno mismo o para la piña. Un suicida viene a ser como un Ortega al revés, que en lugar de ponerse por los cielos se conforma con ponerse bajo tierra con tal de destacar. A pesar de la que está cayendo, y a juzgar por lo que se divulga, sólo se suicida algún que otro inestable después de matar a su cónyuge, e incluso en ese caso hay que lamentar que lo haga después, y no antes. Pero si lo hiciesen antes no se les reconocería el mérito. Se dice que el suicidio está censurado en los medios de comunicación porque es un mal ejemplo: si lo bueno es estar en medio de todos no hay peor pecado que quitarse de en medio. El suicidio ha sido, por esos mundos, el recurso final de los políticos en apuros. Así de repente me acuerdo de un presidente brasileño -Getulio Vargas, que presumía de ascendencia española- y un primer ministro francés, Pierre Béregovoy: los dos se suicidaron por bastante menos de lo que nuestros próceres nos comunican todas las semanas sin inmutarse; para ser mediocre hay que tener temple. Pero cómo se van a suicidar estos, si ni siquiera son capaces de recortarse el sueldo.