miércoles, 27 de junio de 2012

Orientalismo I: Edward Said


Hay buenas razones para que los libros se reseñen en el momento en que salen al mercado, aunque eso pueda transformar las reseñas en un apéndice de la publicidad. Por eso mismo no está mal hacer reseñas tardías: algunos libros especialmente influyentes las necesitan quizás a cada diez años. Orientalismo, de Edward Said, es un libro de 1978. Y yo sé muy poco del orientalismo y, si queremos concebir tal cosa, del Oriente; pero el libro de Said ha tenido una vasta progenie en mi campo profesional, la antropología, y directa o indirectamente tiene mucho que ver con el modo en que muchos de mis colegas -bien puedo incluirme yo mismo- trabaja.
Dos o tres veces habré citado el concepto de Said -es una confesión- sin haber leído su libro, y decidí hacerlo hace unas semanas, en una edición en portugués. Me sorprendió, antes de concluir la primera parte, notar que citar de oídas no me había llevado a imprecisiones. El Orientalismo, dice Said, es un corpus de imágenes, juicios, metáforas, enteramente construido en Occidente, que pretende abarcar un objeto supuestamente homogéneo y real, el Oriente (Said se refiere casi exclusivamente al Próximo Oriente musulmán), y ser una guía para actuar sobre él, lo que significa concretamente su dominación colonial. Según el Orientalismo, el Oriente es sensual, irracional, confuso, tremendamente antiguo, una forma de vida magnífica pero ya fósil que sólo puede cobrar vida recibiendo savia nueva del Occidente. Un objeto de veneración -desde el renacimiento oriental, como se llama a ese movimiento cultural que a finales del XVIII empezó a buscar las raíces de la cultura europea más allá de Grecia, en Egipto o la India- que pasa a ser objeto de desprecio cuando se alude a su realidad contemporánea.



No creo que incluso en 1978 una idea de ese tipo fuese nueva para los antropólogos o los historiadores; véase sin ir más lejos todo lo que ya estaba escrito sobre el Salvaje americano. Por un simple efecto de perspectiva, los seres humanos tienden a encerrar en estereotipos unitarios y sumarios aquello que les es lejano. La relativa novedad del libro de Said consiste en que su orientalismo es una institución especializada, o sea que se presenta en forma de departamentos universitarios, academias o institutos; no es una vaga noción popular de los occidentales sino un órgano supuestamente científico que alimenta y se alimenta más o menos de ese mismo tipo de prejuicio. Orientalismo propone una polémica sobre el mundo de los sabios, que hasta no mucho antes solía considerarse al abrigo de prejuicios o intereses. En términos generales, es obvio que Said tiene razón, aunque para comprobarlo no sea en rigor necesario leer su libro.
El concepto ya se formula plenamente en sus primeras páginas, a partir de un discurso parlamentario de Lord Balfour (un ferviente colonialista) y de unos párrafos de Lord Cromer, un administrador británico de Egipto. En lo sucesivo, el esquema inferido por Said se aplica a materiales muy diversos, desde las políticas de Napoleón en Egipto a ciertas cartas con gusto pornográfico de Flaubert, a las crestomatías de Sacy, a las ideas de Schlegel y las teorías de Renan: y se comprueba que todos esos autores son cultivadores del orientalismo. En la segunda parte, se analiza la construcción de la obra de varios literatos (Said fue profesor de literatura) y vemos que Lane es orientalista absteniéndose de cualquier relación erótica en su oriente, y Nerval sumergiéndose en ella. Burton lo es en su feroz individualismo que le hace rehuir Inglaterra y peregrinar hasta La Meca pasando por musulmán. Lawrence (de Arabia) lo es también, en su particular empeño en pro del nacionalismo árabe. Y todos ellos usan el oriente como un paisaje o un pretexto para la expansión y la definición de sus propios (y poderosos) egos. En términos generales, está claro que Said sigue teniendo razón.
En la tercera parte se habla de especialistas más cercanos a la actualidad, y más restringidos al campo académico del orientalismo, como Gibb, o Massignon (un autor al que Said prodiga elogios, aunque una que otra vez se compruebe que incluso él no es inmune al orientalismo); y hay una larga diatriba contra Bernard Lewis, un experto contemporáneo en temas orientales que ha frecuentado pésimas compañías: fue, al parecer, asesor de Bush en su cruzada iraquí. Es fácil ver que Said tiene razón, y al menos para mí es fácil también suscribir su rabia, aunque el curso o el objeto de sus argumentos se me pierda con frecuencia. En un libro de quinientas páginas apretadas hay, claro está, muchas observaciones o pistas sugerentes. Su elogio de la filología, por ejemplo (aunque no me haya parecido encontrar mucha filología en el libro); o ese análisis de la relación de Lane con sus informantes egipcios (tan interesantes para esa ya vieja discusión de las relaciones antropólogo-nativo) o sobre la inspiración cristiana de buena parte del orientalismo (Said procedía, por cierto, de una familia cristiana palestina). O, sobre todo, esa observación de que el orientalismo, como un corpus fijo de saberes, impone su autoridad sobre las idiosincrasias o las diferencias de los orientalistas individuales. Pero es un poco perturbador notar que eso mismo es lo que él hace a lo largo del libro, cuya columna vertebral está formada por ese concepto de orientalismo hecho de una pieza. No hay, al parecer, diferencias estructurales entre épocas del orientalismo o variantes del orientalismo. Toda la diversidad de comentarios e informaciones que teje Said orbita en torno de ese eje sin moverlo ni ser movido por él. En un resumen de pocas páginas sería difícil integrar el conjunto, y es preferible limitarse al núcleo, lo que no es difícil: Orientalismo se lee a lo largo de muchas páginas, pero se recuerda e influye como si fuese un resumen.
Naturalmente, fue eso lo que le objetaron sus críticos, que como puede imaginarse fueron muchos: Said había sido orientalista (en rigor, occidentalista) con sus orientalistas. A ese respecto no tengo mucho que opinar: no sé nada de esos orientalistas. Pero puedo opinar a respecto del modo en que los partidarios de Said enfrentaron esas críticas, y que, por resumir una vez más, consistió sobre todo en decir que, pese a ellas, Said tenía razón. Lo que, una vez admitido, podía completarse con un argumento pro hominem: Said estaba en el buen lado. Militante palestino, miembro algún tiempo de la Autoridad palestina, pacifista y perseguido por varias fuerzas reconocidamente infames, Said era, hasta donde alcanza la vista, un hombre de bien en una tierra azotada por el mal.

Ese horizonte argumentativo se ha hecho común en la nebulosa compuesta por los estudios culturales y pos-coloniales. Y en la antropologia pos-moderna en general, la cual, se haya dado cuenta o no, ocupa una posición largamente hegemónica en buena parte del universo académico, al menos el de las Humanidades; al igual que en ese sector político que por inercia se continúa llamando la izquierda. Una crítica que reclame un mayor refinamiento no hace mella, porque sigue privilegiando el poder del erudito cuando lo que está en pauta es la legitimidad moral; equivaldría a seguir otorgando a la ciencia un lugar encima del bien y del mal. A qué invocar mayores precisiones que no pueden hacer más que oscurecer una verdad urgente que está muy clara.
Pero, admitiendo que la principal tarea de un intelectual sea de carácter ético, la revelación y denuncia de las injusticias ¿por qué esa tarea podría ser cumplida con argumentos genéricos y tal vez inexactos o vagos, cuando sería posible hacerlo con más precisión? ¿o es que se confía tan poco en la solidez de los principios que se teme que una visión más detallada de las cosas llegue a anularlos?



Hace ya tiempo que, una vez demostrado que la ciencia con su pretensión de objetividad ha cometido muchos desafueros, parece haberse establecido que el único antídoto a ese mal es una subjetividad asumida. La ciencia ha perpetrado ficciones tan torcidas sobre los otros que lo único que se les puede oponer es la propia voz de los otros. Said es, en el caso, un otro bien cualificado para hablar del mundo árabe. Las reglas epistemológicas han dejado pasar tantas trampas que más vale mirar quién está hablando. Más vale evaluar el tenor moral de lo que se oye que meterse en el laberinto de las exactitudes. La antropología pos-moderna (que ella no esté ya de moda solo significa que disfruta de un influjo más extenso y profundo que el que tenía en su época dorada) tendió a anular el aparato normativo de las ciencias humanas, pero eso, contra toda apariencia, no la llevó a algún tipo de anarquía, sino a depender directamente de normas más generales. Las ciencias humanas han adoptado un habitus netamente moral, o moralista (en nada altera ese moralismo el hecho de que se dedique a afirmar lo que décadas o un siglo atrás eran aún abominaciones). No tendría caso, como hemos dicho, discutir si esa deriva es científicamente válida. Quizás sea más útil preguntarse, entonces, qué es ella moral o políticamente.
Moral o políticamente viene a ser un fracaso. Lo que se podría llamar el discurso dominante -ese que preocupa a los descendientes de Said- hace mucho que ha relegado la moral a papeles muy secundarios. Al menos desde la época thatcheriana no nos asedia con llamadas a valores sagrados, y prefiere esmerarse en exponer lo que es, supuestamente, la cruda realidad. La moral ha quedado para los indignados. Veamos cómo se procesa la crisis económica: a un lado un experto dice cómo son las cosas, y al otro se invocan los valores, los derechos y los sujetos que están siendo pisoteados. El experto entonces asume ese pesar, o incluso esa indignación, pero vuelve a constatar, lamentándolo, que las cosas son así y muy poco puede hacerse contra ellas. Contra el discurso dominante se han alzado las voces de los dominados, pero la voz dominante, en lugar de gritar más alto, se ha callado y, al parecer, deja que la realidad hable por sí misma. Las ciencias humanas, claro está, hace tiempo que han renunciado a decir nada sobre la realidad, dejando a los ciudadanos que se enfrenten a ella armados de buenos sentimientos.

¿Qué tiene que ver todo esto con el libro de Said? Mucho, aunque no exclusivamente con él. Orientalismo es uno de los textos que han convencido a los humanistas de que desnudar las fábulas de la opresión era casi su único cometido. ¿Quizás, una vez desnuda, la opresión salga corriendo para nunca más volver? Al parecer, los humanistas no cuenta con que la opresión sea muy impúdica. Orientalismo trata, obcecadamente, de los equívocos groseros de los orientalistas, pero no de sus aciertos; o sea, de la medida en que elaboraron descripciones y diagnósticos eficientes de eso que llamaban Oriente. Y es obvio que si los equívocos eran colonialistas y servían al colonialismo, los aciertos debían serlo igualmente, y servirlo mejor. Los equívocos pueden denunciarse, los aciertos exigen que se les enfrente una descripción más adecuada. Las estrategias moralistas tienen ese inconveniente: se suelen cebar en los pecados capitales, pero no se interesan en saber por qué es tan fácil cometerlos. Rechazar la noción de ciencia ha acabado por ser una trampa costosa para los que la criticaron: ahora tienen que limitarse a abuchear los relatos de la crisis que recitan sin alterarse los expertos, y pueden sentir que hay algo falaz en esa descripción que, sin embargo, resulta tan coherente, sobre todo porque no se sabe de otra. El Oriente de los orientalistas puede ser espúreo, pero es el único que Said nos dejó.

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