jueves, 21 de junio de 2012

**Por hablar de Hopper

Sé de Edward T. Hopper lo que dicen de él los paneles de la exposición del Museo Thyssen-Bornemisza. Que poseía una sólida formación académica, que dejó a un lado la fascinación por Paris y sus vanguardias para dedicarse a una pintura inequívocamente americana -tanto que ha dejado abundantes huellas en la más americana de las artes, el cine. Que es el pintor de la soledad y la banal austeridad de las ciudades modernas, de las viviendas mudas en el litoral frío del noreste, de las miradas casuales de una ventana a otra; el pintor del aburrimiento sombrío, de los noctámbulos perdidos a la luz de los neones. Que esa tristeza fría bebe de la experiencia de la Gran Depresión. Que quizás su obra sea la contribución más clara del siglo XX a la gran pintura perspectiva – o sea, mucho más que objetos, paisajes o figuras sus cuadros retratan una mirada: la del pintor/espectador. O un conjunto de miradas, las de los personajes (a veces toscos muñecos) que aparecen en sus pinturas. M, que me ha llevado a la exposición, me comenta que el pintor/espectador es un mirón: no conoce a los personajes, nunca se acercará a ellos, los espía de lejos. Ve gestos y posturas casuales que nunca adquirirán sentido. No posan, no son conscientes de que alguien los mira, no les importa. Muy raramente se miran entre sí, en realidad no miran a ninguna parte.
Hopper no interpretaba sus cuadros y dijo alguna vez que todo lo que había que decir de ellos ya estaba en el lienzo; y es verdad, se puede saber casi todo sin recorrer a otra fuente. Su autorretrato, el único rostro que mira al visitante en toda la exposición, es fiel a lo que se ha dicho del autor: introspectivo, conservador, franco, discreto. Tiene ese tipo de dignidad que se asemeja a una transacción con dinero al contado: no pide ni da ni debe.





Su biografía brilla por anodina en ese panteón de los pintores que siempre se mueren de hambre, se cortan una oreja, enloquecen a sus mujeres o se exilian en los mares del sur. Se entiende que toda esa exageración debe oírse en los cuadros que esos monstruos pintaron, y sin embargo es posible que en los de Hopper su vida se oiga aún más sin necesidad de gritos. Nacido en una familia burguesa que incentiva sus dotes artísticas, recibe una formación de altura, realiza todos los estudios y los viajes necesarios a Europa, trabaja como ilustrador de revistas sin concesiones a la bohemia. Se casa con una compañera de profesión que se mantendrá a su lado hasta morir puntualmente pocos meses después que él, y colabora con él en cuadros tan casuales en la apariencia como minuciosamente estudiados. Obtiene un considerable éxito de ventas, y una vida muy desahogada aunque su trabajo sea lento y meticuloso y enfrente largos periodos de improductividad. Con su esposa compra una casa junto a la playa en Cape Cod, Massachussets, cuyo faro retrata varias veces.






Su pintura es ciertamente americana: los grandes espacios (son los de Nueva York o la costa este americana, pero podrían ser los de Uruguay o Buenos Aires) permiten retratar soledades de verdad, espontáneas, algo muy diferente de las vistas de la Paris de Utrillo o la Madrid de Antonio López, donde las calles vacías, tan improbables, son más bien como un desnudo arquitectónico. Decir que su melancolía sea la de la Gran Depresión es una pequeña licencia ideológica. No ya porque buena parte de su obra más famosa se ejecute en la época más pujante del american way of life sino porque lo que él retrata no son frutos de la quiebra sino de la plétora del sistema: sus personajes no son parias del capitalismo sino esos mismos que sonríen triunfantes -esposo, esposa e hijos felices- en los carteles publicitarios. Hopper los espía y los capta desprovistos de su pose.





Una y otra vez pinta parejas quizás tan plenamente realizadas como la suya pero que en sus cuadros aparecen unidas por el tedio, indisolublemente. Es casi provocador que una de las más desoladoras aluda a una casa que bien podría ser la suya, en Cape Cod. O mujeres solas en cuartos de hotel. O un erotismo (?) desencantado, de cuerpos ajados y miradas furtivas. La radicalidad de otros se ceba en fugas imposibles, la de la pintura de Hopper, y del mundo que él celebra, consiste en una conformidad casi heroica con lo que hay.

1 comentario:

  1. Me chifla el cuadro de la puerta abierta al mar!! Hoy buscándolo, he llegado hasta tu casa por azar, un saludo!!

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