Sir Vidiadhar Surajprasad Naipaul, premio Nobel de literatura de 2001, es un mal hombre sin apelación posible. Tanto que su maldad llega a devaluarse en una especie de proceso inflacionario: se dedica a serlo con placer, y en sus declaraciones estúpidas sobre las mujeres que escriben o sobre estos y aquellos negros y desharrapados, y sobre su propia magnificencia parece haber una especie de hipocresía al contrario. Dice que le importa un comino lo que piensen de él pero resulta demasiado evidente que le importa, sí, y necesita que piensen mal. Suele hacer lo que puede para que los periodistas lo detesten y muchos no se explican cómo le pueden haber dado un Nobel a ese tipo. Como honrar la propia maldad no está al alcance de cualquiera, él se ha esmerado en demostrarla en el campo en que la prueba puede ser más fácil: en su propia casa, con las mujeres que han tenido la desgracia de quererle. Vivió cuarenta años con una esposa que, dicen, se hizo muy presente en sus viajes y en sus textos y a la que se esmeró en hacerle notar el desprecio que le profesaba. Ella murió de cáncer al cabo de esos cuarenta años, lo que, en realidad, sólo puede mostrar que Sir Vidia no tuvo que ver con ello, o que ella tenía una resistencia portentosa. A sabiendas de ella frecuentaba prostitutas, y sobre todo a otra mujer, casada, a la que le unió durante veinticinco años una relación sádica, sádica sin metáfora alguna.
Perfectamente consentida, por otra parte: ella misma dijo alguna vez que había hecho con Vidia cosas que la pondrían enferma con cualquier otra persona, y que con todo sentía nostalgia del tiempo en que podía volver a hacerlas. Cuando la legítima decidió cancelar el tratamiento que seguía y descansar en paz, Naipaul dejó también a la otra y casó inmediatamente con una periodista pakistaní (por sus escritos es fácil ver que no hay país que más deteste que el Pakistán) que se sumó rápidamente a ese peculiar panteón de mujeres donde ya estaban Yoko Ono y María Kodama y Marina Castaño y Pilar del Río (como todo panteón, ese muestra diferencias gritantes entre sus miembras).
Toda esa miseria y mucha más no se sabe por maledicencias, sino por la biografía autorizada que escribió Patrick French, para la cual Naipaul franqueó sus archivos, incluyendo diarios personales de su difunta esposa que él no había leído. Naipaul no pidió ningún cambio en el manuscrito final, que leyó quizás con el cuidado de que no dejase aparecer algún aspecto noble. Casi con monotonía, las semblanzas de su figura suelen ensalzar sus libros, y recomendar al lector que los lea y pida a los cielos que ni Sir Vidia ni nadie que se le parezca llegue a ser su compañero, amigo, vecino, profesor o inquilino.
Claro está que esa distinción salvadora entre la vida y la obra es, para muchos, una mala falacia, y que es impensable que un tipo así haya escrito algo que no sea también despreciable. No que esté mal escrito: nadie parece negarle un modo preciso, seco y eficaz de escribir, sin efectos ni concesiones, árido describiendo lo que es árido, con violencia contenida cuando es el momento, levemente irónico. Buena parte de su relevancia viene de su identidad y su tema: el tercer mundo pos-colonial, su historia, sus utopías. Naipaul los describe viniendo de una familia de inmigrantes hindúes en Trinidad, ex-colonia inglesa del Caribe. Un hijo de un tercer mundo al cuadrado que sin embargo pudo ir a estudiar a Oxford, donde lamentó el tono demasiado plebeyo que había tomado aquella universidad inundada por becarios. Un morenillo que describe su mundo de origen con la displicencia y la elegancia que no mucho lord podría escenificar. Si algunos otros escritores africanos, o caribeños, o indochinos, saltaron a la celebridad como voces de los países de los que surgían, Naipaul lo hizo como una mirada ácida hacia los suyos.
Lo que puede hacer pensar que sus émulos le dejaron demasiado fácil a Naipaul ese papel de dueño de la perspectiva crítica. Los intelectuales del tercer mundo han descrito el tercer mundo de un modo que quizás pueda ser auto-indulgente; lo bastante, al menos, como para que, al llegar Naipaul, lo que él decía sonase a nuevo. El elogio de la academia sueca que justificó su premio Nobel era un poco más preciso que de costumbre. Según él, Naipaul era el heredero de Conrad, en el análisis de los imperios en el sentido moral, en el escrutinio de lo que esos imperios hacen con sus súbditos, y de lo que hacen de sus súbditos. Elogio-basura, en la opinión de sus críticos: Naipaul se había hecho querer simplemente porque era un siervo que sabía incorporar la mirada y la voz del Amo.
Desde luego, se ha esmerado. Que le concediesen el Nobel pocos días después del atentado de las Torres Gemelas pareció a muchos una coincidencia muy infeliz, si es que era coincidencia. Varios de sus libros de viajes son retratos muy poco complacientes del Islam, muy en particular de (en su descripción) ese fracaso hecho país que es Pakistán, creado por y para el Islam. Pero hay mucho más. Su voluminoso libro sobre la India no es mucho más halagüeño. Ni sus novelas, en las que aparece toda esa gama de personajes que componen la historia del tercer mundo de los últimos cincuenta o sesenta años: expatriados, guerrilleros, refugiados, políticos, benefactores occidentales, misioneros, todos ellos bañados en una atmósfera de utopismo cínico, resentimiento, ambición, hipocresía involuntaria, inocencia, calles polvorientas, crueldad, deseo, ruido... En realidad, podría concedérsele a Naipaul una honestidad metodológica. Manifestar sin muchos tapujos ese desprecio que nutre por lo que describe nos permite saber cómo mira quien relata. Y toda su literatura mantiene esa honestidad metodológica. Leyendo los dicterios entresacados de sus obras cualquier lector podría pensar que se trata de un fajo de libelos colonialistas, y no es así. Los libros de Naipaul (no hay tanta diferencia entre sus novelas y sus viajes) son pacientes descripciones donde no hay caricaturas. Los libros de viajes en particular están en su mayor parte compuestos por innúmeras entrevistas con empresarios, escritores, maestros de escuela, sacerdotes, funcionarios públicos, militantes de esto o aquello, comerciantes, guías; descripciones morosas de cómo y dónde viven, del lugar donde conceden su entrevista (sus casas, muchas veces), historias de su clase o su movimiento. Cada uno es retratado de un modo lento y complejo. Incluso eses militantes yihadistas, de los que él hace notar cómo han sido educados en esos mismos Estados Unidos que odian, donde fueron bien acogidos y auxiliados por gentes muy diversas, sin que ellos reconozcan en todo ello una relación humana sino simplemente el amparo de Dios (lo mismo ocurre en la Fiesta de Acción de Gracias norteamericana, donde se recuerda el momento en que los indios auxiliaron con alimentos para los colonos, pero nada se agradece a los indios y todo a Dios). O esos políticos pakistaníes a los que intenta sonsacar en qué consisten las realizaciones de lo que debería ser la Economía Islámica, alternativa al capitalismo, que era uno de los proyectos del naciente Pakistán. O ese intelectual hindú que comenta ferozmente que fueron los británicos quienes convirtieron a la India en una nación de seres humanos, porque antes de ellos no había más que perros que se mordían entre sí -lo que quizás él mismo no consentiría que un británico dijese. Nadie ha dicho que Naipaul haya falseado las entrevistas ni haya inventado a sus personajes. De hecho todos ellos parecen intensa o aburridamente reales, y aunque uno no conozca ni la India, ni Pakistán ni el Irán, puede reconocer en ellos muchas preocupaciones, ideas o tics que abundan allí donde el colonialismo dejó sus marcas.
No hay en su obra una apología del colonialismo, a no ser que se entienda que lo es mostrar imágenes sombrías de los países fundados por movimientos anticoloniales. Por mucho que Naipaul registre de vez en cuando la opinión de alguien de que tal cosa es peor ahora de lo que fue antes de la independencia, o aunque lo exprese él mismo, lo que Naipaul cuenta es más devastador para el colonialismo que una biblioteca entera de esos libros que ensalzan a los pueblos o los regímenes que surgieron tras él. Nada habla peor de un sujeto que haber traído al mundo hijos viles que además lo odian. Si el colonialismo hubiese sido capaz de prohijar algo digno, o si no fuese capaz de pervertir del alma de sus súbditos, no habría sido tan nefasto.
Partidarios de la interpretación más que de la demostración, los críticos de Naipaul no suelen decir que lo que describe sea falso. Más bien, que se encarniza fríamente con lo peor, y que desconsidera, o bien no da la importancia debida, a la herencia maldita del colonialismo. Lo que en rigor tampoco es así, lo que ocurre es que lo peor tiene con frecuencia demasiado poder, y la herencia maldita es suficiente para convertir a muchos personajes en canallas, pero no en marionetas movidas para siempre por una mano ajena. De hecho, lo que la crítica sugiere, involuntariamente, es que la obra de Naipaul debería ser leída, para tener una noción más ecuánime, en conjunto con muchas otras en que los sujetos del tercer mundo son héroes genuinos o, en la medida en que se oponen a ese ideal, marionetas irredentas de un pasado extraño. Pero eso podría disculpar a Naipaul, evitémoslo.
Más definitivo como crítica es decir que este autor que tanto hace por romper el encanto lejano de un buen tercer mundo no se haya dignado nunca a hacer lo mismo con el opulento nicho europeo al que se fue a vivir a los dieciocho años. Es cierto, y quizás sea una pena.
Como dijo Edward Said, si el occidente ha ensalzado a Naipaul es porque ha encontrado en él un testigo de cargo contra sus propios hermanos. Una crítica muy interesante porque denota que la tarea de un intelectual no se desarrolla como una investigación sobre lo que ocurre, sino como un juicio con testigos, fiscales y abogados, donde se espera un veredicto. Claro que si se trata de un juicio entonces debe haber un Juez, y en esa consideración por un Juez invisible los críticos de Naipaul se muestran sutilmente colonizados. El primer abogado de fama de los pueblos víctimas del colonialismo fue Las Casas, y estaba claro a quién se dirigía: al Emperador Carlos V. Los alegatos de los abogados de hoy día no está claro a quién se dirigen. ¿A la Historia? ¿A Dios? (¿a cuál Dios?) ¿A las Naciones Unidas? Por lo común han sido destinatarios demasiado sordos o demasiado impotentes.
En fin, si no hay quien dicte sentencia efectiva, por lo menos habrá una condena moral, que es lo que al parecer importa. Caiga la vergüenza sobre Naipaul y sus obras nefandas, privadas o públicas; me parece justo. Sigue siendo interesante, sin embargo, pensar si aún así vale la pena leerlas. Hay toda una línea de pensamiento que mantiene, con buenas razones, que los países que han pasado por el yugo colonial son como personas que han pasado por una larga historia de malos tratos y que necesitan más que nada una especie de manager de la auto-estima. La objeción a ese buen argumento puede ser la existencia de personas como Naipaul, que a fin de cuentas pertenece por linaje y lugar de nacimiento a un mundo ex-colonial. No hay que hacerse ilusiones, no sólo en Londres vive gente tan ruin como él, también tiene sus pares en muchos países emergentes o sumergentes, y no siempre se limitan a escribir, a veces controlan países enteros. Si se quiere saber más de ellos es mejor dejar de lado la literatura virtuosa y echarle un vistazo a las sórdidas observaciones de Sir Vidia.
jueves, 28 de junio de 2012
Orientalismo II: Sir Vidia
Etiquetas:
moralismo,
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Tercer Mundo
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