viernes, 6 de julio de 2012

Amazonia-China: dos viajes de vuelta

No me voy a quejar de que mi libro haya salido al mercado con tanta discreción, si yo mismo, que me ocupo de mantener un blog, no he dicho nada de él. Pero es que es difícil que los críticos, absorbidos por los millares de títulos que caen en el mercado cada mes, dediquen el tiempo necesario a decir algo sobre un libro de viajes tan improbable, así que tendré que probar a reseñarme yo mismo, diciendo lo que ese libro no es, y sin repetir mucho de lo que en el propio libro se dice.
Amazonia-China no es, por supuesto, una guía: 142 páginas son muy poco para eso. Tampoco es un reportaje de actualidad sobre las dos letras extremas de los BRIC. Pero sobre todo no es un libro de viajes de viajero. Ni huye de las rutas más transitadas, ni revela una Amazonia o una China desconocidas. El protagonista no corre peligros ni atraviesa parajes intrincados, ni siquiera rehace la ruta de algun viajero famoso de otros tiempos. Si revela algo, será algo que se mantenía oculto a fuerza de estar tan descaradamente a la vista.



En lo que se refiere a China, el libro cuenta un viaje de turista, aunque turista por libre: salvo deslices ocasionales, recorre esos mismos lugares que todos recorren -la Ciudad Prohibida, la Gran Muralla, la Tumba de Mao- y ni siquiera todos los imprescindibles: por qué correr cientos de kilómetros para ver esos guerreros de terracota que tanto circulan por el planeta, si el vendedor de patas de pollo de la esquina ya es otro mundo.
Y en cuanto a la Amazonia, un lugar en el que pasé años y conozco mucho mejor, donde vivi algunas experiencias raras y hoy en día casi irrepetibles, preferí contar un trayecto breve, de la ciudad fronteriza de Assis Brasil a la casi fronteriza de Puerto Maldonado, en Perú, por una carretera infame vista desde aquí, pero que es simplemente la mejor y la peor y la promedio de la región. A la escala de la Amazonia, sería el equivalente de recorrer la periferia de Madrid desde Parla al IFEMA, o la de Paris desde Saint-Ouen a Ris-Orangis. Nada de paisajes incomparables, ni de hitos de la historia de la región, más bien carreteras, posadas precarias y trechos de selva devastada o a medio devastar.
¿Por qué ese menú tan ordinario? Hay buenas razones. Tengo mis dudas sobre esa concepción del viaje que consiste en hollar caminos ignotos (vana pretensión: hasta el más recóndito ha sido hollado durante siglos por sus habitantes, y en todas partes los hay) para después exponer al mundo esa conquista. Hay, claro, excelentes muestras de ese arte. Pero si el viaje en sí tiene algo de revelador ¿por qué debería serlo a costa de algún tipo de virginidad? Me cansé hace mucho tiempo de rutas aventureras o de playas salvajes: están atiborradas todas ellas de viajeros que se miran con una hostilidad celosa unos a otros y lamentan que ese lugar remoto se haya trivializado; pensemos en esa burocracia de lo extraordinario que se ha organizado en el campo-base del Everest, con sus turnos de escalada y su contabilidad de récords secundarios. Un viaje hecho por necesidad -yo necesitaba ir a Puerto Maldonado, como lo necesitaban todos los que me encontré en el camino- trae de vuelta a la vida un rasgo esencial de la aventura, que es el de ser imprevista, no convidada. Como dice alguna línea del libro, a Ulises le ocurrió la Odisea cuando pretendía simplemente volver a casa.
Por otras razones, o por las mismas, cada vez me parecen más interesantes los lugares plagados de turistas, y, como dicen algunos, prostituidos por ellos. De todas las tribus de la tierra, los turistas son la más auténtica: visten con alegría ropas extrañas (chalecos de camuflaje de Coronel Tapiocca para andar por las calles de Sao Paulo, fantásticos sombreros locales), cumplen con piedad los rituales (monedas en la fuente, bendición de un lama, ser atropellados por un toro) y en general se comportan de un modo incomprensible y costoso. ¿Pero por qué son y visten y cumplen? Somos, vestimos, cumplimos; todo el que viaja es más turista de lo que a veces piensa. Hay una cierta arrogancia en todo viajero que maldice de los turistas. Ellos, con su barullo y su desconocimiento, tienen el mérito de descubrir un nuevo mundo que ellos mismos están creando, o que los nativos crean en colaboración con ellos: la China para turistas, la Amazonia para turistas, la España para turistas, por qué no. Un choque de imaginaciones, o una alianza de imaginaciones si se prefiere. Eso si que es un nuevo mundo recientemente descubierto a cada momento, porque no existe fuera de las rutas por donde el turista pasa, ni existió realmente en el pasado, y sin embargo es tan real como los otros. ¿Y quién dice que el arte para turistas debe ser falso o rudimentario? La plaza de San Pedro o la del Obradoiro se erigieron, más que nada, para dejar con la boca abierta a los peregrinos, que no dejaban de ser una especie de turistas. Los turistas crean su mundo eventualmente bárbaro -porque, no nos engañemos, no siempre está exento de barbarie- mientras los buenos viajeros se empeñan en parasitar el mundo auténtico de otros, colándose subrepticiamente en sus vidas: un empeño fascinante, sí, en las pocas veces en que se hace bien.

El caso es que recorrer las carreteras amazónicas o la Muralla China revela algunas cosas o, por ser fiel al tópico, desmonta algunos tópicos. Por ejemplo, revelando que en la Amazonia hay carreteras -algo tan obvio que suele desaparecer en los relatos- o que esas carreteras áridas tienen vida propia, que se han tornado escenarios importantes no sólo para los invasores sino también de los propios habitantes originales de la tierra, que pasan buena parte de su tiempo recorriéndolas. Por ejemplo, revelando que en esa multitud de turistas que atesta la Muralla la inmensa mayoría son turistas chinos, que no son una masa pegada a su historia como un liquen a su roca: o sea, que en esa repetición eterna de estilos y formas opera una relación activa con el pasado (no por acaso los templos más antiguos parecen recién construidos: en muchos casos, acaban de serlo). O que, sin más, no son una masa, que lo que de lejos parece un movimiento unánime al son de un despotismo musculoso de cerca parece mucho más anárquico. Que los chinos son efectivamente menos libres para hacer lo que quieran, pero lo compensan a fuerza de querer más tercamente lo que hacen. Que los tópicos están ahí, pero no de ese modo pánfilo que les correspondería si fuesen pura y llanamente ciertos, sino sometidos a continua manipulación, mostrando esa permanencia que solo se obtiene a costa de mudanzas constantes.
Todo eso solo tiene pleno sentido si no dijese que yo llegué a la Amazonia con ese amor tan europeo por una humanidad primordial no contaminada, y que sólo después de bastante tiempo conseguí encontrarla, sí, en medio de muchos escombros. Y que quizás no me hubiese sorprendido tanto la jovialidad que encontraba en esas calles chinas demasiado llenas si no hubiese ido a China detestando a priori sus calles demasiado llenas y la idea de China en general.

Hablar a un tiempo de dos lugares tan distantes solo tendría justificación si cada uno de esos lugares fuese visto desde el otro. Y ese cruce improvisado se va haciendo casi inevitable, hasta casi parecer premeditada, cuando se empieza a escribir sobre él. China y la Amazonia, como digo en algun momento del texto, son dos polos opuestos de la economía global, una manufactura universal y una fuente de materias primas; más aún, son la encarnación de ilusiones opuestas que fueron acuñadas más o menos en la misma época por los ilustrados: el despotismo sabio (por entonces eso no parecía una contradicción) y la libertad del hombre en la naturaleza. El extremo oriente y el extremo occidente, porque ha sido en esos dos extremos donde hemos imaginado siempre el peso excesivo de la ley y el peligro de la ciudad sin ley. Pero basta un poco de crisis para comprobar que esos extremos se pueden concentrar en esa Europa que se ufanaba de ser un sabio término medio.

¿Viajes de vuelta? Hay un sentido en que la expresión no me gusta, ese que se le da cuando se quiere estar de vuelta de todo. No se debería viajar con esa intención, y muchas veces es precisamente eso lo que ocurre cuando el viajero quiere tomarle el pulso al planeta y nos habla desde una cierta altura de la locura que lleva a convertir la Amazonia en un solar o nos describe los dilemas de China entre la economía capitalista y un régimen comunista, entre la hipermodernidad y la tradición milenaria. De eso ya sabemos, y siempre es útil que alguien nos lo recuerde y lo ilustre con paisajes, anécdotas o a veces incluso entrevistas. Pero lo que se debe esperar de un viaje es que deje espacio a eso que antaño se llamaba la maravilla, las mirabilia. Maravilla, hoy por hoy, cuando hemos visto de todo y queremos estar de vuelta de todo, consiste en constatar que hay piezas faltando o sobrando en el rompecabezas del mundo, que quizás podría montarse de otro modo.
Para mí, como expliqué una vez a una entrevistadora, en la fiesta de concesión del VII Premio Eurostars de Narrativa de Viajes, la mayor sorpresa de la Amazonia consistió en que encontré allí más gente de lo que esperaba. O dicho de otro modo, que en lugar de su biodiversidad y su sociodiversidad (que era lo que esperaba y allí estaban, por cierto) lo que me llamó la atención fue su inmensa variedad de destinos individuales. En la Amazonia se puede ver poco, porque los horizontes son siempre demasiado cerrados o demasiado abiertos, pero se escucha mucho, es un lugar donde se narra. En China es difícil encontrar más gente de la que se espera, pero puede ser novedad encontrar gente, sin más. Lo digo una vez más, porque fue una impresión repetida: China nos ha proporcionado desde hace siglos el ejemplo más monumental de un estado que debería reducir a sus ciudadanos a la condición de hormigas. Y sin embargo, en medio de aquella multitud sometida a ese estado y a una vida dura y escasa me pareció que ese efecto hormiguero quizás se dejase sentir más en medio del orden constitucional y la relativa opulencia, en un lugar como Europa. ¿Ilusión óptica, espejismo? Puede ser, porque la literatura de viajes es un género ensayístico que no invita a profundizar ni a confirmar datos extensos, pero ofrece en lugar de ellos ese tipo de intuiciones que surgen de una rápida comparación y que a veces escapan al buen conocedor.
Lo que pasa es que un extremo del mundo es, de algun modo, la vuelta del otro, y ambos viajes valen lo que vale la vuelta a casa. Porque ningún viaje se completa si el viajero no vuelve a casa, y si no descubre al volver que esa casa se le ha vuelto un poco menos simple.



En este blog hay una serie de entradas que tratan de China con el mismo espíritu que el libro (alguna pasó a formar parte de él): son las de los días 05 marzo 10, 31 mayo 10, 20 febrero 11, 14 marzo 11, 18 octubre 11, 20 diciembre 11.
Otras entradas tratan sobre la Amazonia, aunque en este caso tengan en general poca relación con el libro: 05 abril 10, 12 diciembre 10, 05 marzo 11, 08 marzo 11, 31 octubre 11, 02 julio 12.

La revista on-line Escritores de Asturias publicó hace un mes un breve artículo mío en defensa de las mentiras de los viajeros. Un modo provocativo de dejar claro que todo lo que cuento en mi libro es verdad.

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