jueves, 12 de julio de 2012

El loco Aguirre


El loco Aguirre murió con las botas puestas. Su cuerpo fue hecho cuartos y esparcido por los caminos donde se lo comieron los perros. Su cabeza se pudrió en una jaula colgada en Tocuyo, en la actual Venezuela.
Durante casi tres siglos casi nadie se acordó de él. Solo vino a reaparecer cuando lo sacaron del olvido los heraldos de la independencia americana (y después incluso los de la vasca) pero sin mucho énfasis. Precursor lo fue, sin duda; pero de un modo que los continuadores prefieren no airear demasiado, porque la causa de Aguirre no era de las que atraen mucha adhesión. No tenía programa ni utopía, a no ser el resquemor de los conquistadores pobres que habían llegado demasiado tarde para hacerse con un botín suficiente de oro e indios; o el orgullo de su condición de cristiano viejo y una familiaridad con Dios que pasaba arrollando a todos sus pretendidos representantes, esos frailes pancistas de los que habla pestes y a los que hizo matar alguna que otra vez. Por esa tendencia ya se dijo que tenía un espíritu afin al de la reforma protestante, lo que no quiere decir más que eso. El mejor modo que encuentra de llamar mentiroso al rey es compararlo con Martín Lutero, mientras le explica al mismo rey que, preocupado con el avance de los luteranos en Europa, ha mandado hacer pedazos a un alemán que iba en su compañía. Un tal Monteverde. No sé si se ha dicho alguna vez que Aguirre fue un escritor muy inspirado. La carta que le envió a Felipe II es muy expresiva:

Por cierto lo tengo que van pocos reyes al infierno, porque sois pocos; que si muchos fuésedes; ninguno podría ir al cielo, porque creo allá seríades peores que Lucifer, según tenéis sed y hambre y ambición de hartaros de sangre humana; mas no me maravillo ni hago caso de vosotros, pues os llamáis siempre menores de edad, y todo hombre inocente es loco; y vuestro gobierno es aire.

Lope de Aguirre, para quien no lo sepa, fue un oscuro hidalgo vizcaíno -como entonces se decía- que llegó al Perú hacia 1536, ya tarde para la conquista pero a tiempo para las guerras civiles que durante años enfrentaron a los conquistadores entre sí y con los representantes de la corona. No le sonrió la suerte, y abusaron de él más de lo que él pudo abusar de nadie. Se fue apuntando a las expediciones que el azar le ponía a tiro, y por fin a una de las muchas que salieron en busca de El Dorado, la de Ursúa, que aparte de fabulosas riquezas en la Amazonia buscaba librar el virreinato andino de un exceso de gente dispuesta a todo.
Pero como dice M. en un artículo que escribió cuando aún se peinaba a lo mohicano, Aguirre no creía en El Dorado. Prefería volver al Perú y alzarlo contra el rey. Ya tenía más de cincuenta años, la vida se le hacía corta y no estaba por construirse un nuevo reino. Después de eliminar uno a uno a sus superiores mientras la expedición navegaba río Marañón abajo, se hizo con el control de la hueste, salió con sus hombres al Caribe, muy probablemente por el Orinoco, y se dispuso a avanzar hacia Panamá. Pero acabó siendo fácilmente derrotado. Sobre todo por la defección de sus propios seguidores, que temían la justicia del Rey pero le temían más aún a él mismo. A M le fascinaba esa rebelión sin esperanza, que, decía, habría de repetirse “una y mil veces”, un eterno retorno o una eterna revuelta (¿no vienen a decir lo mismo, retorno y revuelta?).

Porque la gesta de Aguirre ya se había vuelto fascinante en pleno siglo XX, cuando las revoluciones ya no eran solo un horizonte de esperanzas, sino también un episodio sobre el que se reflexionaba con estupor. La de Aguirre era la revolución reducida a su giro violento, sin esperanzas ni programas ni racionalizaciones, y movida por esa comunicación inmediata con la voluntad de Dios (La Ira de Dios es uno de los apodos que se dio o le dieron). Como otras revoluciones, la de Aguirre empezó al lado de la Ley: Aguirre combatió en las guerras civiles del Peru en el bando de los realistas, y en ellas obtuvo su cojera y sus manos quemadas. Después vino la decepción, el ostracismo disfrazado de misión, la rebelión, la entronización de un nuevo rey al que poco después él mismo depuso y ejecutó. Después vino la conspiración y la sospecha constante, y la tiranía en nombre de la revuelta sin más forma que esa espiral que va encontrando sus víctimas cada vez más cerca de su centro. Quién mejor que el propio para contarlo:

Fue este Gobernador (Ursúa) tan perverso, ambicioso y miserable, que no lo pudimos sufrir; y así, por ser imposible relatar sus maldades, y por tenerme por parte en mi caso, como me ternás, excelente Rey y Señor, no diré cosa más de que le matamos; muerte, cierto, bien breve. Y luego a un mancebo, caballero de Sevilla, que se llamaba D. Fernando de Guzmán, lo alzamos por nuestro Rey y lo juramos por tal, como tu Real persona verá por las firmas de todos los que en ello nos hallamos, que quedan en la isla Margarita en estas Indias; y a mi me nombraron por su Maese de campo; y porque no consentí en sus insultos y maldades, me quisieron matar, y yo maté al nuevo Rey y al Capitán de su guardia, y Teniente general, y a cuatro capitanes, y a su mayordomo, y a un su capellán, clérigo de misa, y a una mujer, de la liga contra mí, y un Comendador de Rodas, y a un Almirante y dos alférez, y otros cinco o seis aliados suyos, y con intención de llevar la guerra adelante y morir en ella, por las muchas crueldades que tus ministros usan con nosotros; y nombré de nuevo capitanes y Sargento mayor, y me quisieron matar, y yo los ahorqué a todos.

La matanza acabó en su propia hija Elvira, a la que amaba más que a sí mismo, como dice uno de sus denunciantes; el mismo Aguirre la apuñaló con una mezcla de dura piedad y celos preventivos. Y en él mismo, que se reía de los arcabuzazos que le fallaban y saludó el último, que acertó. Príncipe de la Libertad, le llama una de las muchas novelas dedicadas a su gesta. Es un modo paradójico de ver la libertad, encarnada en un tirano rebelde. El Aguirre de las novelas viene a ser una versión selvática del Calígula de Camus, y los dos son buenos ejemplos de cómo el Occidente tiende a pensar la libertad como un exceso trágico.

Fuera de su correspondencia dirigida a Felipe II no sé que escribiese nada más. Se escribió, sí, mucho sobre él, empezando por las crónicas de sus secuaces sobrevivientes, que como es natural hicieron lo posible por exculparse y pintarlo a él como una bestia feroz -en el caso su maledicencia no tuvo que derrochar imaginación. Después pasó a las novelas, al teatro, al cine e incluso a un videogame. De lo que conozco me quedo con dos ejemplos extremos. Uno es La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964), de Ramón J. Sender, un novelista que no es en absoluto desconocido pero que debería ser recordado mucho más que hartas mediocridades que lo son mucho. Esa es la versión seca y concreta de Aguirre, un buen ejemplo de novela histórica y de aventuras en que los personajes son gente y no figurines de época. La leí hace mucho y recuerdo de ella sobre todo el humor negro de su protagonista, y de muchos otros personajes que se movían entre los hechos terribles con esa convicción muy española de que ninguna tragedia está completa si no se le añade un poco de farsa. Humor, lo necesitaban para vivir en aquel marasmo equinoccial que ya está en el título, en esa línea del Ecuador en que noches y días duran siempre exactamente lo mismo provocando esa sensación perturbadora de que el tiempo se ha parado.




La otra es, sin duda, la película de Werner Herzog -Aguirre, der Zorn Gottes, de 1972- cuyo principal atractivo depende de todo lo contrario, de su poca atención a los detalles de la historia. Porque el Aguirre de Herzog es más bien un contrincante desesperado de la Naturaleza, algo que ya estaba presente en la novela de Sender. No deja de ser históricamente certero, porque trata de algo que el mismo personaje ya se había ocupado de subrayar:

Y caminando nuestra derrota, pasando todas estas muertes y malas venturas en este río Marañón, tardamos hasta la boca dél y hasta la mar, más de diez meses y medio: caminamos cien jornadas justas: anduvimos mil y quinientas leguas. Es río grande y temeroso: tiene de boca ochenta leguas de agua dulce, y no como dicen: por muchos brazos tiene grandes bajos, y ochocientas leguas de desierto, sin género de poblado, como tu Majestad lo verá por una relación que hemos hecho, bien verdadera. En la derrota que corrimos, tiene seis mil islas. ¡Sabe Dios cómo nos escapamos deste lago tan temeroso! Avísote, Rey y Señor, no proveas ni consientas que se haga alguna armada para este río tan mal afortunado, porque en fe de cristiano te juro, Rey y Señor, que si vinieren cien mil hombres, ninguno escape, porque la reláción es falsa, y no hay en el río otra cosa, que desesperar.

El mérito de Herzog está en que se ciñó, él si, a las normas de la tragedia. En medio de los detalles históricos, las circunstancias o las idiosincrasias, que sirven de coro y no más, abrió espacio para dos antagonistas extremos y excesivos, un hombre loco y una naturaleza omnipotente: tan omnipotente que en lugar de acabar con su adversario con estruendo se limita a enviarle un pequeño ejército de monos. Para quien ya se va pudriendo entre charcos y remolinos es suficiente. Porque por mucho que tenga que ver con los meandros de la política imperial, la historia de Aguirre llegó a su clímax cuando él y sus hombres, despachados en busca de El Dorado no para que lo alcanzaran sino para que no volvieran de él, se encontraron no con un lago de oro ni con indios hostiles sino con ochocientas leguas de desierto verde. Aguirre es una especie de Fausto sin coartadas filosóficas ni sentimentales. Él mismo es su propio Mefistófeles, él mismo engendra a su Margarita y él mismo la mata, y su embate con la Naturaleza no tiene como objetivo el bien de la humanidad sino la pura y simple destrucción.
Es una bella contribución, por la que algún día deberían darle el Príncipe de Asturias. Los mitos literarios españoles siempre han sido, por así decirlo, humanistas: don Juan, la Celestina, Don Quijote, Carmen. Todos ellos se mueven todo el tiempo por un paraje muy poblado, hablan con sus vecinos, sus amigos o sus enemigos, gente como ellos. Aguirre se las ve, por el contrario, con la Naturaleza, esa máscara tremenda que vino a ser lo que es no mucho después de que los conquistadores conociesen un mundo en que los humanos no lo eran todo.

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