miércoles, 17 de diciembre de 2014

A favor del Buen Salvaje


Alguien hizo correr la noticia; el Buen Salvaje es un cuento. O sea, o no es salvaje (también le interesan los espejos, las hachas, los transistores o los IPods), o no es bueno (no es un ángel, no es pacifista, no es herbívoro), o no es ni lo uno ni lo otro.
Por eso, cada vez que a uno se le ocurre decir que en aquella selva o aquella isla hacen alguna cosa mejor que en la metrópolis, alguien le replica:
- No me venga con el cuento del buen salvaje.
Si uno se permite ideas ecológicas un punto más acá del desarrollo sostenible, alguien se sonríe y le dice:
- No me venga con el cuento del buen salvaje.
Y si pretende que los pueblos indigenas no tienen que ser convertidos en alguna otra cosa para bien del bien común, tiene que oir:
- No me venga con el cuento del buen salvaje.

O sea, el buen salvaje ya dispensa desmentidos, y de paso sirve para desmentir todo lo que se pueda asociar a él. Pero eso es otro cuento por méritos propios, o una coartada, o hasta un teorema, el teorema del cuento del buen salvaje, que se puede formular así: cualquier objeción que se haga a un futuro obligatorio denuncia la nostalgia por un pasado ficticio.

Habría que aclarar algunas cosas.

1. El buen salvaje (o el noble salvaje) es una noción muy antigua (cinco siglos garantizados) pero no tan antigua como la del salvaje sin más.



El salvaje a secas era un ser imaginario, más próximo al oso o al jabalí que al ser humano, desprovisto de todas las ventajas que, supuestamente, sólo la civilización aporta: lenguaje articulado, buenos modales, ideas, techo, cama y mesa. Al encontrar a los salvajes de carne y hueso, algunos agentes de nuestra civilización (incluyendo uno u otro que habían ido allí precisamente a civilizar a los salvajes) se encontraron con que ellos ya tenían todo eso. A veces más, y siempre mejor repartido de lo que era común entre civilizados. La noción del buen salvaje no fue nada más que el honesto testimonio de esa experiencia.



2. Inexplicablemente, "salvaje" -que en principio significa no más que "habitante de la selva"- continúa sonando a insulto, a pesar de que de cada mil atentados que cualquiera puede padecer en este planeta, más de novecientos noventa y nueve proceden de las ciudades. El despropósito llega al punto de que cuando una ciudad llega a extremos de ruido, suciedad y desorden, se dice que es "como una selva". Esa es la mayor calumnia contenida en el léxico corriente, y como la selva no tiene representante legal no hay nadie que la denuncie. Seguiré usando la palabra salvaje en el sentido adecuado, ignorando esa calumnia.

3. El buen salvaje es eso: el buen salvaje. No el mejor salvaje posible ni el salvaje superándose constantemente a si mismo. Esos superlativos son propios de la civilización, que gasta infinitos recursos para llegar a ellos. Con resultados, confesémoslo, no del todo satisfactorios.



Así que, incluso si el buen salvaje no llegase a ser tan bueno como el buen civilizado, habría que decir que presenta una mejor relación calidad-precio, y una mejor adecuación entre lo que se ofrece y lo que se da.

4. Hay que diferenciar al buen salvaje del salvaje perfecto, que es más bien lo contrario del buen salvaje.



El buen salvaje vive de un modo diferente, que nos puede gustar o no, convenir o no, pero del que vale la pena aprender algo. El salvaje perfecto (o sea, angelical, pacífico y herbívoro, además de desnudo) es por el contrario una proyección de nuestros valores: implica que la civilización que hemos construido es tan excelsa que la única alternativa que cabe a ella es el Paraíso Terrenal. Ya sería bastante que no se volviese un basurero planetario.

5. Mientras los expertos en desarrollo no lo remedien hay, en pleno siglo XXI, gente que vive en y con la selva, por lo tanto salvajes en el sentido original. Y aún hay, desde luego, predicadores empeñados en que por ello viven en el pecado o en la barbarie. Pero son pocos comparados con los que opinan que son simplemente pobres o excluidos; defenderse de los primeros es mucho más fácil que defenderse de los segundos.



6. Un buen salvaje puesto en un campo de concentración, una leprosería o una barriada de chabolas, o desgastado por las epidemias o la destrucción de sus medios de vida, no es un buen ejemplo de buen salvaje, aunque por desgracia sea el ejemplo más fácil de encontrar: ha sido la consecuencia más corriente de los intentos por sacar al salvaje de su pobreza y su exclusión. Buena parte de los argumentos contra la noción del buen salvaje se basan en constatar que en esas condiciones el buen salvaje deja mucho que desear. Es, reconozcámoslo, un modo muy viciado de argumentar.



7. Si hay salvajes en el siglo XXI, son nuestros contemporáneos y no habitantes del pasado: o sea, no hay razones para pensar que apreciar sus modos de vida sea nostálgico.

8. Como la nostalgia del futuro parece un concepto contradictorio, no se sabe cómo calificar a los que, por mucho que discorden del estado actual de las cosas, esperan que todo se arregle si aceleramos el paso, por el mismo camino que llevamos, sin retroceder ni acortar el ritmo. Inexplicablemente, mientras "salvaje" sigue pareciendo un insulto, "progresista" sigue siendo un elogio.

9. Denunciar el cuento del buen salvaje es un pasatiempo para nostálgicos aferrados a un futuro que ya no es lo que era. Más les valdría prestar más atención a otros cuentos.












miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los salmones son gente como nosotros


Había que hacer algo. Las escuelas se han vuelto anti-autoritarias, o practican sólo un autoritarismo vergonzante; el servicio militar obligatorio ha pasado al recuerdo en buena parte del mundo. Así que había que hacer algo para que el ciudadano no olvide que, en algún punto profundo de su ser, es un peón numerado, contabilizado, uniformado, agrupado en hileras, bloques y escuadrones, y listo para ser conducido a su destino. Una Gran Disciplina que tenga cara de Gran Disciplina. El Gobierno Planetario llevaba varias horas reunido para tratar de la cuestión, sin que ninguna decisión se tomase.
- ¿Qué le vamos a hacer? A la gente ya no le gustan los desfiles. Ni las procesiones…
- Pues sí...

No se veía ni el túnel antes de la luz cuando un becario tuvo una idea brillante:
- ¿Qué tal los viajes en avión?
Los miembros más antiguos del consejo dudaron... ¿el avión? ¿Volar no es un viejo sueño de libertad, volar como los pájaros o los ángeles, ver las cosas desde arriba?
El becario acudió en su ayuda:
- Bien, nosotros siempre tendremos la Primera Clase…

Unos años más tarde, el éxito ha sido total. Si le aburre este mundo pos-moderno y quiere usted sentir el gustillo de un régimen totalitario, basta ir al aeropuerto más próximo.
Allí, ciudadanos hechos a la idea de que viven a su bola conocen por fin la Disciplina. Pasan horas tiesos, avanzando a pasos lentos, de una cola a otra: para facturar, para entregar el equipaje, para pasar el examen de seguridad, el control de pasaportes, embarcar, ir al baño. No colas rectas, sino esas colas en laberinto donde se dan vueltas y más vueltas, y una y otra vez se ven pasar en sucesión los rostros pertenecientes a las espaldas que antes se perdían en el horizonte, izquierda derecha, detrás delante, izquierda, derecha, detrás, delante. Al llegar al control se quitan cinturones, botas, o todo lo que la sabiduría de las alturas exija, se cuadran ante el director de metales, pasan por scanners que los desnudan y son despojados de cortauñas, botellas de agua y cerillas si no han sido capaces de evitarlos. Un uniformado les echa la bronca:
- ¿No sabe usted que esto puede ser peligroso?
Si algo falla en el sistema montan guardia durante horas y más horas, noche y día, como soldados en campaña, durmiendo donde pueden con la cabeza apoyada en su equipaje, sin que nadie les diga qué está pasando (alguien debe saberlo y debe estar tomando las medidas necesarias). Al entrar en el avión se despoja al viajero del último residuo de su individualidad: tiene que apagar el móvil, y después se le hace sentar en posición de firmes. Los ingenieros del low cost están pensando mejores modos de democratizar los aviones: filas de sillines, pasajeros sostenidos por perchas como chaquetas en un armario, y otros recursos que puedan aumentar la capacidad de carga.
No hay cómo exagerar lo que el transporte aéreo ha hecho por volver tangible el huidizo concepto de igualdad. La clase media a la que le que gustaba volar para sentirse por encima de sus semejantes ha tenido que aprender a ser humilde y apretarse en las alturas. La clase obrera, acostumbrada a apelmazarse en el metro y a fichar, aprende que las colas no son un recuerdo de la miseria y la explotación, sino la felicidad que por fin está al alcance de todos.
Porque lo esencial de esa disciplina reencontrada es que es voluntaria. No es como la vieja mili en la que se blasfemaba del sargento. Esto es algo que se quiere, hasta se codicia, quién no quiere viajar. Aunque sea breve, este desfile se repite una y otra vez, sin límite de edad, objeción de conciencia ni deserciones; los ciudadanos se endeudan, si es necesario, para participar en él.
- Pues si a usted no le gusta viajar en avión, quédese en su pueblo.
- También es verdad.

Pero no sé, no sé... Iba yo embarcando por el finger de un aeropuerto; el avión salía de madrugada, con horas de retraso. Había una azafata plantada en medio del largo corredor y la corriente de pasajeros avanzaba en dos filas a la luz mortecina de los neones, avanzaba a pasitos cortos, en silencio, hacia una puerta que no conseguíamos ver aún. Me pareció que ya había tenido esa misma sensación hace mucho: sí, claro, en aquel viejo videoclip de The Wall, de Pink Floyd, donde filas de escolares uniformados, y con máscaras que les hacen parecer cerditos, avanzan por pasillos siniestros hasta caer en una trituradora de carne. Mi imaginación estaba exagerando, desde luego.
- Tampoco es para tanto.
Fue entonces cuando me fijé en la propaganda que adornaba los lados del corredor. Era un anuncio del banco HSBC que forraba toda la pared del corredor y decía lo siguiente:
En el futuro, la cadena de producción y la cadena alimentaria serán lo mismo



Ilustraba esa frase con fotografías de salmones con un código de barras impreso en el flanco, que avanzaban con nosotros, ordenadamente, en dirección al avión. Nadie lo miraba, casi todo el mundo iba atento a su móvil, que tendría que apagar poco después.
- ¿Y eso qué quiere decir?
Los del HSBC y sus clientes deben saber lo que quiere decir. Lo que dice sin querer (?) está al alcance de cualquiera. O no. Los proletarios levantiscos de hace unas décadas estaban convencidos de que los capitalistas eran ogros alimentados con su carne y su sangre, así que esa propaganda les habría parecido demasiado sincera, pero obvia. Sus descendientes han echado a un lado esos miedos reactivos y mientras avanzan miran con codicia en sus pantallas las inmensas posibilidades que les abre el mundo hiperconectado. Todo un banquete.
El salmón tiene mucho futuro en la propaganda, porque es un pez-alegoría: exquisitez de lujo que se ha democratizado, animal vigoroso que remontaba corrientes en honor a su libido: fotos de ese pasado salvaje suelen decorar los paquetes de salmón, un pez que hoy por hoy sólo remonta de un estanque a un congelador. Ya se ha dicho muchas veces que cuando te ofrecen algo gratis es porque la mercancía eres tú. El anuncio del HSBC sugiere que ese proverbio podría extenderse: cuando te invitan a un banquete y no te dicen cómo se paga, es porque formas parte del menú.