lunes, 22 de febrero de 2010

Las botellas del señor Klein explicadas a los infieles.

Érase una vez, hace mucho tiempo, cuando Bagdad era la ciudad más rica y feliz, espejo del orbe, un sultán que sobre ella reinaba y que se llamaba Schariar. Era sabio y justo, pero una desgracia que sufrió en su primer matrimonio le hizo concebir un odio cruel a la perfidia y la deslealtad de las mujeres: decidió desposar cada día una doncella y hacerla matar a la mañana siguiente, después de la noche de nupcias. Y así lo hizo, sembrando la desazón entre los padres y agostando las flores de la ciudad, hasta que sólo quedó la hija de su gran visir, una virgen adornada a partes iguales por belleza y astucia, llamada Scheherezade. Contrariando las lágrimas de su padre, que quería esconderla para salvar su vida, Scheherezade se ofreció de buen grado a casarse con el sultán, y en su primera noche, antes de ir al lecho, recreó a su esposo con un relato de argumento tan sutil e intrincado que el alba sorprendió a los esposos antes de que acabase. El sultán, no queriendo privarse de escuchar el final de aquella historia, despidió al verdugo posponiendo por un día la ejecución. Pero Scheherezade era dueña de innumerables historias, y en las noches sucesivas deleitó a su esposo con la de Aladino y su lámpara, y la de la Ciudad de Bronce, y la de Alí Babá, y la de Kamaralzamán, y la de la Bella Sabiduría, y la del Primer Kalender que contaba la historia del barbero que contaba la historia de su hermano que contaba la del bufón del rey que murió al atragantarse con una espina de pescado. Y el barbero de la historia tenía siete hermanos, cada uno con sus historias de las que brotaban nuevas historias, y había otros tres Kalender con sus barberos o sus sastres o sus bufones y los hermanos de todos ellos, y así fueron pasando las noches, y Schariar dejaba siempre esperando al otro día al verdugo con su alfanje. Y así siguió, cada vez más pendiente de la boca y el dominio de su esposa, hasta que una noche Scheherezade comenzó como todas las noches su narración, y dijo así:

“Érase una vez, hace mucho tiempo, cuando Bagdad era la ciudad más rica y feliz, espejo del orbe, un sultán que sobre ella reinaba. Era sabio y justo, pero la historia desgraciada de su primer matrimonio le hizo concebir un odio cruel a la naturaleza implacable y celosa de las mujeres: decidió desposar cada día una doncella, y en la noche de nupcias, en lugar de tomarla en sus brazos, le decía que no sentía deseo de ir al lecho, y le exigía que le entretuviese contándole una historia nunca oída. Las esposas eran demasiado jóvenes para sobresalir en ese arte: y por mucho que intentasen aprender de memoria los cuentos de las viejas de su familia, antes o después el sultán empezaba a bostezar, y a la mañana siguiente las hacía matar aún vírgenes. Así hizo durante mucho tiempo, sembrando la desazón entre los padres y agostando las flores de la ciudad, hasta que sólo quedó la hija de un viudo, un modesto artífice cristalero, que fabricaba las botellas del palacio. Era una virgen adornada a partes iguales por belleza y modestia, pero su recato era tan grande, y la vida de su casa tan solitaria, que simplemente no tenía historia alguna que contar: el tiempo que le sobraba de los quehaceres domésticos lo pasaba puliendo las botellas que su padre había acabado de fabricar. Aun sabiendo que caminaba a una muerte cierta, cuando fue llamada por el palacio, obedeció las órdenes de su sultán y de su padre, recogió su ajuar y se dirigió a sus esponsales. Al despedirse de ella, su padre le dijo así: “Hija querida, has sido siempre tan frugal y trabajadora que sin duda extrañarás la vida en el palacio, con todos sus lujos. Lleva contigo estas cuarenta botellas: cuando te sientas afligida, podrás distraerte puliéndolas como hacías en tu casa”. Obediente como era, la muchacha agradeció a su padre el extraño presente y lo llevó consigo. Y en la noche de nupcias, mientras el sultán la esperaba en su alcoba, y cavilaba angustiada qué historia podría contarle, fue tanta su aflicción que tomó una de las botellas y empezó a frotarla con ahínco. Y entonces, con un terrible silbido, el tapón saltó, y del interior de la botella, como si fuese un genio, salió un hombre de aspecto feroz, tuerto, lleno de cicatrices y con una cimitarra en la mano. Hay que decir que el viejo cristalera era un brujo poderoso, que con sus artes mágicas había capturado a los ladrones que intentaban entrar en su casa, encerrándolos uno a uno en aquellas botellas. Eran cuarenta ladrones, y el que estaba allí recién salido, después de estirar brazos y piernas y frotarse los ojos varias veces, dijo: “Oh, doncella blanca como la luna, llevo muchos años encerrado en esta botella y ahora veo que sin saberlo ya estaba muerto porque me encuentro a una hurí del Edén. Oh doncella más bella que el amanecer: entrégate a mí”. Y la doncella, siguiendo una súbita inspiración, dijo: “Así lo haré, oh misterioso hombre de la botella, si a cambio tu me cuentas una historia verdadera que suspenda el ánimo y seduzca la imaginación”. “¡Historias que contar no me faltan! ¡Así sea!”. Y dicho y hecho, el ladrón, ardiente, tomó en sus brazos a la sultana y le contó una historia maravillosa; no se sabe si antes, durante o después. La sultana, entonces, se acicaló lo más rápido que pudo y fue a encontrarse con su esposo que ya estaba impaciente, y le repitió la historia que había oído de labios del ladrón. Y esta era tan extraordinaria, tan llena de lances inauditos y aventuras escandalosas, que el sultán no quiso privarse de oír las otras que sin duda su nueva esposa tenía para contarle, y decidió posponer la ejecución para el día siguiente. No de otro modo ocurrió a la otra noche, y a la otra, y a la otra: de cada botella salió un ladrón rebosante de deseo y de magníficas proezas que contar, y la sultana se sintió reconfortada y llena de esperanzas, aunque preocupada porque las botellas iban disminuyendo. Y en la noche número treinta y nueve la sultana frotó su penúltima botella, y como siempre salió de ella un ladrón, y hubo entre los dos la misma conversación. Pero he aquí que la historia que el ladrón tenía para contarle no era nada menos que su misma historia: el sultán aburrido de las mujeres que quería una mujer que le entretuviera, la hija del cristalero que no sabía historias y que cada noche aprendía una a cambio de entregarse a un ladrón que libertaba de su botella. La sultana empalideció: ¿Cómo podría contarle tal historia al sultán, revelándole su secreto? Sus piernas temblaban, sus manos sudaban y su boca se secaba de desasosiego. Pero decidió de todos modos contarla sin mudar una palabra, porque no sabía ninguna otra y porque no tendría cómo explicar al sultán cómo, después de haberle deleitado durante treinta y ocho noches, podría enmudecer en la trigésimo nona. Así lo hizo, y acudió a la cita repitiendo lo que el ladrón le había dicho: que un sultán quería oír de su esposa una historia diferente cada noche, y su esposa, la pobre hija de un fabricante de botellas, había atendido sus deseos del modo más inconveniente. Le había ido contado, encuentro tras encuentro, el cuento que acababa de aprender de labios de un ladrón al que había dado lo que sólo al marido estaba reservado, hasta que el postrero le contó punto por punto la historia en que se manifestaba el vergonzoso recurso. El sultán, al oírla, se mostró primero sorprendido; después inquieto y al final furioso. Levantándose de un salto, gritó “Mujer pérfida y desleal!” y cogiendo su alfanje se dirigió a los aposentos de su mujer, donde encontró unas, dos, tres, cuatro, hasta treinta y nueve botellas abiertas y vacías, y una sola aún cerrada. Tomo con furia esta última, la destapó y miró en su interior.

II

Dentro de la botella estaba Yo, el autor. El sultán parpadeó, sorprendido, y gritó: “Qué significa esto?”. Yo, que estaba escribiendo en su mesa, levantó la cabeza y le respondió: “Con gusto lo haré, si me dices cuál de los tres sultanes eres tú”.
“¿Qué dices, bellaco? –repuso el sultán- No hay tres sultanes. Yo soy el único y verdadero sultán”.
“Oh, emir de los creyentes –le dijo el autor- la comprensible vanidad te ciega. Pues has de saber que en efecto por mucho que haya cuarenta ladrones por cada sultán son infinitas las historias; y así, al final, no hay tres sultanes, sino infinitos sultanes, tan infinitos como los ladrones, las arenas o las hormigas. Y como para cada sultán, curioso, celoso o melancólico, la historia significará una cosa diferente; un significado no será mejor que un par de babuchas viejas, buenas sólo para los pies que las han andado”.
“Oh, infame charlatán; no me canses con tus infinitos sofismas, pues he sido víctima de un cruel engaño, y estoy ansioso por verlo acabar”
“Oh, rey y sustancia del tiempo, has de saber que la lengua de los cuentistas es infiel, y nunca cuentan dos veces la misma historia; y si lo hiciesen aún así el oído de los que les escuchan es aún más infiel, y multiplica por mil lo que las lenguas ya multiplicaron por cien. Y por eso no hay nunca un final verdadero, porque si el linaje de las historias nunca se agota, y siempre habrá una nueva que pueda cambiar el principio, el medio o el final de la vieja, puede decirse que cabalmente no hay ninguna historia que en verdad acabe”
“Oh, escribidor infernal, maestro en hablar sin decir nada, te conmino a que te dejes de evasivas y me digas qué historia es esta, y cómo acaba, y qué significa”
“Has de saber, luz de Bagdad, príncipe celoso e implacable, que Dios, desde el inicio de la creación, envió a sus profetas para hacer llegar su voz a los hombres; pero siempre hubo quien se apropiase de sus palabras, y dictaminase su razón, su final y su significado, pretendiendo decir a los hombres lo que Dios quería decir. Y que eso irritó a Dios, que sabe muy bien decir por sí mismo lo que le apetece. Y por eso envió entonces a Scheherezade, la que siempre cuenta y nunca explica, para que los sicofantes y los hermeneutas se pierdan en el laberinto de las historias, se desesperen y confundan”.
Y así diciendo, tapó cuidadosamente la botella, encerrando en ella al sultán, y la puso al lado de otras en su anaquel.

(Otras informaciones sobre mi libro "Las botellas del señor Klein" en la web de la editora Lengua de Trapo.

jueves, 18 de febrero de 2010

Escritores, antropólogos

Escritor y antropólogo (o historiador, no hay grandes diferencias) el autor de este blog ha sido lo primero un poco antes y un poco mas que lo segundo, pero la mayor parte del tiempo se dedica a la vez a lo uno y a lo otro. Estima que son ocupaciones distintas, pero por motivos diferentes a los que pueden parecer más obvios.
Por ejemplo, no cree que lo sean porque deban hablar lenguajes diferentes. Las ciencias humanas han devanado muchos sesos para llegar a fórmulas o ecuaciones como las de las ciencias exactas: no lo han conseguido, o lo que han conseguido ha sido limitado o carente de interés. A falta de fórmulas hay quien se conforme con jergas especializadas (herramientas conceptuales, según cierta pedantería de taller) que suelen impresionar a los legos y especialmente a los burócratas. Pero las ciencias humanas no planean sobre los seres humanos; se mueven entre ellos, y por eso su único instrumento es ese mismo lenguaje corriente entre los humanos, con sus retóricas y sus metáforas. Historiadores, antropólogos, filósofos o literatos tienen en común ese recurso único (y mucho mas rico que cualquier conjunto de herramientas), y valen por lo que consiguen decir con él. No creo, así, que se pueda hacer ciencia humana de verdad que no sea al mismo tiempo una literatura al menos aceptable.
Tampoco creo que la literatura pueda dejar de ser una especie de ciencia; ni siquiera un chiste tiene gracia si no descubre algo. No me parece aconsejable que escriba novelas o poemas quien no haya descubierto algo y esté dispuesto a contarselo a su lector. No es que haya que instruir deleitando, la literatura pedagógica se conoce porque recita, no porque piense; de lo que se trata es de escribir pensando, y no haciendo dormir.
Pero sobre todo, ¿qué se puede esperar de alguien que nos diga que la ciencia trata de verdades y la literatura de ficciones? Ya Aristóteles dijo que la verdad poética es de un orden mas general que la histórica, ella trata de algo mas –otros posibles, alternativas- que los hechos que por acaso llegaron a realizarse, no más verdaderos por eso(aquí, lo reconozco, cito más los posibles de Aristóteles que a Aristóteles mismo). Y los buenos científicos, escaldados de sobra, ya saben que las verdades históricas son, antes que nada, ficciones mas autorizadas que otras, y no hechos que se encuentren por ahí, tangibles como guijarros.

Y sin embargo hemos quedado en que se trata de oficios distintos. Es sabido que cualquier antropólogo o cualquier historiador fracasa si no cita debidamente sus fuentes o si no atiende a lo que sus fuentes dicen o piensan, a lo que van a pensar o decir de sus conclusiones; es el amanuense de una multitud. La literatura puede ser en el fondo una labor igualmente publica, pero el pretexto de la ficcion permite que su autor se haga el sordo. Es, como su nombre indica, algo mas abrazado a la tinta y el papel, un mensaje en una botella que alguien o nadie puede encontrar y leer. Algo mas apropiado cuando el autor se siente mas a gusto trabajando a solas.