miércoles, 16 de noviembre de 2011

Silvio y la basura

Silvio Berlusconi ha conseguido una hazaña rara, muy rara: a estas horas, hacer su elogio póstumo le resultaría más fácil a un enemigo que a sus seguidores fieles de años y años. Porque no creo que la Iglesia Católica esté muy dispuesta a reivindicar su papel en defensa de la familia, la moral o el sentido cristiano de la vida, ni que algún representante de las finanzas o las grandes empresas lo siga prefiriendo al caos y a la amenaza comunista, ni que los partidos de la Liga Norte lo señalen como una garantía contra la amenaza hortera de los meridionales, ni que lo echen de menos sus supuestos aliados de la derecha europea. En realidad todo indica que no ha sido derribado por ningún 15-M ni ninguna primavera italiana. Quienes lo han quitado de en medio son los suyos, si es que Berlusconi tiene alguien a quien pueda llamar “los suyos” además de sus empleados, en nómina o fuera de nómina.
Claro está que no soy italiano, y más claro aún que si lo fuese no habría votado nunca a Berlusconi, y probablemente habría descorchado alguna botella para celebrar su salida. Pero por eso mismo estoy plenamente habilitado para hablar en su favor: qué gran artista pierde el mundo.
Sé menos que poco de la política italiana, pero sé algo que pocos italianos saben. En Brasil, donde vivo desde hace veinticinco años, Silvio estuvo cerca de llegar al poder pero no llegó. Me explico. En las primeras elecciones directas de la democracia brasileña, cundió el entusiasmo de muchos y el pánico de muchos otros cuando se supo que Silvio Santos pensaba presentarse a las elecciones presidenciales. Silvio Santos era (es) el dueño del SBT, que por aquellos tiempos era (sigue siendo) uno de los principales canales de televisión. Era (sigue siendo) un canal popular o populachero, competidor directo de la Globo, esa televisión brasileña casi oficial, de estilo impecable y un poco relamido que alguien vino a llamar la Venus Platinada (“en la Globo, hasta los negros salen guapos” dijo una vez, con su peculiar sentido de la oportunidad, un líder histórico de la izquierda brasileña).

En la SBT, por el contrario, todos salían feos, y casi pareciendo felices de serlo. Empezando por su dueño, que todos los domingos protagonizaba un larguísimo programa en el que recorría el auditorio con un micrófono de mesa colocado sobre el pecho con un armazón. Allí alegraba la tarde de asueto con números como el “Préstate a todo por dinero”. Silvio gritaba “¿Quién quiere dinero?”, agitaba billetes, hacía avioncitos con ellos y con ellos recompensaba a los que se disponían a conseguir delante de una audiencia masiva sus cinco minutos de ridículo. Al margen de la masiva publicidad de la emisora –cacofónica y libertada de cualquier coartada estética- el grupo empresarial de Silvio Santos lucraba enormemente con empresas como la Liderança Capitalização o el “Baúl de la felicidad”, una empresa a medio camino entre una lotería, un sistema de crédito popular y un almacén de baraturas, que su televisión difundía a los cuatro vientos y tenía millones de clientes cautivos. En algún momento, los noticiarios de la SBT contrataron, para ganar respetabilidad, a un periodista famoso, Boris Casoy, que puntuaba sus comentarios de la política nacional con el estribillo ”Esto es una ver-güen-za” mientras en la pantalla proliferaba la carnaza y la sangraza, probando una vez más que la moral en parte alguna se siente más a gusto que en medio del escándalo. El caso es que Silvio Santos, uno de los hombres más ricos del país, con una fortuna surgida prácticamente de la nada, quería ser presidente, y estaba a la busca de un partido de alquiler. Y todo el mundo tuvo claro que él, el adalid de la telebasura, podía alzarse con la presidencia. Lo tenía todo: no era un político, era inmensamente rico (una creencia extendida supone que quien está en esa condición “no necesita robar”), tenía todo un sistema de comunicaciones a su favor, y “pertenecía al pueblo” de una de las muchísimas maneras en que esa vaga virtud puede darse.
Pero no pudo ser. Los políticos profesionales probaron ser negociantes más duros que el veterano vendedor, o se mostraron lo suficientemente corporativos como para impedir el paso a un advenedizo. Su candidatura fue anulada, dejando más llano el camino de Fernando Collor, también dueño de un sistema de comunicaciones, que venía de una vieja casta de políticos pero acabó siendo depuesto porque se empeñó en comportarse, también él, como un advenedizo...

En Italia, cuna del renacimiento, la ópera y la ciencia política, Silvio, el otro Silvio, tuvo éxito, y después de colaborar estrechamente con un primer ministro (socialista) que apoyó decisivamente el ascenso de sus empresas, optó por evitar intermediarios y se convirtió él mismo en primer ministro, probando que magnates de las comunicaciones llamados Silvio tienen una alta probabilidad de ascender al poder. Los países son diferentes y las personalidades también (el Silvio brasileño, de ascendencia sefardita, no se ha privado de decir barbaridades, pero ha llevado una vida familiar morigerada) pero los dos Silvios muestran curiosos paralelos. Para empezar, en sus primeros negocios: Berlusconi era cantante en cruceros por el Mediterráneo, y Santos, que ha grabado algunos discos, entretenía con una radio por altavoz a los pasajeros de las barcazas Río-Niteroi. Más obviamente significativas son las historias paralelas de su engrandecimiento: concesiones televisivas obtenidas con manejos políticos dudosos en las que se emitía esa morralla que creó tendencia. Cuando se habla del gancho político de tales personajes se habla de populismo y, con más severidad, de fascismo, lo que es más fácil en el caso de Berlusconi. Los fascistas eran populacheros y poco escrupulosos, pero no puede decirse que no llegasen a ganar muchos votos. Hitler, como todo el mundo sabe, llegó al poder en unas elecciones. Hay, claro, alguna cosa nueva en el liderazgo popular de los Silvios: ya no apela a imperios milenarios, estandartes esotéricos o ceremoniales pomposos, más bien al consumo dominguero, al enriquecimiento mágico, al desprecio por la gentuza (marginales o inmigrantes), y a la crudeza satisfecha de los que están un palmo encima de ella. Quizás sea, sí, una especie de fascismo sin atrezzo.

Al Silvio italiano lo han sacado de su asiento los mismos que al Silvio brasileño no le dejaron entrar. Como ha dicho algún comentarista, los de arriba han sacado del poder a un personaje a quien una amplia mayoría de su población había puesto allí por voto democrático. En realidad lo ha depuesto una alianza de designios tecnocráticos y prejuicios elitistas, porque a fin de cuentas, ¿qué se puede decir en su contra? ¿Qué deja su país enmarañado en un caos económico y sembrado de sentimientos venenosos? Bien, eso no es muy original, parece que muchos han llegado al mismo punto con estilos muy diferentes. ¿Que su principal actividad ha sido hacer medrar sus empresas y promulgar leyes que lo ponen a salvo, a él y a sus empresas, de la justicia, y que es obsceno que uno de los hombres más ricos del país sea su gobernante? Pero no seamos hipócritas, ¿no es mejor entenderse con el amo de la tienda que con sus empleados? Berlusconi en el poder habrá ocultado algunos negocios sucios, pero le ha dado transparencia al mayor de todos.
¿Y qué, si organiza orgías y además presume de ellas, y además prodiga chistecitos procaces cuando se encuentra con los otros primeros ministros? Eso muestra por lo menos que ni miente cuando presume, ni disimula cuando lo hace, ni cambia de tema cuando cambia el burdel por una reunión en la cumbre; eso se llama coherencia, y no parece que a su electorado todo eso le haya preocupado mucho. El electorado italiano es antiguo y sabio, y sabe que el exceso de poder y de dinero siempre se gasta, en primera instancia, en putas. ¿Qué ha puesto en pie políticas xenófobas? ¿Que llama a Angela Merkel “culona inchiavabile”? ¿Que dice pestes del Poder Judicial y de la Prensa? Vox Populi, Vox Dei. ¿Que hace gracias con el Holocausto, los Vuelos de la Muerte en Argentina, Mussolini y el color de Obama? Bien, es que a la gente, en el fondo, le inquieta sentir que su lider es un buen hombre, como le inquieta sentir que su perro guardián es manso, pero también le acaba cansando que se finja un buen hombre, qué aburrimiento esos jefes de estado standard que dicen sólo lo que tienen que decir.



En resumen, a Berlusconi le tienen inquina por las mismas razones que a Julian Assange: por poner a la vista de todos aquello que es irremediable que ocurra por debajo de la mesa.

Lo que se podría decir a favor de los dos Silvios es más o menos lo mismo que se suele decir del tipo de telebasura que ambos han promovido a gusto: es lo que la gente quiere. Quienes han quitado de en medio a Berlusconi saben bien por qué ese argumento es falso, y han acabado obrando en consecuencia. Pero no lo han hecho, ni lo hacen ni lo harán, a respecto de otras cosas que seguirán ofreciendo a la gente porque, según dicen, la gente quiere: televisión-basura, hipotecas-basura o basura-basura.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Cadáveres comparados

En octubre de 1967 Muammar el Gadafi, oficial de veinticinco años, debía estar ya preparando el golpe que le llevaría al poder en Libia dos años más tarde. Muy lejos de allí, en Bolivia, uno de sus héroes, Ernesto Che Guevara, era asesinado por militares del país en alianza con la CIA. A veces me he preguntado por qué el cadáver del Che, preservado con inyecciones de formaldehído, fue compuesto y exhibido con aquella austera solemnidad en el lavadero del hospital de Vallegrande, donde curiosos de todo tipo -incluso las monjas del hospital- acudieron a visitarlo y a obtener reliquias suyas. Ya se sabía de sobra en aquellos tiempos que no es bueno convertir a un enemigo abatido en un mártir glorioso, pero fue eso lo que se hizo cuidadosamente. Los verdugos del Che evitaron dispararle al rostro porque pensaban contar que había muerto en combate, y las fotografías se tomaron para que el mundo no tuviese dudas de su muerte. Pero eso no acaba de explicar esas composiciones que parecen copiar –muchos lo han notado- la del Cristo Muerto de Mantegna o la Lección de Anatomía de Rembrandt: el escorzo, la digna cabeza sostenida por las manos de un militar, el gesto contenido de los presentes.

Los retratos de enemigos muertos abundan, y en general van de lo horroroso a lo vejatorio pasando por la imagen burocrática de frente y perfil; allí no hubo nada de eso. Quizás la razón la haya dado hace mucho Félix Ismael Rodríguez, un anticastrista al servicio de la CIA que transmitió la orden de ejecutar al Che y se encargó después de su cuerpo, un hombre locuaz que no ha tenido inconveniente en contar cómo heredó su asma (el hombre que apretó el gatillo heredó solo su reloj). Basta leer sus declaraciones para percibir que el Che fue muerto por hombres que de algún modo lo veneraban, y eso añadió algo a su larga y rica vida póstuma.
Aunque no sé si eso debería convencer a quienes entienden que ni una hoja se mueve en algunos rincones del mundo sin que lo sepan y determinen los Poderes Imperiales. Si es así, las manías de Rodríguez no serían explicación suficiente y habría que admitir que los poderes imperiales querían que la izquierda latinoamericana tuviese para siempre su símbolo en aquel mártir aún joven.

El cadáver de Gadafi ha tenido peor suerte. Gadafi ha muerto demasiado tarde, ya viejo, ya contaminado por muchos años de poder y en un mundo donde muchos se ocupan de maquillar la muerte pero nadie de embellecerla. Su velorio ha sido mucho más improvisado y sin embargo, también, mucho más previsible. En torno al cadáver de Gadafi se ve un enjambre de teléfonos móviles que sacan fotografías: es una imagen de las imágenes que se toman del cadáver, un linchamiento del linchamiento.

La OTAN no ha enviado al lugar un maestro de ceremonias y a pesar de ello el resultado es más inequívoco. Un cuerpo envilecido, arrancado según dicen de una alcantarilla, arrastrado por el suelo; una imagen ejemplar de cómo acaban –alguien ha dicho así- los que gobiernan a sus pueblos con puño de hierro, o los que defienden intereses espurios que no son suficientemente fuertes. El cuerpo ha sido expuesto a la afrenta pública, después recogido a la cámara frigorífica de un mercado y por fin enterrado de modo más que discreto para que su tumba no sirva de lugar de peregrinación –ya se sabe que habrá razones para que alguien peregrine. Los líderes mundiales hablan de su muerte como de la extracción de un quiste, sin concesiones a esa etiqueta que recomienda un gesto pesaroso cuando se habla del óbito de cualquiera. Verdad es que esa etiqueta siempre ha sido nada más que eso, etiqueta, y que si nos empeñamos en ser sinceros fuerza es reconocer que no todo muerto la merece. Pero hay algo más, y es esa sugerencia, que alguien ya habrá expresado, de que sin Gadafi el mundo es un lugar mejor para vivir. Por desgracia, la mejoría no se ha notado en otros casos semejantes, de modo que ese optimismo es excesivo. Pero quizás este mundo que ya no aspira a perfecciones exija en cambio una maldad perfecta. En la época del Che los políticos cultivaban el carisma –piénsese en De Gaulle, Kennedy o Mao- ; ahora cultivan la insipidez y se esfuerzan en parecerse unos a otros. Por el contrario parece que cada villano es incomparablemente ruin. No está completo si, además de ser tiránico y asesino, no es también inmaduro, hortera, obtuso, pedófilo, hipócrita, incestuoso o está atascado de colesterol, o mejor aún, reúne todas esas cualidades. Por un lado, eso quiere decir que los criterios se han vuelto más sistémicos, y ya no se cree que alguien pueda ser bueno o malo solo a sus horas. Por otro, indica un horrendo pesimismo no declarado, porque supone que países casi enteros son lo bastante cretinos o perversos para dejarse llevar años y años por esos dechados de carisma al contrario. Y porque muy poco convencido debe estar el sistema de sus virtudes cuando necesita que sus enemigos sean tan indiscutiblemente viles.
Hay quien dice que la muerte se ha convertido en tabú. Puede ser, pero los tabúes son muy ambivalentes. Hace un tiempo, se llamaba al fotógrafo para hacer un retrato del cadáver para el álbum familiar. Incluso quien no llegaba a tanto veía con normalidad la exhibición de un jefe de estado muerto en su ataúd rodeado de velas y flores; en compensación, las películas, incluso las de terror, mataban a sus personajes con tiros o cuchilladas limpios, a lo sumo con una mancha de sangre que parecía una escarapela. Ahora, cualquier exhibición de cadáver en las páginas de un periódico serio debe hacerse con cautela, y si se muere un ilustre la última foto que se escoge para dar la noticia es su foto póstuma; pero la industria del cine (que equivale a la historia sagrada de otros tiempos) contrata consultorías de matarifes y forenses para que su casquería sea más verdaderamente horrenda. A los cadáveres de ahora les pasa lo mismo que a los caudillos del Eje del Mal: sólo deben aparecer en público con su peor aspecto, y Gadafi acabó reuniendo hace más o menos un mes las dos condiciones.
En los años sesenta, los enemigos del Che podían decir muy malas cosas de los comunistas, pero la expresión telón de acero era mucho menos categórica que la expresión eje del mal. Estaban lo bastante seguros de la bondad de su causa que podían permitirse un bello cadáver como enemigo. Ya no, y lo que da más miedo de esa criatura de photoshop que es el (ya no tan) Nuevo Orden Mundial es la calidad de los enemigos que necesita.

martes, 8 de noviembre de 2011

Inside Job

Inside Job, o Trabajo Interno como se ha traducido al español, es un documental dirigido por Charles Ferguson y de sobra conocido. Ha ganado un Oscar por su explicación de esa crisis financiera también de sobra conocida. Merecido, desde luego, por ese empeño en explicar a un público lego qué es lo que ha ocurrido -aunque el público lego se las vea y se las desee para acompañar la vertiginosa sucesión de maniobras que describe: es, desde luego, una película mucho más verbal que visual- y por la desagradable tarea que se tomó al entrevistar a personajes que en su mayor parte preferían no decir nada, o se arrepentían cuando accedían a decir algo.
No voy, claro está, a resumirlo. Me limito aquí a apuntar algunos aspectos impagables de lo que cuenta.
Uno, casi el epílogo de la película, es la sospecha (sospecha es aquí un eufemismo) de que los principales autores o fautores de la crisis no se han retirado de la escena con pingues recompensas, como a veces se dice. En general, ellos han sido confirmados o llevados de vuelta a sus puestos de dirección de la política económica global. El público ignorante supone que si hicieron a sabiendas lo que hicieron deberían haber sido enjaulados, y si lo hicieron sin saber despedidos como inútiles. Pero parece que al actualísimo método neoliberal le pasa lo que al palo de cavar del neolítico: sólo funciona empujando hacia abajo. Reducir gastos despidiendo a ejecutivos inútiles o nocivos parece ser el último recurso de las empresas. En España sólo los deudores son responsables en los préstamos hipotecarios irresponsables y en Estados Unidos (lo cuenta David Graeber en un libro reciente) los bancos que vieron sus deudas condonadas por el dinero público ahora se esfuerzan en atenazar a sus deudores: la prisión por deudas, una práctica penal vieja, contemporánea de la picota y la horca pública, va siendo actualizada.
Otro, casi delicioso de tan siniestro (¿será verdad?), es eso que dice a Ferguson, en correcto inglés, un dirigente económico chino: con el fin de la guerra fría, una pléyade de físicos y matemáticos que trabajaban en la carrera armamentista fueron a buscar trabajo en el mundo financiero, el único que ofrecía posibilidades comparables a las del viejo complejo militar-industrial. Por lo que se deduce de la película, ellos aportaron a la economía no tanto el saber de su ciencia como una virtud colateral de esta: su ininteligibilidad. Lo que diferencia las arquitecturas financieras recientes de los timos castizos (o de ese timo elegante pero ya muy visto de la pirámide, que llevó a Bernie Madoff a una cárcel donde está, ay, tan sólo) es su galimatías, incomprensible al parecer, eso se dice en la película, incluso para los economistas.

El tercero –muy sensible para quien trabaja en una universidad- es el papel que han tenido en esta crisis los doctos, esas figuras señeras de Harvard que supuestamente deberían saber qué estaba ocurriendo. De hecho más de uno lo sabía y lo dijo. Lo que no tuvo mucha consecuencia, porque en su mayor parte los doctos, en lugar de quedarse en su torre de marfil pontificando, decidieron poner las manos en la masa, o más exactamente hacer eso que los intelectuales hacemos cuando decidimos poner las manos en la masa, que es bendecir con nuestro saber la masa que hacen otros (siempre será posible decir después que el pan no salió bueno por otros motivos) y cobrar por ello. Mucho, en este caso. Del respeto que nos merece el saber habla bien claro que un catedrático de economía pueda estar al mismo tiempo a sueldo de un conglomerado financiero, cuando los ministros de economía no pueden estarlo. Pero qué estoy diciendo: los ministros de economía también lo están, véase el documental.

La película de Ferguson tiene, al margen de la descripción de la crisis, un argumento principal que vale la pena subrayar, a saber el del valor del público para la ciencia. Una de las perogrulladas menos discutidas del mundo moderno es esa de que la expansión y la especialización de los saberes hace imposible que cualquiera pueda entender un ápice de los asuntos que son especialidad de su vecino. El saber está fragmentado. Quién va a discutir eso, cuánta verdad, tanta que hasta puede ocultar falacias de buen tamaño. Nadie que no sea economista o trapecista podrá reproducir las piruetas de quienes lo son, claro está, pero hay una gran distancia entre admitir eso y suponer que una ciencia pueda alcanzar un nivel de realidad absolutamente inasequible para el público. La tesis de Ferguson, autor de la película, es que cuando los científicos –los economistas en este caso- le dicen al público que no hay cómo explicar a los legos los misterios de su arte es porque están cubriendo una estafa.

Ferguson, dicho sea de paso, no es un perroflauta ni un rojo. Ha trabajado largamente como asesor del gobierno americano en asuntos de alta tecnología y es un empresario de éxito que en su día vendió su empresa de software a la Microsoft. No parece ser un antisistema.

A lo mejor por eso, o porque no cabía tanta cosa en un documental, no hace una pregunta que sin duda atendería a la curiosidad del espectador. ¿Cómo tanta gente (millones, muchos millones) estuvo tan dispuesta a embarcar en un viaje que, como ya sabemos por repetidas experiencias, acaba como acaba? No hay engaño suficiente para engañar tanto a tanta gente por tanto tiempo, a no ser que los engañados lo deseen. La respuesta debe estar en otro engaño más básico que sostiene el de los financieros. Hoy mismo se sigue esperando que la infame crisis sea por fin controlada y sea posible reanudar el crecimiento y el desarrollo. O sea, ese sueño de que sea continuamente posible para todos a la par gastar más y acumular más, por mucho que vivamos en un planeta de recursos finitos, gracias a las prodigiosas invenciones de nuestros tecnólogos. En realidad, esa esperanza se parece como un huevo a otro al inmenso timo que Ferguson describe. Más sofisticada que el timo de la pirámide, pero al cabo una versión más del timo de la pirámide; y basada en una fe en la tecnología bastante más ciega que la fe de cualquier fundamentalista.

Otro tema aún más difícil de tratar es si el sueño del desarrollo infinito, realizable o no, sostenible o no, es en realidad apetecible. Habrá muchos convencidos de ello, como hay muchos convencidos de que el cigarrillo es una bendición: por desgracia sólo a estos el ministerio de la salud les advierte cosas.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Modos de sostenerse

Una investigación realizada por la National Geographic y Globe Scan ha situado al Brasil en el segundo lugar de un ranking de prácticas sostenibles, en cuyo primer lugar figura la India. Después quedan otros quince países (Argentina, Australia, Estados Unidos, México, España, Canadá, Francia, Rusia, Suecia, Japón, China, Reino Unido, Alemania, Corea del Sur y Hungría, no necesariamente por ese orden). Los motivos que le han hecho merecer esa distinción son el tamaño (pequeño) de las viviendas, el escaso uso de aire acondicionado, la utilización generalizada del transporte público y la gran extensión del reciclado, especialmente de las latas de aluminio cuya recuperación no está muy lejos del cien por ciento. Brasil sólo ha cedido el primer lugar a la India por causa de su consumo de carne roja, que es un incentivo a la deforestación.
La carne roja es uno de los primeros lujos que en Brasil se permite quien sale de la estrechez absoluta –cosa que en la era Lula ha ocurrido con mucha gente. Y las viviendas diminutas, la falta de aire acondicionado y el transporte público son –ni siquiera los autores de la investigación deben ignorarlo- parte de las condiciones de vida de quien sigue sin tener otra opción. No, desde luego, de la conducta voluntaria de quien la tenga (lo que no puede escandalizar, porque el transporte público es en líneas generales nefando y esas casas pueden ser buenas para el planeta pero no para quien las habita). El reciclado no se debe, por supuesto, al cuidado de los consumidores ni al del estado, sino a la legión de desfavorecidos que encuentran su mejor modo de ganarse la vida hurgando en las basuras.
La investigación, como se ve, no incluye Haiti o Burkina Faso, que probablemente sean aún más sostenibles.
Tal vez fuese más razonable medir la sostenibilidad no por la conducta media del ciudadano sino por la conducta de sus élites, que a fin de cuentas es la que todo el mundo tiende a reproducir cuando tiene ocasión. Quizás no se haga así para no deprimir al globo con mensajes de catástrofe. La investigación de que aquí se trata tiene por lo menos un valor que no hay como refutar: muestra que la sostenibilidad es insostenible, porque sigue dependiendo de quien la sostiene a la fuerza.