Inside Job, o Trabajo Interno como se ha traducido al español, es un documental dirigido por Charles Ferguson y de sobra conocido. Ha ganado un Oscar por su explicación de esa crisis financiera también de sobra conocida. Merecido, desde luego, por ese empeño en explicar a un público lego qué es lo que ha ocurrido -aunque el público lego se las vea y se las desee para acompañar la vertiginosa sucesión de maniobras que describe: es, desde luego, una película mucho más verbal que visual- y por la desagradable tarea que se tomó al entrevistar a personajes que en su mayor parte preferían no decir nada, o se arrepentían cuando accedían a decir algo.
No voy, claro está, a resumirlo. Me limito aquí a apuntar algunos aspectos impagables de lo que cuenta.
Uno, casi el epílogo de la película, es la sospecha (sospecha es aquí un eufemismo) de que los principales autores o fautores de la crisis no se han retirado de la escena con pingues recompensas, como a veces se dice. En general, ellos han sido confirmados o llevados de vuelta a sus puestos de dirección de la política económica global. El público ignorante supone que si hicieron a sabiendas lo que hicieron deberían haber sido enjaulados, y si lo hicieron sin saber despedidos como inútiles. Pero parece que al actualísimo método neoliberal le pasa lo que al palo de cavar del neolítico: sólo funciona empujando hacia abajo. Reducir gastos despidiendo a ejecutivos inútiles o nocivos parece ser el último recurso de las empresas. En España sólo los deudores son responsables en los préstamos hipotecarios irresponsables y en Estados Unidos (lo cuenta David Graeber en un libro reciente) los bancos que vieron sus deudas condonadas por el dinero público ahora se esfuerzan en atenazar a sus deudores: la prisión por deudas, una práctica penal vieja, contemporánea de la picota y la horca pública, va siendo actualizada.
Otro, casi delicioso de tan siniestro (¿será verdad?), es eso que dice a Ferguson, en correcto inglés, un dirigente económico chino: con el fin de la guerra fría, una pléyade de físicos y matemáticos que trabajaban en la carrera armamentista fueron a buscar trabajo en el mundo financiero, el único que ofrecía posibilidades comparables a las del viejo complejo militar-industrial. Por lo que se deduce de la película, ellos aportaron a la economía no tanto el saber de su ciencia como una virtud colateral de esta: su ininteligibilidad. Lo que diferencia las arquitecturas financieras recientes de los timos castizos (o de ese timo elegante pero ya muy visto de la pirámide, que llevó a Bernie Madoff a una cárcel donde está, ay, tan sólo) es su galimatías, incomprensible al parecer, eso se dice en la película, incluso para los economistas.
El tercero –muy sensible para quien trabaja en una universidad- es el papel que han tenido en esta crisis los doctos, esas figuras señeras de Harvard que supuestamente deberían saber qué estaba ocurriendo. De hecho más de uno lo sabía y lo dijo. Lo que no tuvo mucha consecuencia, porque en su mayor parte los doctos, en lugar de quedarse en su torre de marfil pontificando, decidieron poner las manos en la masa, o más exactamente hacer eso que los intelectuales hacemos cuando decidimos poner las manos en la masa, que es bendecir con nuestro saber la masa que hacen otros (siempre será posible decir después que el pan no salió bueno por otros motivos) y cobrar por ello. Mucho, en este caso. Del respeto que nos merece el saber habla bien claro que un catedrático de economía pueda estar al mismo tiempo a sueldo de un conglomerado financiero, cuando los ministros de economía no pueden estarlo. Pero qué estoy diciendo: los ministros de economía también lo están, véase el documental.
La película de Ferguson tiene, al margen de la descripción de la crisis, un argumento principal que vale la pena subrayar, a saber el del valor del público para la ciencia. Una de las perogrulladas menos discutidas del mundo moderno es esa de que la expansión y la especialización de los saberes hace imposible que cualquiera pueda entender un ápice de los asuntos que son especialidad de su vecino. El saber está fragmentado. Quién va a discutir eso, cuánta verdad, tanta que hasta puede ocultar falacias de buen tamaño. Nadie que no sea economista o trapecista podrá reproducir las piruetas de quienes lo son, claro está, pero hay una gran distancia entre admitir eso y suponer que una ciencia pueda alcanzar un nivel de realidad absolutamente inasequible para el público. La tesis de Ferguson, autor de la película, es que cuando los científicos –los economistas en este caso- le dicen al público que no hay cómo explicar a los legos los misterios de su arte es porque están cubriendo una estafa.
Ferguson, dicho sea de paso, no es un perroflauta ni un rojo. Ha trabajado largamente como asesor del gobierno americano en asuntos de alta tecnología y es un empresario de éxito que en su día vendió su empresa de software a la Microsoft. No parece ser un antisistema.
A lo mejor por eso, o porque no cabía tanta cosa en un documental, no hace una pregunta que sin duda atendería a la curiosidad del espectador. ¿Cómo tanta gente (millones, muchos millones) estuvo tan dispuesta a embarcar en un viaje que, como ya sabemos por repetidas experiencias, acaba como acaba? No hay engaño suficiente para engañar tanto a tanta gente por tanto tiempo, a no ser que los engañados lo deseen. La respuesta debe estar en otro engaño más básico que sostiene el de los financieros. Hoy mismo se sigue esperando que la infame crisis sea por fin controlada y sea posible reanudar el crecimiento y el desarrollo. O sea, ese sueño de que sea continuamente posible para todos a la par gastar más y acumular más, por mucho que vivamos en un planeta de recursos finitos, gracias a las prodigiosas invenciones de nuestros tecnólogos. En realidad, esa esperanza se parece como un huevo a otro al inmenso timo que Ferguson describe. Más sofisticada que el timo de la pirámide, pero al cabo una versión más del timo de la pirámide; y basada en una fe en la tecnología bastante más ciega que la fe de cualquier fundamentalista.
Otro tema aún más difícil de tratar es si el sueño del desarrollo infinito, realizable o no, sostenible o no, es en realidad apetecible. Habrá muchos convencidos de ello, como hay muchos convencidos de que el cigarrillo es una bendición: por desgracia sólo a estos el ministerio de la salud les advierte cosas.
martes, 8 de noviembre de 2011
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