En octubre de 1967 Muammar el Gadafi, oficial de veinticinco años, debía estar ya preparando el golpe que le llevaría al poder en Libia dos años más tarde. Muy lejos de allí, en Bolivia, uno de sus héroes, Ernesto Che Guevara, era asesinado por militares del país en alianza con la CIA. A veces me he preguntado por qué el cadáver del Che, preservado con inyecciones de formaldehído, fue compuesto y exhibido con aquella austera solemnidad en el lavadero del hospital de Vallegrande, donde curiosos de todo tipo -incluso las monjas del hospital- acudieron a visitarlo y a obtener reliquias suyas. Ya se sabía de sobra en aquellos tiempos que no es bueno convertir a un enemigo abatido en un mártir glorioso, pero fue eso lo que se hizo cuidadosamente. Los verdugos del Che evitaron dispararle al rostro porque pensaban contar que había muerto en combate, y las fotografías se tomaron para que el mundo no tuviese dudas de su muerte. Pero eso no acaba de explicar esas composiciones que parecen copiar –muchos lo han notado- la del Cristo Muerto de Mantegna o la Lección de Anatomía de Rembrandt: el escorzo, la digna cabeza sostenida por las manos de un militar, el gesto contenido de los presentes.
Los retratos de enemigos muertos abundan, y en general van de lo horroroso a lo vejatorio pasando por la imagen burocrática de frente y perfil; allí no hubo nada de eso. Quizás la razón la haya dado hace mucho Félix Ismael Rodríguez, un anticastrista al servicio de la CIA que transmitió la orden de ejecutar al Che y se encargó después de su cuerpo, un hombre locuaz que no ha tenido inconveniente en contar cómo heredó su asma (el hombre que apretó el gatillo heredó solo su reloj). Basta leer sus declaraciones para percibir que el Che fue muerto por hombres que de algún modo lo veneraban, y eso añadió algo a su larga y rica vida póstuma.
Aunque no sé si eso debería convencer a quienes entienden que ni una hoja se mueve en algunos rincones del mundo sin que lo sepan y determinen los Poderes Imperiales. Si es así, las manías de Rodríguez no serían explicación suficiente y habría que admitir que los poderes imperiales querían que la izquierda latinoamericana tuviese para siempre su símbolo en aquel mártir aún joven.
El cadáver de Gadafi ha tenido peor suerte. Gadafi ha muerto demasiado tarde, ya viejo, ya contaminado por muchos años de poder y en un mundo donde muchos se ocupan de maquillar la muerte pero nadie de embellecerla. Su velorio ha sido mucho más improvisado y sin embargo, también, mucho más previsible. En torno al cadáver de Gadafi se ve un enjambre de teléfonos móviles que sacan fotografías: es una imagen de las imágenes que se toman del cadáver, un linchamiento del linchamiento.
La OTAN no ha enviado al lugar un maestro de ceremonias y a pesar de ello el resultado es más inequívoco. Un cuerpo envilecido, arrancado según dicen de una alcantarilla, arrastrado por el suelo; una imagen ejemplar de cómo acaban –alguien ha dicho así- los que gobiernan a sus pueblos con puño de hierro, o los que defienden intereses espurios que no son suficientemente fuertes. El cuerpo ha sido expuesto a la afrenta pública, después recogido a la cámara frigorífica de un mercado y por fin enterrado de modo más que discreto para que su tumba no sirva de lugar de peregrinación –ya se sabe que habrá razones para que alguien peregrine. Los líderes mundiales hablan de su muerte como de la extracción de un quiste, sin concesiones a esa etiqueta que recomienda un gesto pesaroso cuando se habla del óbito de cualquiera. Verdad es que esa etiqueta siempre ha sido nada más que eso, etiqueta, y que si nos empeñamos en ser sinceros fuerza es reconocer que no todo muerto la merece. Pero hay algo más, y es esa sugerencia, que alguien ya habrá expresado, de que sin Gadafi el mundo es un lugar mejor para vivir. Por desgracia, la mejoría no se ha notado en otros casos semejantes, de modo que ese optimismo es excesivo. Pero quizás este mundo que ya no aspira a perfecciones exija en cambio una maldad perfecta. En la época del Che los políticos cultivaban el carisma –piénsese en De Gaulle, Kennedy o Mao- ; ahora cultivan la insipidez y se esfuerzan en parecerse unos a otros. Por el contrario parece que cada villano es incomparablemente ruin. No está completo si, además de ser tiránico y asesino, no es también inmaduro, hortera, obtuso, pedófilo, hipócrita, incestuoso o está atascado de colesterol, o mejor aún, reúne todas esas cualidades. Por un lado, eso quiere decir que los criterios se han vuelto más sistémicos, y ya no se cree que alguien pueda ser bueno o malo solo a sus horas. Por otro, indica un horrendo pesimismo no declarado, porque supone que países casi enteros son lo bastante cretinos o perversos para dejarse llevar años y años por esos dechados de carisma al contrario. Y porque muy poco convencido debe estar el sistema de sus virtudes cuando necesita que sus enemigos sean tan indiscutiblemente viles.
Hay quien dice que la muerte se ha convertido en tabú. Puede ser, pero los tabúes son muy ambivalentes. Hace un tiempo, se llamaba al fotógrafo para hacer un retrato del cadáver para el álbum familiar. Incluso quien no llegaba a tanto veía con normalidad la exhibición de un jefe de estado muerto en su ataúd rodeado de velas y flores; en compensación, las películas, incluso las de terror, mataban a sus personajes con tiros o cuchilladas limpios, a lo sumo con una mancha de sangre que parecía una escarapela. Ahora, cualquier exhibición de cadáver en las páginas de un periódico serio debe hacerse con cautela, y si se muere un ilustre la última foto que se escoge para dar la noticia es su foto póstuma; pero la industria del cine (que equivale a la historia sagrada de otros tiempos) contrata consultorías de matarifes y forenses para que su casquería sea más verdaderamente horrenda. A los cadáveres de ahora les pasa lo mismo que a los caudillos del Eje del Mal: sólo deben aparecer en público con su peor aspecto, y Gadafi acabó reuniendo hace más o menos un mes las dos condiciones.
En los años sesenta, los enemigos del Che podían decir muy malas cosas de los comunistas, pero la expresión telón de acero era mucho menos categórica que la expresión eje del mal. Estaban lo bastante seguros de la bondad de su causa que podían permitirse un bello cadáver como enemigo. Ya no, y lo que da más miedo de esa criatura de photoshop que es el (ya no tan) Nuevo Orden Mundial es la calidad de los enemigos que necesita.
sábado, 12 de noviembre de 2011
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muy interesante comparación
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