martes, 10 de julio de 2012

Atropellado en el cielo


Un paracaidista deportivo ha muerto en Brasil, atropellado por el mismo avión del que había saltado junto a algunos otros. El accidente, muy raro, fue posible porque el avión hizo una maniobra de retorno para poder aparecer, él o su estela, en las fotos que los saltadores prefieren hacer con ese detalle de fondo. La maniobra salió mal.
Un periodista interroga a un socio del club de paracaidismo. El socio repite: “fue una fatalidad, una fatalidad” y el periodista insiste en saber por qué eso ocurrió. “Una fatalidad, una fatalidad”. Pero el paracaidista tenía experiencia, ¿de quién fue la fatalidad? ¿qué hizo mal el piloto? “Esas cosas pueden ocurrir, una fatalidad”. El periodista cierra la conversación dejando en el aire la sospecha de que los clubes de paracaidismo son otro de esos reductos corporativos donde una mano lava la otra.
La fatalidad es una especie de sistema operativo obsoleto. Ya no hay como admitirla, no es nada más que una capa bajo la que pretenden esconderse los responsables, o los culpables.
Aunque como todas las cosas obsoletas puede ser que aún se siga usando en los barrios pobres. En la Amazonia, por ejemplo, el único medio de transporte asequible para buena parte de la población es desde siempre la navegación fluvial. Cuando uno de ellos se hunde, suelen ahogarse más pasajeros que los que supuestamente caben en el barco, así que si eso ocurre no hay que desesperar mucho para encontrar causas. Yo hice algún viaje de esos y recuerdo que más de una vez la carga era tanta que el nivel del río quedaba bien arriba del puente inferior. Después de los desastres se inicia siempre una investigación sobre los hechos, pero eso no suele suponer mucho, porque el caos de la navegación fluvial es tan intrincado que es difícil no concluir que fue una fatalidad, o que la gente arriesga demasiado subiéndose a esos ataúdes flotantes.

Ahí puede verse lo injusto y desigual que es el mundo. Unos ponen toda su iniciativa, su coraje y su dinero en romper límites y desafiar el riesgo, pero si alguna cosa falla en el costoso sistema de seguridad no morirán gloriosamente como descendientes de Ícaro, serán reducidos a víctimas de un defecto de manutención. Otros, posiblemente gente sin ambiciones ni arrojo, compran un pasaje barato para ir a una consulta médica o a recibir una pensión, y son víctimas de La Fatalidad.
En eso, como en la economía en general, siempre la misma manía del subsidio: la Aventura, esa cosa tan codiciada, sigue repartiéndose gratis entre los que no han hecho por merecerla.

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