sábado, 7 de julio de 2012

El Códice robado


Un par de detalles de la recuperación del Códice Calixtino han escandalizado a personas de bien: el códice fue entregado por la policía al deán de la catedral envuelto en un triste paño, sin que ni el policía que lo llevaba ni el deán que lo recibía se dignasen por lo menos usar guantes; y este, además, reconoció que se trataba del códice legítimo por unas anotaciones a bolígrafo que había hecho él mismo en la contraportada. Esa ira es comprensible, y muestra que el sentimiento de lo sagrado puede ser más acendrado entre los laicos que entre funcionarios de lo sagrado como el deán.
Porque el Códice Calixtino es lo que es a fuerza de tratar el pasado sin guantes; de hecho es un conjunto más bien heterogéneo de textos encuadernados juntos y, en lo que toca al texto de Aymeric Picaud -su parte más famosa- escrito con ese mismo espíritu de promoción sacro-turística que se echa en cara a los eclesiásticos actuales. Y lo mismo se puede decir de la reliquia de Santiago cuyo culto se destinó a difundir. Hace siglos, y dentro de la propia Iglesia, no era ninguna herejía opinar que la reliquia de Compostela tenía tantas posibilidades de ser el cuerpo de Santiago como el de Lenin, quien por supuesto aun no había nacido, pero seguramente llegó a pasar más cerca de Galicia que el Santiago apóstol. De hecho fue un obispo -aunque francés- quien llegó a sugerir que el cadáver que allí se guardaba era el de Prisciliano, el primer heterodoxo pasado a cuchillo a instancias de la Iglesia, y de quien sí se sabe que fue enterrado en Galicia por sus seguidores y cultuado durante largo tiempo. Los anticlericales siempre saborearon esa venganza: véase esa obra maestra del cine teológico que es La Via Láctea de Luis Buñuel.
Pero los trajines del códice y la reliquia (que, gracias al electricista vengativo, demuestran que no han pasado al pasado) son poca cosa en comparación con la leyenda de Santiago, que se ha ganado a pulso su papel (no se si aún vigente) de Patrón de España. De España, específicamente, y no del Estado Español o de alguna otra entidad que se haya concebido sobre esos tres cuartos de la península.
Porque si las naciones son comunidades imaginadas, que dijo aquél, no ha habido ángulo en que esa imaginación, en su versión española, se empeñase más. Hablar de los capítulos compostelanos del franquismo, o del Santiago y cierra España o de las mitologías del Matamoros en su caballo blanco es legítimo pero reductor. Aparte de eso está todo ese Santiago europeísta del Camino Francés, con su versión atlántica (peregrinos de la Hansa o de la Gran Bretaña venían por mar) y su versión católica pero no muy romana (en tiempos alguien recordó que Santiago aparece en los evangelios más próximo a Cristo que San Pedro, y quiso sacar sus consecuencias). Un Santiago peregrino que es como decir un poco marginal y un poco vagabundo. O los numerosos Santiagos cantonales que se aparecieron en este o aquel rincón del país. O ese Santiago multicultural al que se agarraron los moriscos que pergeñaron los Plomos del Sacromonte: un intento de convencer a sus perseguidores castizos de que el cristianismo español original tenía raíces árabes y se parecía no poco a la fe musulmana. El intento no podía salir bien, pero en parte salió: en la contraportada de mi primer libro escolar de historia, allá en pleno franquismo, aún podía ver yo a Santiago rodeado por sus primeros discípulos, inventados de cuerpo entero por el cripto-islámico Miguel de Luna. Sin contar, ya lejos de la península, esos Santiagos innumerables de las mitologías indígenas americanas, donde Santiago a menudo era doble (Santiago el Mayor y Menor; vaya) y de donde la curiosa inquina que el clero español tenía contra la costumbre de los indios de dar a sus hijos gemelos el nombre de Santiago. La historia de Santiago es por derecho propio interminable.
Claro que habrá quien piense que todo eso no pasa de un puñado de ficciones y fraudes. Sí, por supuesto, pero hay modos de amar la verdad histórica que recuerdan aquella pasión de los novios de antaño que desfallecía cuando comprobaban que su amada, ella misma, tenía un montón de pelos allá, en ese lugar que no pocas estatuas cubren púdicamente con la concha de Santiago.

El autor de este blog publicó hace años, en portugués, un volumen sobre todo ello con el título de Os caminhos de Santiago e outros ensaios sobre o paganismo.

1 comentario:

  1. de todas maneras me alegro que aparezca el códice, así lo podemos ver todos!
    Un saludo para el blog!

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