La Inquisición española de los siglos XVI y XVII se interesó en varias ocasiones por la actividad de magos, en general venidos de Italia, que circulaban por el reino exhibiendo sus prodigios –en aquella época el más popular consistía en hacer aparecer un banquete sobre una mesa a partir de casi nada. No, no vayan a pensar que ocurrió nada terrible. Los inquisidores sólo querían lo que muchos espectadores quieren: saber el truco. Una vez el sospechoso era capaz de mostrar que sus milagros eran falsos, o sea juegos de manos habilidosas sin intervención de verdadera magia, sin ningún demonio auxiliar, podían seguir ejerciendo libremente su profesión. Claro está que en todo ello había una inversión del criterio más corriente de realidad: entonces como ahora lo real solía ser eso tangible que alguien hace con sus manos, y no lo que se dice que hacen seres que se dice que existen; pero en ese caso en particular la magia de los demonios era la real y la de los prestidigitadores la falsa.
Con esa misma idea, los misioneros jesuitas se interesaron por la prestidigitación: era un modo de desenmascarar hechiceros de aldeas remotas, mostrando que ellos podían reproducir, con simples juegos de manos, los supuestos milagros del brujo de la tribu. Se suponía que eso ayudaría a los salvajes a creer en los milagros sin trucos del dios que los misioneros les llevaban; pero con frecuencia el resultado fue que los misioneros fueron clasificados como una nueva variedad de hechiceros. En la China de los Ming parece que no funcionó así, quizás porque los trucos de los prestidigitadores chinos fuesen mejores que los de los jesuitas. Pero el padre Matteo Ricci consiguió el mismo efecto construyendo en el jardín del emperador un hermoso conjunto de fuentes ornamentales. Deslumbrado por la fontanería europea, el Emperador decidió convertirse al cristianismo –convirtiendo por decreto a todos sus súbditos, que por lo demás no tomaron conocimiento de ello.
Ya en el siglo XIX, cuando no había Inquisición ni las gentes de bien creían ya en demonios, muchos magos cambiaron de táctica: se empeñaban en hacer creer que su magia era real, o más exactamente científica, y consistía en la manipulación de fuerzas aún desconocidas de la naturaleza. Más de un científico profesional o aficionado –en general, gente que se consideraba muy diferente de los viejos inquisidores- se desvivió por demostrar lo contrario: que aquello era falso, producto de trucos; los espectadores empeñados en destripar el truco (nunca faltan) continúan esa tradición venerable. Los magos viven un poco de eso. Algún mago traidor a su corporación vive exclusivamente de eso, pero la gran mayoría se mantiene en esa línea ambigua entre la magia real y el truco: listillos que se hacen los misteriosos o misteriosos que se hacen los listillos. Claro que la magia más real es a la vez el truco supremo, ese tan obvio que nadie ve: saber cómo se hace no es lo mismo que saber hacer, y quien no sabe hacer acaba olvidando cómo se hace, de modo que ningún destripador de trucos acabará con la fuente de ingresos de los magos. Todos los antropólogos han oído contar la historia de Quesalid, un indio del noroeste de los Estados Unidos que estaba convencido de que los brujos eran falsarios: lo confirmó cuando se hizo aprendiz de uno y vio que los objetos malignos que el brujo extraía del cuerpo de sus paciente estaba en realidad escondido digamos en la manga del brujo. Pero después comprobó también que, una vez transformado él mismo en brujo y haciendo los mismos trucos, conseguía curar efectivamente a sus pacientes. Es más, supo que otros brujos lo hacían sin necesidad de trucos: yo, por lo menos –pensó- sé hacerlos, y les ofrezco a mis clientes una causa tangible de su mal; mi magia es más auténtica.
Esa idea de que lo verdaderamente real es lo que nadie hace (al menos nadie que conozcamos) mientras que lo artificial es simple producto de un truco es una idea muy europea, que no siempre comparten otras gentes. Mi hermano, que es mago (ahí al lado está el enlace a su blog, Cajón De Sastre) estuvo conmigo en una aldea indígena de la Alta Amazonia, y alguna vez ofreció a los indios un pequeño espectáculo de magia de cartas, mientras yo miraba con atención. Los indios miraron también con atención, y sonrieron divertidos al ver aparecer la carta en donde no debería estar. Pero no me pareció que se sorprendiesen demasiado. Truco por truco, que una voz humana salga de un aparato de radio no es una magia menor: la mayor parte de nosotros no sabe cómo se hace, y sigue sin saberlo cuando se lo explican; dígase casi lo mismo de la fontanería, ornamental o funcional. Pero los indios son más conscientes de eso; nosotros vivimos con la vaga sensación de que lo sabemos todo sólo porque podemos contratar a alguien que sabe, una superstición a fin de cuentas. Por eso, los espectáculos de magia hacen bien al entendimiento. Sobre todo si uno sabe verlos como un perfecto idiota, consciente de que por mucho que le revelen el truco el mago seguirá siendo el mago.
viernes, 14 de enero de 2011
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