Contemplando las imágenes de las últimas inundaciones brasileñas uno sabe que hay cosas que no cambian. La costumbre de proclamar que es la peor catástrofe de la historia del país, la presencia en el lugar de las más altas autoridades y sus declaraciones determinadas, los ríos de barro y las colinas que se derrumban sepultando casas y moradores (casi siempre, aunque no siempre míseros). Sobre todo no cambian las causas, no ya de las lluvias torrenciales sino de sus efectos: pendientes deforestadas por ocupaciones irregulares o por cualquier otro motivo, márgenes de ríos despojadas de su vegetación, ríos canalizados y rectificados donde las aguas pasan a correr como por una autopista, inmensos espacios urbanos impermeabilizados por el cemento y el asfalto donde la lluvia no puede hacer sino escapar hacia el torrente más próximo. Esto no es pontificación ecológica: lo ve cualquier tonto que no se niegue a verlo. Todos los años se repiten en varios lugares los mismos desastres, mientras en el poder legislativo –sin diferencias significativas de color político- se presiona, por ejemplo, para modificar el código forestal brasileño de modo que las exigencias legales se minimicen y se pueda seguir recortando, ya dentro de la ley, esa misma cobertura vegetal que se echa de menos cuando arrecia la lluvia. La excusa es inmejorable: hay que plantar más en un país con hambre. No hay indicios de que lo que se plante vaya a alimentar precisamente a los hambrientos, y los que ganan con esos recortes no son necesariamente los mismos que se ahogan en sus resultados. Pero el poder público prefiere los actos públicos, y no hay cosa que congregue más público que una catástrofe.
Hay otras cosas que no cambian, por extraño que parezca. Dilma Roussef, actual presidente de la República, militaba en un grupo guerrillero en la época de la dictadura militar (una dictadura que, aunque en clave menor que sus vecinas de Argentina o Uruguay, se esmeró en torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones). Sería por lo menos maleducado sugerir que hay alguna continuidad entre su gobierno y el de los militares: a fin de cuentas, y por mucho que clame una oposición hiperbólica, hoy en Brasil existen todas las libertades políticas y todas las garantías constitucionales que normalmente se pueden pedir. Pero tenemos un hábito discutible de juzgar a los regímenes por la suerte que les reserva a los protagonistas políticos, y mirando hacia los bordes hay cosas que siguen igual aunque en el centro del escenario las estrellas sean otras. No faltan semejanzas entre los días de hoy y los días de los militares: la euforia económica en que la clase D pasa a consumir como la clase C, el entusiasmo desarrollista de abrir la Amazonia con enormes carreteras y cerrarla con hidroeléctricas gigantescas, y la sospecha a voces de que las opiniones en contrario son sostenidas por intereses extranjeros que pretenden hacer del país un jardín de recreo para monos-araña y turistas. La última polémica a ese respecto se llama Belomonte, y si se construye en medio del río Xingu será la tercera mayor hidroeléctrica del mundo. Ya ha causado la dimisión de varios directores del IBAMA (el instituto brasileño del medio ambiente). Su construcción afectará a varios millares (cuarenta, dicen los críticos) de indios y no indios que han tenido la imprudencia de nacer en el embalse, y muchos expertos aseguran que será una central ineficiente y, en suma, un despilfarro. Hay, claro, expertos que dicen lo contrario, pero no han convencido a la iniciativa privada, que ha dejado que el gobierno federal asegure su construcción a cuenta de presupuestos del estado y fondos de pensión. El máximo argumento a su favor es de nuevo el hambre, o sea el hambre de energía que tiene un país en rápido desarrollo. Pero como ocurre en otros casos ese argumento es demasiado general: no hay indicios de que Belomonte vaya a dar luz eléctrica a los que no la tienen. Sí de que subsidiará la producción de aluminio para exportación. Lo que no deja de ser un modo de internacionalizar la Amazonia, pero no ya en provecho de monos-araña y turistas rousseanianos, sino de gente que trabaja y ahorra – fuera del Brasil, por supuesto.
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