lunes, 31 de enero de 2011

Infame tabaco

Les gusten o no les gusten las leyes anti-tabaco, los fumadores deberían reconocer que se las han ganado a pulso. Hace años, una humareda densa oscurecía bares, restaurantes, cines, reuniones de comité central, comisarías de policía y pasillos del metro, las colillas rebosaban de los ceniceros y sembraban la piel de toro, y las quemaduras de cigarro servían para calcular la edad de muebles e inmuebles. Los no fumadores buceaban como podían en aquel mundo hostil. Así que la saña con que ahora se toman la revancha sería absolutamente digna, si no fuera porque en buena parte se debe a exfumadores que ahora defienden su derecho a no tragar humo ajeno con la misma determinación con que antes repartían generosamente el suyo.
Pero es que la calidad de las causas se deja ver en el modo en que tratan al enemigo derrotado. Bien está que se aumenten los impuestos sobre el tabaco, que al fumante se le recuerde por todos los medios posibles que es sucio, apestoso, una criatura deforme con los dientes y los dedos amarillos, que se le abrume con el mal que causa a sus hijos con sus emisiones tóxicas, que se le eche en cara su mortalidad y se impriman imágenes sórdidas en sus paquetes de cigarros o en sus cajitas primorosas de tabaco danés, que no se le permita fumar cuando ya es enfermo terminal, que se le prohíba hacerlo en recintos cerrados o –como ocurre en São Paulo- en locales cubiertos; y que en suma los usuarios de esa droga, legalmente comercializada en estancos monopolio del estado, puedan llegar algún día a sentir alguna comezón de envidia hacia los usuarios de heroína o cocaína, que al menos disponen de narcosalas mantenidas por los ayuntamientos donde pueden inyectarse en paz y se les invita a bebida caliente y galletas. Todo eso, digamos, son medidas en pro del bien común.
Pero lo que es infame es que se agiten estadísticas proclamando los enormes perjuicios que los fumadores causan a la seguridad social, al estado y, en suma, al común de los ciudadanos. Perjuicios económicos, digo, debido a bajas laborales y tratamiento de las enfermedades de los fumadores. ¿De verdad? No sé qué se puede esperar de un órgano (debe ser el Ministerio de la Salud, ese que advierte) que trata a los ciudadanos como cretinos. Por nefando que sea el vicio del tabaco y por horrible que sea decirlo, es obvio que eso no pasa de media verdad. Los fumantes, sean cuantos sean los gastos que ocasionen hasta su óbito, ahorran después de él sumas astronómicas a la seguridad social, al estado y a sus conciudadanos fumantes o no. Muriendo precozmente, dejan de recibir las jubilaciones que caso contrario podrían disfrutar durante años o décadas, y en media lo hacen después de haber cotizado para ellas casi hasta el final; dejan de usar los servicios de salud en esa edad en que sus compatriotas no fumantes multiplican hasta por veinticinco el gasto médico medio (porque, inexplicablemente, enferman aunque no hayan fumado nunca); y pierden la oportunidad de fenecer de alguna de esas dolencias virtuosas pero degenerativas que exigen cuidados continuos durante años y años (se rumorea que el tabaco previene el Alzheimer; y si no lo hace por méritos propios al menos mata a sus adictos antes de que lo tengan). Claro está que el Ministerio, por razones muy morales, nunca va a hacer esos cálculos, pero no me parece muy aventurado suponer que, si el tabaco y sus maleficios desapareciesen de repente y los ahora fumadores recuperasen los años de vida que pierden, los sistemas de salud y de seguridad social irían inmediatamente a la quiebra, y la edad de jubilación debería ser extendida a los setenta o setenta y cinco años. En una época de insolidaridad explícita, los fumadores practican el altruismo involuntario. A nadie puede extrañar que un sistema basado en la multiplicación del egoísmo los persiga y arrastre su honra por el fango.
No, no estoy haciendo apología del tabaco. De hecho, si el Ministerio quisiese realmente disuadir a los fumantes, y no sólo humillarlos, podría cambiar sus advertencias de muerte, fealdad e impotencia por un slogan que le ofrezco desinteresadamente y que, en los tiempos que corren, podría ser mucho más eficaz: “fumando, pagas la pensión de tu prójimo”.

1 comentario:

  1. Si no fuera fumadora aplaudiría pero la indignación (:PP) me lleva a encender un cigarrillo... (Por cierto, genial el slogan)... Y bien cierto todo lo relacionado con la Sdad. Social (qué te voy a contar...)... Pero de veras que nadie me convencerá de que la ira derramada sobre nosotros está justificada en modo alguno, no todos semosasín y además de ahorrar gastos al estado al menos tenemos la libre opción (que en fondo gracias al estado no es tan libre pues esas esquelas deberían ser sustituidas por los más de 400 aditivos adictivos que meten para que no nos libremos fácilmente de nuestra mala suerte) de envenenarnos como queremos, mientras que otros muchos venenos se vierten sobre nosotros sin voluntad de elección (sobre TODOS nosotros, fumadores y no), y nadie apenas si levanta una ceja por la mierda que come, bebe y respira o hace comer, beber y respirar a sus hijos. Creo, más bien, que esa ira reprimida que sale purulante y apestosa de los que ahora nos crucifican obedece más bien a otras causas (como las antes expuestas) contra las que nadie (y me incluyo) hace o puede hacer nada... Y lo que sí es fácil y se nos da de miedo es hacer leña del árbol caído, hubiera sido más fácil invertir esa oscura y retorcida energía en, sencillamente, no habitar durante horas y años los antros oscurecidos por la densa niebla de los tóxicos y monstruosos fumadores (nadie les ha obligado) y crear lugares alternativos al humo...

    Si alguien propone lo mismo para el oxígeno que apenas ya respiramos por la calle me apunto, coñe, hasta dejo el tabaco!!! (Bueno, al menos lo intentaría ;))

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