Algo me costó en su día creer que aquel sujeto un poco caricato de los spaghetti western y las matanzas extrajudiciales, Harry el Sucio, pudiese también dirigir películas complejas, sutiles, delicadas. Más aún que eso no fuese fruto de una conversión o una transformación abrupta: no, de hecho había en sus mejores obras señales suficientes de que él seguía siendo el mismo; y por tanto podía haber vida inteligente en un votante del Partido Republicano, incluso vida inteligente no incompatible con ese tipo de voto. Hay que ser flexibles para ver cine.
La misma flexibilidad –y alguna independencia- es necesaria para reconocer cuando un gran artista tropieza, y algo me cuesta entender cómo los críticos han podido ser tan benévolos, elogiosos o incluso entusiastas con una película endeble, incluso monumentalmente endeble, como Hereafter, estrenada en España como Más allá de la vida. Con cierto éxito, creo; por razones que no habrá espacio para tratar aquí, supongo que el éxito será aún mayor en Brasil.
No que a la película le falten atractivos, repartidos aquí y allá y sobresalientes en los minutos iniciales que retratan la tragedia del tsunami. He ahí una sucesión devastadora de escenas sin concesiones a ese sofisma del cine de desastres, en que algún heroísmo individual siempre consigue domesticar la catástrofe. En la película de Eastwood, como en la realidad extra-cine, la ola lo arrasa todo y si el heroísmo pudiese salir a flote lo haría como una anécdota que permite a lo sumo sobrevivir, muy por detrás de la pura y simple buena suerte.
Pero el resto de la larga película es una penosa demostración de que guionista y director no saben qué hacer con su tema, más allá de afirmar repetidamente que algo hay más allá de esta vida. Hasta una película como El sexto sentido conseguía darle mucho más sentido a esa comunicación con los muertos, para no hablar de lo que hacía con ella Todas las mañanas del mundo, una película francesa que trataba de música y músicos.
Buena parte de los elogios tributados a Hereafter se basan en que trata con cuidado un tema difícil y tabú -la muerte y sus continuaciones- y en que lo hace sin adoptar soluciones religiosas prefabricadas. Eso indica que de hecho la muerte es un tema tabú en España (los elogios a los que me refiero vienen de aquí) y de que en este país sigue pensándose que el catolicismo es la única religión.
Porque Hereafter sigue, sí, la doctrina de algo que sin forzar demasiado podríamos llamar una religión, a saber el espiritismo individualista - anglosajón, aunque no exclusivamente anglosajón. Forzando un poco, admito, porque no se trata de una Iglesia (aunque alberga varias) y porque trata del más allá como supuesto fenómeno más que como dogma (pero seamos honestos: el catolicismo de otros tiempos también trataba del infierno o el purgatorio como fenómenos, cuando las almas penadas aún se aparecían a los vivos para contarles cómo era por allá). No es, dígase de paso, el único espiritismo de la tradición occidental: hay que poner frente a él al espiritismo francés de Allan Kardec que es fundamentalmente reencarnacionista, y al espiritismo brasileño que es, entre muchas otras cosas, una síntesis casi imposible entre esos dos opuestos. A los espiritistas anglosajones no les servía de ningún consuelo la doctrina kardecista, según la cual los seres queridos, en lugar de conservarse reconocibles (y más o menos accesibles) en algún punto del más allá, se mezclaban en un stock de almas prestas a reaparecer en cualquier otro lugar con cualquier otra forma. Para eso, mejor que se perdiesen de una vez. Al kardecismo francés, a fin de cuentas muy afín al positivismo que fue su contemporáneo, las pretensiones del espiritismo inglés se le hacían supersticiosas e irracionales. Y es que la idea de la reencarnación puede quedar muy cerca del positivismo sociológico: las almas individuales van y vienen, pero los papeles sociales, las personalidades permanecen como muñecos de guiñol que tendrán su función preestablecida sea cual sea la mano que los anime. Del espiritismo brasileño, que en pocas palabras hace que las almas reencarnen pero por así decirlo en familia, habría mucho que hablar, pero dejémoslo para otra vez.
Pues bien, es muy comprensible que un votante del partido republicano, eterno cultivador del héroe o el antihéroe, mire con desdén esos parajes colectivistas que son los paraísos e infiernos de las religiones institucionales, o esa burocracia reencarnacionista del kardecismo, y adhiera a la religión que se les opone –porque tampoco se resigna a que ese héroe que todos llevamos dentro desaparezca sin dejar rastro. Imaginémonos a cualquiera de los personajes de las películas de Eastwood después de muertos y será obvio que no les queda más opción que seguir siendo irreductiblemente ellos mismos en el otro mundo. Aislados, porque habría que profesar alguna doctrina religiosa explícita para inventarles nuevas aventuras en el más allá.
¿Modo delicado de tratar del tabú de la muerte? Bien, veamos. Es un error craso suponer que la Ciencia, esa mayúscula, dice que no hay nada después de la muerte. Morir no hace desaparecer ni la materia o la energía de la que estamos hechos –que va a buscar empleo por otro lado- ni la información genética que la organiza, ni la información social o cultural de la que estamos hechos también. Así que de acuerdo con la Ciencia, la mayor parte de las creencias acerca del más allá que se prodigan de un extremo al otro del planeta no son insoportablemente irracionales: lo que permanece entre nosotros de alguien que muere es suficiente para dar vida a fantasmas de todo tipo. La muerte hace desaparecer, sí, ese individuo histórico que combinó todo eso de modo irrepetible (no tan irrepetible: nadie es tan original como piensa). Por ello mismo, si hay dos modos verdaderamente irracionales de tratar de la muerte son esos dos que ha producido una civilización racionalista obcecada con la trascendencia del individuo: suponer que este siga intacto al otro lado de un hilo en el más allá, o suponer que su deceso pueda producir por si mismo alguna brizna de Nada. Lo único que la película de Eastwood hace con la muerte es negarla sin más argumentos, en nombre de ese individuo perpetuo: una, dos y tres veces en las tres historias que se amontonan en la película. Quizás por ello mismo se queda sin mucho que decir sobre lo que en torno a esa muerte hacen los vivos; en Mystic River, otra película muy diferente de hace unos años, el mismo Eastwood tuvo mucho que decir en torno a algo que si no era la muerte se le parecía mucho. Como ya decretó alguien, hace mucho tiempo, comentando las sesiones de los espiritistas, el problema no es que los espíritus puedan o no comunicarse con nosotros: el problema es que tengan o no algo interesante que contar.
domingo, 6 de febrero de 2011
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