domingo, 20 de febrero de 2011
Recuerdos de Mao
El retrato de Mao continúa inmutable sobre el vano central de la Puerta de la Paz Celestial desde hace, creo, algo más de cuarenta años. Debe ser una de las estampas chinas más reproducidas, un icono del siglo XX. ¿Y quién se resiste a decir que el retrato sigue inmutable pero el país al que mira ha cambiado mucho? Debe ser una de las frases occidentales más repetidas, una muletilla del siglo XXI. Un torrente de coches desfila frente a él; en la que fue su capital proliferan los centros comerciales fastuosos. Y los nuevos ricos, ya no tan nuevos pero cada vez mas ricos, cada vez mas numerosos. Pero él sigue allí con su sobria camisa abotonada entre gris y azul, por mucho que su patria haya cambiado y aunque lo haya hecho expurgando o hasta enterrando el maoísmo. ¿Contradicción? Quién sabe. A Mao le gustaba escribir sobre las grandes contradicciones: un dialéctico. Sea como sea, el retrato no esta allí por acaso, o porque nadie se haya acordado de quitarlo. Las celebraciones del Partido ocurren frente a la Puerta de la Paz Celestial, se puede decir que él las preside aún.
Y el Mausoleo de Mao se sitúa enfrente, sobre el antiguo solar de otra de las puertas. Es una de las atracciones obligatorias de la ciudad. Las guías dicen que más para turistas que para maoístas fervorosos, aunque ese juicio no parece muy exacto, por lo menos en su afirmación: los turistas son muy pocos en el gélido enero, y es difícil imaginar por que están allí o qué piensan los visitantes chinos.
El cadáver congelado de Mao es lo de menos; el verdadero espectáculo es el del Gran Control. La Plaza en si está rodeada por una valla mediana, a ambos lados del asfalto, donde los coches hacen más o menos el papel de cocodrilos en el foso. A uno de los lados hay un paso de peatones en superficie, pero en los otros hay que pasar por un túnel dotado de un control policial –un cartel advierte que está prohibido pasar con material subversivo, bicicletas y pornografía. Los visitantes atraviesan tres detectores de metales: para dejar sus bolsas, sus mochilas y sus cámaras en una consigna obligatoria que esta al otro lado de la plaza; para entrar en la plaza; y en fin, después de formar una larga fila, para pasar por una tienda de lona que recuerda las puertas de embarque de un aeropuerto, donde también pueden ser cacheados, quizás brevemente interrogados, y exhibir sus documentos. Después de eso las escaleras del mausoleo ya están próximas: los visitantes, formados en hilera de a dos y pastoreados por gente con megáfono que da algunas instrucciones, reciben la orden y avanzan a paso ligero. Tantas precauciones, es verdad, se justifican por las probables malas intenciones de los vejados musulmanes del país. Pero las precauciones nunca son muy útiles para detener terroristas, se puede esperar que si se las sigue mintiendo es porque sirven para alguna otra cosa.
En fin, se accede a un enorme vestíbulo con la imagen del mármol del Gran Timonel sentado, ante una multitud de flores en pequeños tiestos, todas en formación y aparentemente idénticas, y con un paisaje de pradera florida a su espalda. Pekín esta sembrado de enormes edificios imperiales, hechos como miniaturas, pintados hasta el ultimo rincón de colores contundentes, y aunque estén vacíos ninguno de ellos produce esta sensación desazonadora de que alguien ha robado los muebles. En la siguiente sala se exhibe –es un decir- el cadáver, guardado dentro de una gran cámara de cristal refrigerada, cubierto por la bandera y casi invisible desde el lugar por donde
los visitantes pasan, rápidamente y pegados a la pared: conservar un cuerpo por tanto tiempo es laborioso, muy bien lo pueden haber sustituido por una mascara de goma. Mi hija, que me sirve de barómetro, me dice que la estatua del vestíbulo da mas miedo que el cadáver.
El retrato de Mao no sólo está sobre la Puerta de Tian an Men. También sonríe, muy pocos años más joven, en todos los billetes de banco de una moneda que tiene tres o cuatro nombres: uno de ellos, el mas popular, mao (no se si es un homenaje o un homófono).
No escasea en centros oficiales, en las paredes de algunas casas. Si no recuerdo mal, esa proliferación del rostro del líder data de algún momento, allá por la Revolución Cultural, cuando los jóvenes guardias rojos se dedicaban a abolir el pasado de un modo en general muy material (una labor que pone los pelos de punta a los europeos, tan celosos del patrimonio histórico, y que por mucho que asumiese muecas furiosas era al cabo una labor paciente: lo que había que abolir era muy sólido). Y sin embargo, justo entonces se entendió que no había mejor modo de enardecer la Revolución que adaptar un culto del pasado, multiplicando en las calles el rostro del emperador que antes se veneraba en algún que otro templo. No se –soy un turista mal informado- por qué el retrato de Mao sigue inmutable cuando su país ha cambiado tanto. A lo mejor es que simboliza valores muy chinos aunque poco comunistas: la unificación de la patria, la pacificación de una tierra devastada, la permanencia. O –lo que no es muy diferente- que su imagen, a servicio del estado, preserva el miedo donde él mejor se encuentra, envuelto entre veneración y asombro. O que Mao sigue allí porque, por mucho que todo cambie, permanecen los armazones que él construyó o adaptó: el ejercito, la extensa burocracia. O porque, pese a las apariencias, la revolución cultural triunfó y los dueños del poder en China son los radicales que agitaban el libro rojo y que no han cambiado sustancialmente, a no ser porque han descubierto que el capitalismo arrasa el pasado mucho mejor. Es difícil saber, porque los dialécticos siempre han sabido tener razón a los dos lados de un mismo dilema, y han dominado el arte de no ser cuando se parece y de no parecer cuando se es.
Pero seguimos en el Mausoleo. Al fin, pasada la cámara funeraria, un anticlímax. Donde esperaba algún salón ornado con murales conmemorativos de las gestas revolucionarias, el visitante se encuentra una tienda de recuerdos. Relojes, dijes, pulseras, camafeos, bustos, llaveros, todos los objetos con la forma adecuada para alojar dignamente un rostro, reunidos con un premeditado humor involuntario: maos de metal o de porcelana, maos jóvenes y viejos, de frente o de perfil, maos fosforescentes, maos que se encienden y se apagan. Gadgets modernos o adornos que el turista se ha acostumbrado a ver en los templos y que aquí se repiten cambiando ideogramas y budas por la estrella roja y el rostro del líder.
Mao es pop; todo suena a Warhol, pero es que Warhol ya se había inspirado en Mao: los vendedores callejeros persiguen a los pocos turistas con gorros en forma de oso panda y con ediciones de bolsillo del Libro Rojo. Unos cientos de kilómetros más al sur, en Shanghai, el local donde se fundó el Partido Comunista Chino está malignamente situado en una barriada turística con boutiques y restaurantes de precios astronómicos, y los viejos carteles de propaganda revolucionaria son remixados para anunciar rebajas. Quizás quienes conservan el rostro de Mao son sus adversarios, y lo hacen por venganza.
A los europeos China les suele parecer kitsch. Pero no hay kitsch mas agudo que el que viene a la memoria cuando se piensa que toda esa parafernalia no es nueva ni totalmente exótica para los occidentales: ella evoca las barricadas del 68 francés o no francés, donde los estudiantes estaban dispuestos a arrasar todas las estructuras de poder, empezando por los antidisturbios, siguiendo con los modales a la mesa y
acabando con la gramática, mientras blandían –muchos, al menos- los retratos de Mao. Se podría preguntar uno si, también en el otro continente, los viejos combatientes de las barricadas han fenecido como se rumorea, o si son ahora de hecho los dueños del poder (del poder, digo, no de los gobiernos).
A mi hija, que ha sobrellevado con heroísmo toda la visita, le cuento que yo también milité, por decirlo de algún modo, en un partido maoísta; y me preparo para explicar lo que podía ser el maoísmo en un contexto antifranquista, una empresa difícil a siete grados bajo cero. Menos mal que no pregunta: es lo que a veces se deja de hacer delante de algo demasiado exótico.
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