Griega
Con todo lo que ya se ha dicho sobre Edipo -y se ha dicho mucho- no sé si alguien se ha molestado en notar que Edipo de Tebas, el original, el protagonista de ese antiguo cuento griego que está entre los más interpretados de la historia de la humanidad, no es en absoluto edipiano. Probablemente no lo sea en el sentido de ninguna de esas interpretaciones, pero desde luego no lo es en el sentido de la más famosa, la de Freud, que fue la que sacó de su nombre un adjetivo. Edipiano. ¿Una criatura enmadrada, que obcecada por su progenitora no consigue nunca identificarse como adulto y sobrevive para siempre enclaustrada en el nido? Edipo de Tebas es funcionalmente un huérfano, arrojado por sus padres al monte a causa de una profecía, y después un exiliado que deja la casa adoptiva y se entrega a los caminos; un sujeto que desafía a ricachos rodeados de lacayos, y juega a los acertijos con monstruos, un jugador nada edipiano. ¿Un egocéntrico, al que esa mujer maravillosa que es su madre ha convencido de que el ombligo es su órgano fundamental? No, Edipo es un rey heroico dispuesto a debelar los crímenes que han atraído la peste sobre su ciudad, y cuando la verdad le apunta a él mismo como responsable asume su culpa involuntaria, asume también el sacrificio, se arranca los ojos, abandona todo lo que la suerte le ha ofrecido y vuelve a los caminos. Los reyes en general suelen ser mucho más edipianos que eso.
Bien, ya sabemos que moralmente la Grecia antigua nos queda muy lejos: en ella, los responsables de las tragedias no necesitan parecerse a sus delitos. En general son héroes, que pecan por excesivos: demasiado bellos, demasiado listos, demasiado valientes. Se pasan, y los dioses -que en la Grecia antigua no necesitaban ser perfectos- se vengan por celos. A nosotros, cristianos o pos-cristianos, nos resulta difícil pensar que se pueda hacer el mal sin ser vil, y viceversa; las tragedias, esas desgracias que ocurren a seres esencialmente nobles a despecho de que lo sean, son algo que no entendemos, a no ser como algo que habría que evitar tomando las debidas precauciones. Esperamos que cada personaje tenga la medida y la cara de sus peripecias, confiamos en que se las merezca.
Cristiana
De sobra se sabe que los personajes del panteón cristiano reencarnan con frecuencia dioses y héroes de la antigüedad clásica. Pero de eso nunca se ha sacado mucho provecho, más allá de que la Virgen María tenga un tanto de Isis o Astarté, y Jesucristo algo de Mithra o de Dionisos: una trivialidad. Pero Giacoppo de Voragine, el autor de La leyenda Áurea -la enciclopedia medieval del santoral cristiano- cuenta una historia mucho más interesante a respecto de Judas Iscariote.
Judas, dice Voragine, nace en la tribu de Rubén. Al concebirlo, su madre tiene un sueño atroz: el hijo que lleva en el vientre cometerá los peores crímenes. Lo discute con su marido, y al nacer encierra a Judas en un cofre y lo arroja al mar. En su cofre, Judas llega a una orilla distante donde una reina sin hijos lo encuentra y decide hacerlo suyo, simulando un embarazo y criándolo como hijo propio. Pero esa fortuna imprevista se quiebra cuando la reina queda embarazada de verdad y acaba por tener un hijo de su propia sangre. Judas, celoso, maltrata constantemente al que cree su hermano menor, y cuando la reina, exasperada, le revela la verdad y lo repudia como hijo, acaba por asesinarlo. Huye, y llega por acaso a Judea, donde Poncio Pilatos lo toma a su servicio como hombre de confianza. Y es por un capricho de Pilatos que Judas, un buen día, salta el muro de un jardín cerrado para robar unas manzanas que se le han antojado a su amo. El dueño del huerto lo descubre en pleno hurto, y Judas se defiende matándolo con una piedra. La muerte se da como accidental, y Pilatos casa a su lacayo con la rica viuda. ¿Hay que explicar más? Judas acaba sabiendo, de su esposa descontenta, toda la historia: adivina sin mucho esfuerzo que ha matado a su padre y está yaciendo con su madre. Y es esta misma la que le pone en bandeja su crimen final, al sugerirle que sólo Jesucristo puede perdonarle todas sus faltas. Al propio Voragine le parece dudosa tanta peripecia, y sospecha que esa parte de la historia es apócrifa. En cuanto al resto, se conoce bien.
Edipo y Judas ya son personajes lo bastante fuertes cada uno por sí. Sumarlos da un personaje excesivo: demasiado argumento para una sola tragedia. Más aún si se le añade un poco de Moisés, otro poco de Caín, y por fin un robo de manzanas en un jardín cerrado, que no puede sino recordar el episodio del Edén. No es extraño que el Judas de Voragine -después de tener un cierto éxito en su época- no haya prosperado mucho; ni siquiera Freud, que yo sepa, lo encontró o le sacó algún provecho, porque esa mitología cristiana -normalmente relegada a ese dominio menor de la “religiosidad popular”- no ha interesado mucho a los intelectuales.
Pero así y todo cabe preguntarse por las posibilidades de ese Judas-Edipo, ese dueño de todos los tipos de pecado que se conocen: la transgresión fatal que se realiza sin intención pero no es menos grave por eso, los crímenes empujados por la pasión o calculados, y en medio de todo la manzana, el ícono del pecado original, un acto casi inocente, o el último acto inocente, origen de todos los males.
Quizás quien tendría algo que decir sobre el Edipo-Judas no sería Freud sino Nietzsche. Porque al contrario de Edipo, un héroe íntegro que comete sin saber los actos más horrendos, Judas, el del evangelio, perpetra una futilidad: denunciar a un perseguido al que ya conocía todo el mundo. Pero lo hace con toda vileza, y además lo sabe, y se arrepiente. Ya se ha especulado bastante (véanse las
Tres versiones de Judas, de Borges) sobre esa paradoja. Como pecador, seamos serios, Judas es bastante modesto: cualquier concejal de pueblo le da lecciones. Pero en compensación tiene una Culpa y un Arrepentimiento atroces: la conciencia de Judas debe ser la más cristiana del evangelio. Y fray Voragine, que no era ningún teólogo sino un contador de historias, vio las consecuencias que eso tenía para la historia de la moral. En la culpa de Judas, tan obesa, cabían holgadamente todos los pecados de la historia sagrada, y Judas podía resumir todos los pecadores célebres. Es la culpa -no el crimen en sí- lo que importa: una vez adquirida, se entiende perfectamente que todo el universo se haya ido al garete por causa de una manzana.
Escandinava
Tanto se ha especulado sobre el verdadero autor de la obras de Shakespeare, y nadie se ha fijado en lo más obvio: quien compuso Hamlet fue Sigmund Freud, que era un eximio escritor y dominaba el inglés. Su amigo Ernest Jones le ayudó a limpiar el texto de germanismos y a darle un tono vintage elizabethiano. Freud quería lograr una especie de prueba del nueve de su teoría, volviendo a contar la historia de Edipo, pero al revés. De eso ya habló él mismo, denunciándose un poco. La mejor prueba, un gozo para quien esté harto de psicoanalistas, es la versión original de Hamlet que se encuentra en las Gesta Danorum de Saxo Grammaticus (o, no seamos pedantes, en la película basada en él que en 1994 dirigió Gabriel Axel con Christian Bale, Gabriel Byrne y Helen Mirren en los papeles principales). Esa versión original muestra que, sin la inspiración de Freud, la tragedia sería otra cosa.
Saxo nos lleva a aquellos felices tiempos anteriores al euro, cuando en el reino de Dinamarca, y en el resto de los reinos de Europa, no olía a podrido sino a crudo, muy crudo.
El tío de Hamlet es un canalla encallecido que codicia el reino y la rozagante mujer de su hermano. Así que le invita a cazar jabalíes y, en medio de la cacería y ayudado por un par de sicarios, lo agarra, lo cuelga de una horca y le tira de los pies hasta que deja de ser inconveniente. Hamlet y un amigo llegan a tiempo de presenciar el crimen. Los delincuentes lo notan, y parten al amigo de un mandoble. Hamlet, preocupado con esa actitud, se echa a cuatro patas y empieza a ladrar y aullar.
- Pobre, el trauma ha sido muy fuerte. No le hagas nada, a lo mejor es bueno para levantar perdices.
El tío de Hamlet vuelve a la corte y se encuentra a su cuñada que estaba partiendo un cerdo para el almuerzo.
- Reina Gertrudis, la desgracia se ha abatido sobre tu hogar. Tu marido se ha ahorcado accidentalmente, y tu hijo al verlo ha enloquecido y se cree un perro. Espérame en la cama esta noche.
Hamlet corretea por la corte ladrando y moviendo el rabo. Se encuentra con su madre, que lo mira con profundo pesar. Entonces Hamlet le hace un gesto y va a hablar con ella detrás de un tapial.
- Qué perro ni qué nada. Disimulo para no acabar como padre. Pero se van a enterar. Y no se te ocurra acostarte con ese tipo.
Hamlet, astutamente, prepara una encerrona para su tío y sus sicarios, que son abatidos a cuchilladas, quizás porque no había azadones a mano. El reino de Dinamarca vuelve a ser lo que era.
Hamlet, el original, no tiene nada de hamletiano. Todo rezuma vigor y rusticidad. Hamlet tiene una psique robusta, decide con rapidez las cosas más imprevisibles, y después de lo ocurrido, en lugar de enamorar muchachas depresivas o perder el tiempo aburriendo a una calavera, se va a Inglaterra, pone a correr a los enemigos que asedian los dominios del rey, y se casa con la princesa, todo eso sin despeinarse.
Por muy arcaico que sea, ese Hamlet paleovikingo acaba por ser también muy actual. Quitando la decoración medieval -casas de piedra, tejados de paja...- tiene algo de héroe de dibujos animados contemporáneos. O tiene algo de niño invicto que en una tarde consigue exterminar él sólo a cuatro ejércitos del submundo en un videogame, sin salir de casa, sin problemas y sin complejos. A lo mejor el Hamlet original, sin ningún freudo-shakespeare que lo samplee perversamente con el Edipo griego, consigue ser más edipiano que él.
(Que conste mi agradecimiento a mi colega T. R., que me dio hace bastantes años la pista del Edipojudas).
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