domingo, 30 de junio de 2013

El futuro del libro digital


Algunos empresarios del libro electrónico están relativamente decepcionados. Contaban con que ocurriese en su caso como ocurrió con los CDs, que en poquísimos años acabaron con los discos de vinil. Pero no: el mercado crece, pero crece más despacio que lo que se esperaba, y los libros de papel continúan predominando.
Ya han llamado a los especialistas para que se lo expliquen. Hay motivos muy diversos, y entre ellos no faltan, como suele ocurrir en estos casos, los defectos del consumidor, apegado a nociones anticuadas de lo que es un libro, a su función decorativa en un buen estante, a su olor a papel nuevo o viejo y otros detalles tiernos. Los especialistas no se han fijado, parece, en el detalle sorprendente de que un libro de papel continúa siendo infinitamente más manejable que un libro electrónico. Claro que con un e-book me puedo llevar en el bolsillo, a un viaje de dos horas en tren, una biblioteca de diez mil volúmenes. Pero nadie lee tan deprisa, y el libro de papel prescinde de baterías, permite alternar páginas con más facilidad, se anota o subraya con menos empeño, y por ejemplo se puede usar para matar una mosca. Sí, en plena era digital sigue habiendo moscas.
Pero no nos preocupemos. Como cada vez que los ciudadanos no se muestran lo bastante dispuestos a saciar su sed profunda de innovación y progreso, ahí está el Estado para empujarles. En los próximos años, el estado brasileño comprará para las escuelas sólo libros didácticos que cuenten con edición electrónica, con el horizonte de limitarse a los libros electrónicos en día no muy lejano. Basta garantizar (con dinero público) que todos los alumnos de todas las escuelas dispongan del equipo necesario para leerlos, y que los miles de toneladas de celulosa así ahorrados puedan malgastarse en otra cosa. Educado con libros electrónicos, el ciudadano se adecuará por fin a una industria editorial centrada en el libro electrónico.
Es curioso pero suele ser así: la economía marcha impulsada por la fuerza incontenible de la oferta y la demanda, pero basta que no marche lo bastante rápido para que llame al Estado a darle un empujón.
Pero para que la victoria de la innovación sobre el obsoleto libro de papel sea completa, algo más tiene que ocurrir. Hasta ahora los libros electrónicos no han pasado de copias digitales de libros impresos, pero eso va a cambiar. ¿En qué sentido? Bien, hasta ahora los libros han sido pobres objetos aislados, conectados al resto del universo por esos lazos trabajosos que son la memoria y la imaginación de los lectores. Pero el futuro, dicen los especialistas, nos librará de esa servidumbre: el libro electrónico será de aquí a muy poco un elemento inserto en un sistema. Cada página contendrá una serie de palabras-clave que enlazarán, por ejemplo, con redes sociales donde se discutan esos temas, donde el lector pueda ampliar y discutir sus informaciones, acceder a actualizaciones, investigar, etc. Eso lo dicen los especialistas, pero a mí se me ocurre que las actualizaciones podrán afectar también al cuerpo del libro: erratas o errores podrán ser corregidos incluso después que el libro esté en manos de su comprador. Y por qué no su conjunto, digo yo. Los libros de ciencia o de historia podrán cambiarse a medida que se descubran nuevos datos o se cambie de opinión a su respecto, y los gobernantes retirados podrán escribir sobre el futuro del país sin miedo a equivocarse: actualizaciones frecuentes subsanarán sus fallos de cálculo.

Bien, dejemos de soñar, volvamos a lo que dicen los especialistas: el editor podrá, con esos nuevos libros electrónicos, saber cuándo el lector está leyendo y cuándo llega a una determinada página. Como podrá también localizarlo con un sistema geo-referenciado, el feliz lector recibirá mensajes explicándole, por ejemplo, que ha salido un nuevo libro con ese tema que le interesa, o una revista, o cualquier otro producto, y recibirá informaciones sobre el comercio más próximo donde puede adquirirlos. Ah, eso es interesante, porque hasta este punto parece que los ciudadanos que no estemos dispuestos a aprovechar las nuevas oportunidades no tenemos más que ignorarlas y seguir leyendo en paz, pero de ese punto en adelante, como sabe cualquier usuario de cualquier sistema de comunicación, no habrá límites eficaces para el telemarketing, ni para la televigilancia.
Cómo hemos avanzado. No hace mucho, los planes para someter al ciudadano a un sistema de control digno de un presidio de alta seguridad se hacían e imponían con disimulo: ahora se ofrecen en paquetes a precio de lanzamiento y se espera que haya filas para comprarlos.
Trabajo en una universidad, y leo más en pantalla que en papel. Hay muchas razones para que la enorme producción de textos de las universidades se difunda cada vez más en soporte electrónico y sólo en soporte electrónico: la muy buena porque lo es y merece ser divulgada con rapidez, y la muy mala porque seguirá siendo la mayor parte, pero hará menos bulto. Se entiende que esa producción, pagada con recursos públicos, debería difundirse de forma gratuita, aunque sobre eso hay debate. Cuando decido leer algo por placer o por un interés no profesional prefiero, en general, pagar un libro de papel, y en vista de los planes que aguardan al libro electrónico se bien por qué: porque es un objeto aislado, y su inserción en un sistema corre por mi cuenta. Ningún webmaster me dice cómo tengo que leerlos.
Se debate sobre el problema que la reproducción digital -o en plata, la piratería- causa a la producción intelectual y artística, pero a esa cuestión ya intrincada habría que añadir un principio más: el espacio digital, tan útil y tan transitado, debería ser efectivamente público. Si quiere usted pagar a su artista, páguele por cosas tangibles: libros o discos con algún volumen concreto. Pagar por copias digitales equivale, infelizmente, a pagar peaje para andar por la calle: alimenta aún más a mafias -privadas o estatales, la diferencia es sutil- dispuestas a que toda la calle sea su dominio.

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