jueves, 20 de junio de 2013
¿De qué se quejan?
¿Y qué les pasa a los brasileños, ahora? ¿De qué se quejan? ¿No están disfrutando aún de uno de los periodos más prósperos de su historia? ¿No siguen muy cerca del pleno empleo, no han aumentado visiblemente sus salarios?¿No tienen una presidente que goza de enormes índices de aprobación en su tercer año de mandato? ¿Y no es ella la sucesora de Lula, el símbolo de la llegada al poder de los pobres, más carismático que Obama, más simpático que Mandela, que ha conseguido sacar de la miseria a millones de brasileños? Verdad que se partía de muy bajo, pero ¿no se come más en Brasil, no hay más recursos para la sanidad y la educación? Los que iban a pie tienen moto, los que tenían moto tienen coche, los que tenían un coche tienen dos; quien tenía un pan tiene también dos, quien no salía de su casa hace turismo por el país, los que ya lo hacían viajan al extranjero, los marginados empiezan a ir a la universidad. ¿De qué se quejan?
Alguien podría decir que los que se quejan son los que ya tenían todo eso, retoños de una clase media que quieren tener su momento de revuelta – cómo quedarse sin su 68, si en todas partes lo hay- o a lo peor son esos soldados del lumpen, asiduos de las revueltas, de todas las revueltas. O alguien podría decir que eso es lo que pasa cuando por fin las necesidades inmediatas están más o menos cubiertas: no hay gente más respetuosa del orden que la que está muerta de hambre.
Alguien podría decir lo uno o lo otro, pero no lo dice: muy por el contrario, todos los que abren la boca, de la presidente abajo, lo hacen para elogiar a los manifestantes. Desde el gobierno de izquierdas y desde la oposición. A juzgar por lo que se oye, están todos por sumarse a las protestas: gobernadores, alcaldes, diputados. A juzgar por lo que se oye, todos deploran los excesos de la policía y quieren que esta se vuelva casi como una parte del movimiento, su servicio de orden. Todo el mundo se alegra y enorgullece del impulso ético de la ciudadanía, movido por las causas más justas. Qué hermoso; y con todo, es más que probable que -yendo más allá de su motivo inicial, el aumento de precios del transporte público- tienda a aumentar, y toda esa aprobación se enturbie, y que aquí o allá acabe mal para algunos, hasta muy mal.
¿Quién se queja, si está todo el mundo de acuerdo?
Bien, parece que hay de qué quejarse. En Brasil había mucho que mejorar, de modo que, por grandes que sean las mejoras, aún dejan un margen amplio, amplísimo, para quejarse. Y hay muchas otras cosas que están muy lejos de haber mejorado. El estado es un hervidero de corrupción: los partidos que se reparten el congreso son, en su mayor parte, mafias al servicio de sí mismas que alquilan sus servicios a mafias del segundo sector: son marcas políticas que sirven a marcas industriales del agronegocio, la industria farmacéutica, o la minería, o la educación, o la fe, o cualquier otra actividad que de lucro. La presidente, aunque limpia de cualquier sospecha de corrupción personal, pacta con todos ellos como se pacta en el mercado, comprando votos por ministerios (treinta y nueve ministerios) y dimitiendo un ministro por mes cuando se excede en el desfalco; y lo mismo pasa en los gobiernos de los estados y los municipios. Todo el mundo está de acuerdo en que la reforma política es necesaria porque el país está en manos de los cuarenta ladrones. ¿Y cómo las cosas pueden ir tan bien, de la mano de los cuarenta ladrones? Es que sobra dinero, sobra dinero incluso así.
Vamos a hablar en serio: sobra dinero porque el país va siendo dilapidado en todo tipo de negocios de exportación que acaban con el suelo y el subsuelo. O porque los negocios prosperan vendiendo consumo-basura a los nuevos consumidores (famélicos antes, obesos ahora), o atiborrando los hogares con basura high tech de obsolescencia programada, o inflando ciudades-basura intransitables donde se gasta cuatro horas para ir y volver del trabajo. O creando burbujas especulativas en torno a hiper-mega-apocalipsis como copas y olimpiadas. Soja, automóviles, ganado, cocaína, construcción -es difícil saber qué es lo que más contribuye a la prosperidad, aquí como en otras partes. La mayor parte de la ciudadanía no se conmueve ante la insensatez (ecológica o filosófica) de esa orgía: quieren el progreso, cómo no. Pero sí se conmueve, o se desespera, por los miasmas que se alimentan de ella, como las plagas de hormigas se alimentan de los bosques devastados. Enjambres de sanguijuelas secando dineros públicos o privados, jaurías de bandidos dentro o fuera de la ley que convierten las calles en tierras de nadie por las que se pasa con celeridad y miedo. Tasas de homicidio que superan las de cualquier guerra en curso en el planeta, crímenes de una crueldad gratuita e incomprensible en este país cordial.
Ah, nada de eso es nuevo: sería injusto achacar a la prosperidad reciente lacras que, en el peor de los casos, no han hecho más que aumentar en proporción. Pero es que Brasil, con sus lacras, se ha ido haciendo de esos ciclos eufóricos de enriquecimiento abrupto y crisis. La ruleta de esplendor y miseria que se nos ofrece en todas partes como único mundo posible se hizo sentir mucho más temprano en este país que lleva el nombre de la que fue su primera mercancía: en cierto sentido, Brasil es, como pronosticó -antes de suicidarse- un famoso escritor, el país del futuro. Del futuro de todos los otros países.
Los manifestantes brasileños podrán, incluso, acabar fracasando como ha acabado ocurriendo por todas partes; pero tienen, sobre los indignados de otros lugares, una ventaja intelectual, o moral: se han indignado antes de que la burbuja estalle.
Dos post-datas. Un comentarista económico compara el movimiento brasileño al consummerism, esa acción de los compradores que consiguió, por ejemplo, que la Coca-Cola se echase atrás en su propósito de cambiar de sabor: son clientes pagadores de impuestos que se quejan del mal servicio que presta el estado. Yo más bien creo que lo que se manifiesta en las calles es asco por el modo de pensar, progresivamente vil y progresivamente único, que hace posibles comentarios como ese.
Un alcalde -el de São Paulo, del partido gobernante- ha opinado que bajar las tarifas de los autobuses urbanos, atendiendo a la primera reivindicación del movimiento, sería una medida populista. No sé qué adjetivo reserva para la consigna "coche para todos" que ha guiado la política fiscal y urbana de los últimos diez años, y que ha concluido la transformación de las ciudades brasileñas en inmensos atascos. Ay, el pueblo, el pueblo: quiere coche y después también quiere una ciudad para rodar con él.
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