miércoles, 18 de diciembre de 2013
Silencio, por favor
Cine
Cine mudo no es lo contrario de cine sonoro, sino de cine hablado. El propio cine se ha ocupado de esos artistas que no pudieron o no quisieron adaptarse al cine hablado: aquel personaje de Gloria Swanson en Sunset Boulevard (en España se tradujo como El crepúsculo de los dioses) es su versión trágica, y hace poco una película francesa cosechó un gran éxito con su versión cómica. Ególatras dormidos en laureles, que no entendían que la historia sigue. ¿Pero por qué el silencio debería ser parte del pasado? No se suele pensar en la posibilidad de que tuviesen razón, o al menos alguna razón.
El cine hablado ha hablado muy bien: se ha apropiado de buena parte de lo que fue el teatro, y también ha proferido una larga serie de frases sublimes que no existirían sin él.
Pero lo mejor del cine hablado, la verdadera ventaja que le lleva al cine mudo, es que no necesita hablar todo el tiempo: por ser hablado, tiene la opción de callarse. Por eso tantos mejores momentos del cine consisten precisamente en los silencios, cuando la palabra se aparta y lo que deja no es una ausencia sino la sensación de que, por mucho que tendamos a olvidarlo, todo eso que solemos llamar inexpresable no es más que la parte del mundo en que las palabras sobran.
Ese es el tema de algún buen cine que trata de música, o de música y mutismo. A finales del siglo pasado, fue ese el tema de dos películas de gran éxito: una, la francesa Tous les matins du monde, sobre las relaciones entre el caballero de Sainte Colombe, maestro de viola, y su discípulo el músico de corte Marin Marais; otra, la neozelandesa El Piano. Los protagonistas de ambas son mudos y músicos vocacionales, en grados y de modos diferentes: la protagonista de El Piano es formalmente muda y se comunica por signos, Sainte Colombe no lo es, pero raramente dice más que monosílabos, y se considera “mudo como un pez”; ambos, en cualquier caso, tocan su instrumento porque sólo con él comunican lo que las palabras no harían más que confundir.
En ambos casos, la mucha música que se ofrece es todo menos música de fondo; está ahí contra las palabras. Pero aún cuando es música de fondo no hay cómo medir cuánto de una película se debe a su música, y por eso el cine era sonoro aun en aquellos tiempos en que era todavía mudo, qué sería de aquellas escenas frenéticas de Keaton o Chaplin sin el misterioso hombre del piano sentado bajo las imágenes. El cine se aviene mejor a tratar de la música que a tratar de la pintura: hacer cine sobre un pintor suele consistir en contar el drama de su vida (más vale, así, que el pintor haga gestos dramáticos, que rasgue sus cuadros o se corte una oreja: mientras se dedica a pintar puede aburrir), o si no en convertir sus cuadros en pinturas vivientes, en recrear en imágenes que se mueven una realidad que por su colorido o su composición evoquen sus cuadros, lo que puede sugerir esa idea engañosa de que esas visiones son así porque las recogió en su entorno, no porque supo crearlas.
Cine y música se combinan de otra manera: la imagen y el sonido tienden un puente sobre las palabras para no tocarlas.
Música
Me contaron que John Cage, el músico inglés, experimentador impenitente, se encerró una vez en una cámara insonorizada para conocer el silencio absoluto. Pero no lo encontró: a falta de ruido externo, la maquinaria del propio cuerpo pasaba a primer plano, y se hacía estruendosa. Sangre corriendo por las venas, el aire silbando por sus conductos. El corazón se hace oír incluso fuera de esa cámara. El oído es un sentido despótico: taparse los ojos para no ver es una acción muy efectiva, quien se tapa los oídos para no oír consigue muy poco. No cuesta tanto aceptar esa paradoja, que ya alguien se ocupó de exponer, de que la música, más que organizar sonidos, crea el silencio: en lugar de ese ruido informe que se cuela por todas las fisuras, ahí está la música: un timbre suena y el otro calla, las escalas seleccionan unas notas y evitan otras entre todos los sonidos posibles, y sobre todo ese eslabón que ata la música al cuerpo y a sus tiempos: el ritmo, la cadencia, que no es más que una prestidigitación que hace aparecer, en medio del sonido, brotes de ese silencio que no existe. La música no es lo contrario del silencio, sino lo contrario del ruido.
Pintura
Claro que la pintura prescinde de palabras, pero es un mutismo sólo aparente. Los pintores podrían dividirse en dos grandes categorías: los que pintan algo que invita u obliga a hablar por ellos, y aquellos que por el contrario dijeron alguna vez -y si no lo dijeron podrían haberlo dicho- que todo lo necesario ya lo habían dicho con sus colores o sus líneas. Confieso que, por mucho que aprecie a tantos de los primeros, prefiero los segundos. Hay muchas pinturas hechas para exponer discursos: casi toda la pintura renacentista se elaboraba sobre un boceto verbal: cada figura significa algo, como cada gesto que hace, como cada objeto que lleva en las manos o sobre la cabeza. No son cuerpos desnudos en un bosque o flotando en el aire, es un silogismo sobre el alma, la fe o la virtud. Unos siglos después las personas siguen admirando los cuadros a pesar de que han olvidado esas peroratas, o más bien porque las han olvidado. Algo semejante, pero al contrario, ha acabado sucediendo con buena parte de las artes plásticas de cien años acá; el público no especializado se queja de que no la entiende, y no es culpa suya. Porque es arte visible, pero no hecho para mirar, sino para que se hable de él. Habrá que ver qué ocurre con él en un día lejano cuando la cháchara de los críticos aburra no sólo al público corriente sino también a los propios críticos. Me gusta esa pintura de la que resulta difícil hablar.
Literatura
El inconveniente de la literatura está en no tener cómo callarse.
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Me dejó usted sin palabras, Sr Calavia... (eso suele contentar mucho a cuántos me rodéan)---> no es mentira. Pero también me dejó con la mente llena de colores... y de silencios.
ResponderEliminarDe paz.