Ishi, el último representante vivo del pueblo Yahi, concluyó sus dias en el Museo de Antropología de la Universidad de Califórnia, como colaborador de Alfred Kroeber y como testimonio de un ocaso. Como tantos otros últimos –el Último Mohicano, la Última Ona- que nos recuerdan que el fin del mundo (de un mundo, de una memória, de una lengua) ya llegó hace tiempo para otros.

Sometida a controversias, la desaparición pierde sus contornos. Los xetá, por ejemplo, pasaron en pocos años de la calidad de Primeros a la de Últimos. En las selvas del oeste del Paraná –ahora tan desaparecidas como ellos– se habían ocultado durante décadas de los blancos que extendían allí sus cafetales hasta que, a mediados de los años cincuenta, uno de sus grupos decidió aproximarse a una hacienda. Así descubiertos, causaron sensación entre indigenistas, etnólogos y cineastas, sorprendidos por la supervivencia de un pueblo de cazadores desnudos a orillas de la civilización. Pasaron los meses, y los vecinos blancos –labradores, funcionarios, camioneros de paso– les fueron alienando a sus hijos, movidos por lo que no eran, probablemente, sus peores sentimientos: qué mejor se podía hacer por los retoños de un pueblo condenado a la desaparición, que así podrían continuar viviendo al menos como criados de casas y haciendas. Por este expediente discreto y anticlimático, sin alarde bélico, los xetá habían desaparecido pocos años después. En los años noventa, la etnóloga e indigenista Carmen Lucia da Silva se dio al trabajo de inventariar aquel expolio y de buscar a los hijos de los xetá, que nunca más se habían visto entre sí: pudo encontrar a ocho. Reunidos en la ciudad, intercambiaron recuerdos y se atrevieron a probar una lengua vernácula nunca más oída. Alguien habló de la posibilidad de hacer resurgir aquel pueblo extinto.
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