viernes, 18 de junio de 2010

Manos sucias

Asistí hace muchos años a una representación de Las Manos Sucias, de Sartre. No recuerdo la trama pero sí, creo, el mensaje: la piedra de toque de un intelectual comprometido no es la fidelidad a sus principios o a sus convicciones, sino su capacidad de tomar partido, de ensuciarse las manos, de mojarse sin mirar en qué tipo de aguas se moja. No sé hasta cuándo o hasta dónde Sartre se hizo caso a sí mismo, no sé si fue él quien inventó la máxima o ya se la encontró hecha. Sé que las manos sucias se tornaron un imperativo para los intelectuales. Probablemente no tenia el mismo atractivo para otras categorías profesionales, que se ensucian las manos profanamente; para los intelectuales tiene un sabor atractivo, porque ni libros ni ideas ensucian mucho y la suciedad tiene algo inequívocamente vital. Para los intelectuales de izquierdas, digo; porque la derecha parece estar convencida de que mantiene las manos limpias haga lo que haga. Quizás es mejor evitar esos términos un poco en desuso, izquierda y derecha, y dividir el mundo entre los que sienten el deber de la suciedad y los que disfrutan del don de la limpieza innata.
No hace mucho volví a oír un encomio de las manos sucias: los intelectuales deben evitar esa relativa asepsia de su profesión y meter las manos en la masa, se supone que en la masa de cemento y arena que sirve para construir alguna cosa. A esa alegoría se le puede encontrar un defecto, y es que en general se queda en alegoría: los intelectuales que se ensucian las manos en general no se las ensucian empíricamente, no suelen ser duchos en artes agrarias, ni en albañilería, y si alguna vez matan a alguien, lo que viene a ser muy raro, es más fácil que sea de un tiro, que no deja en las manos más que algún rastro de pólvora, y no a cuchilladas. De modo que el ensuciarse las manos suele reducirse a tramitar burocracias, articular alianzas dudosas, expeler informes, panfletos, denuncias o consignas y en suma dar la bendición para que otros se las ensucien, sea con la suciedad benigna de la argamasa, sea con suciedades más bíblicas. Por algún motivo no demasiado claro, todas esas actividades son dotadas, por la máxima de las manos sucias, de una calidad ética superior a la de esas actividades que se entienden propias de los intelectuales: estudiar, pensar, investigar, etc. Se supone que esas ultimas son diversiones inocuas dentro de una torre de marfil, y se supone también –una suposición que debería revisarse- que las torres de marfil están más fuera del mundo que los despachos de un ministerio o un partido. Quizás la ética de las manos sucias triunfe en el mundo universitario por la simple razón de que en las facultades caben más despachos que torres de marfil, de que la mayor parte de los intelectuales son más aptos para tramitar burocracias, tejer alianzas y expeler consignas que para investigar o pensar, de modo que la ética de las manos sucias es el mejor modo de que el mundo reconozca sus méritos, y los financie para que lluevan por el mundo.
Lo peor que se puede decir de la máxima de las manos sucias es que es una propaganda inútil: de Sartre acá me parece que el número de los comprometidos (intelectuales o no) dispuestos a ensuciarse con cualquier sustancia supera mil a uno al de los dispuestos a ser fieles a sus principios, o simplemente a sus manías. No parece ni siquiera que eso cueste tanto: los manos sucias prefieren hablar de sus mártires a hablar de sus recompensas, que pueden llegar a ser grandes. Y para mártires, mas que de las manos sucias los ha habido de los principios, y mas aún de su raza o su mala suerte.

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