sábado, 6 de septiembre de 2014
Lafargue el perezoso
Érase una vez, en un tiempo en que a los socialistas les costaba que los distinguiesen de los anarquistas (y no, como ahora, de los populares) un joven antillano, nacido en Santiago de Cuba de padres más o menos franceses emigrados de Santo Domingo, llamado Paul Lafargue. Un hombre notable en muchos aspectos que pasó a la historia por casarse con una de las hijas de Carlos Marx (la correspondencia de su futuro suegro, ejerciendo como tal, es un documento precioso acerca de las ideas de un revolucionario sobre la vida privada), por haber sido el primer impulsor del socialismo en España, y por haber escrito uno de los panfletos otrora más divulgados de la literatura socialista: El derecho a la pereza, de 1883. Es un texto breve, ameno, lleno de esas citas cultísimas que supuestamente deberían ser raras en un panfleto, y a ratos muy gamberro. Desarrolla una tesis importante: hay una extraña maldición que recorre el mundo, que hace que una tecnología cada vez más poderosa no reduzca la exigencia de trabajo humano y, por el contrario, la aumente; una depravada alianza entre superproducción, fatiga y miseria.
El derecho a la pereza se escribió, entre otras cosas, como un alegato en pro de la reducción de la jornada laboral: tengamos en cuenta que a finales del siglo XIX esa jornada llegaba a alcanzar una duración extenuante. O sea, como ahora. Al texto de Lafargue no le falta mucho para ser rabiosamente actual: para actualizarlo del todo, más que corregirlo habría que aumentarlo. Y con ese aumento El derecho a la pereza, que con el tiempo ha llegado a parecer poco más que una curiosidad, un detalle pintoresco en la historia del socialismo, es en realidad uno de sus textos fundamentales, quizás el más contundente. Porque siglo y pico más tarde los humanos, dotados de una tecnología muchísimo más poderosa y trabajando como una plaga de hormigas, han logrado llevar su planeta al borde del colapso: al borde del agotamiento de la energía, de las materias primas, del agua, del aire y del espacio y al borde de un ictus climático. Claro está que todo eso puede no ser más que catastrofismo infantil. Eso dicen los optimistas que auguran que la humanidad encontrará modos de sustituir, de paliar y remediar, y que conseguiremos seguir adelante indefinidamente, sosteniblemente sumergidos en atascos extendiéndose a lo largo y en montañas de basura -de todos los tipos de basura, algunos inéditos- extendiéndose a lo alto.
Esto no impresionará a quienes opinen que necesitamos, en conjunto, mucho más de todo: más alimentos, más coches, más carreteras, más casas, más expectativa de vida. Para eventuales descontentos, que entiendan que eso es un proceso inflacionario donde los bienes crecientes tienen un valor menguante, hay un poderoso argumento disuasivo: si la máquina para, si apenas disminuye ligeramente su marcha, eso condena a muchos, a la larga a casi todos, al paro y la miseria. O sea, como podría haber dicho ahora el propio Lafargue, es necesario trabajar cada vez más para pode tener trabajo. El progreso de la humanidad se parece mucho a una ratonera.
Los socialistas de hoy no parecen sacar mucho partido de esa evidencia: el capitalismo ganó en todos los frentes la batalla de multiplicar la riqueza, pero eso sólo demuestra que multiplicar la riqueza era, al final, mucho más fácil, y mucho menos necesario, que saber distribuirla, o simplemente usarla.
Ecología aparte, al panfleto de Lafargue se le podrían aumentar otras cosas: la tendencia a fabricar objetos de pésima calidad que exigiesen sustitución en seguida era entonces un truco y ahora es un principio de la ingeniería de producción, junto con eso que podríamos llamar innovación-basura y que consiste en idear continuamente mejoras nimias, cuyo único objetivo serio es tornar obsoleto el producto (cualquier tipo de producto) anterior. Lafargue hablaba del incremento meteórico de la población improductiva, y se refería sobre todo a los ejércitos de criados de la burguesía. Ahora los cuartos de criadas pueden estar vaciándose, pero los sustituyen ejércitos mucho más numerosos de esos especialistas que el sistema produce para resolvernos los problemas que el sistema crea, de operadores de telemarketing a agentes de seguridad del mundo real o virtual, a -esos son los peores y los mejor pagados- expertos en organización del trabajo o planificación del crecimiento. Prestadores de anti-servicios. Hace unos años, el libro de Lafargue era comentado como una especie de anticipación profética de la civilización del ocio implantada unas décadas después. Qué tergiversación más desvergonzada. Esa “civilización del ocio” se divide en dos ramas desiguales: las de los que consumen en abundancia un ocio convertido en producto y la de los que deben invertir, descansando lo justo para seguir trabajando, un ocio convertido en medio de producción.
Lafargue hablaba del colonialismo empeñado en obligar a los nativos de esta o aquella isla a que se pusiesen una ropa que se resistían a usar y sobre todo no querían tener que pagar, para dar salida a la producción textil de la metrópolis; o a alcoholizarse para dar fuelle a sus destilerías. Siglo y pico después eso se llama globalización, y por mucho que haya cambiado es difícil saber lo que es si no se recuerda cómo fue: la seducción por el mercado fue en buena medida impuesta a estacazos y auxiliada por e reparto de droga. Buena parte de la gracia de Lafargue está en sus coqueteos con lo exótico. Los grandes teóricos del socialismo, incluido su suegro y su benefactor Engels, reivindicaban al primitivo, pero a un primitivo transfigurado por la historia; así, el futuro de la humanidad estaba en un comunismo que reeditaría el comunismo de los primitivos pero dotado de nuevas armas, sobre todo de un control físico e intelectual de la naturaleza. Lafargue, por el contrario, apunta hacia los “primitivos” contemporáneos: los habitantes de islas y selvas y desiertos distantes que parecen no necesitar ni tanta mercancía ni tanto trabajo, de los que indica "la belleza física y el altivo talante" cuando no han sido contaminados aún "pioe el aliento pestífero de la civilización". ¿Nobles salvajes? Por aquellos tiempos, señores como Spencer se inventaban el primitivo miserable, ese ser de vida corta, sucia y brutal que penaba para arrancar un bocado de una naturaleza hostil. Ese personaje es interesante, sería curioso saber de dónde salió, si en tres siglos de expansión ultramarina nadie lo había encontrado en ninguna parte: los salvajes y los primitivos, de Colón en adelante, o tenían de todo lo que podían querer o bien se bastaban con casi nada. Los europeos fueron a encontrar por fin al primitivo miserable y pedigüeño en las reservas o las leproserías en que los habían recluido con la esperanza de que por fin se redimiesen por el trabajo. Antes de eso, como Sahlins mostró en un famoso estudio sobre la “economía de la edad de la piedra” los primitivos no necesitaban redimirse y trabajaban, más bien poco, para vivir. Un objetivo posible porque, como proclama el texto de Lafargue, esos pueblos sí saben vivir, ¿y quién ha dicho que saber vivir sea tan fácil?. Para que no queden dudas sobre su incredulidad hacia el progreso, Lafargue, ateo como pocos, se refiere no sólo a los pueblos víctimas de las garras coloniales, esos buenos salvajes, sino también a los habitantes de esos países atrasados donde se valoraba la siesta y la fiesta y donde esa religión oscurantista, el catolicismo, multiplicaba procesiones y días de guardar. La burguesía ilustrada se ha esforzado en librar al pueblo del yugo de la infame superstición para que tenga más tiempo de trabajar en sus fábricas. Tambiém, hay que reconocerlo, de comprar en sus tiendas.
Hoy está también mucho más claro que entonces que la pereza de la que habla Lafargue debe ser matizada. Lafargue, que ante los recelos de su futuro suegro solía alegar, como citando a Martí antes de Martí, que él era un hombre sincero de donde crece la palma, y justificaba sus confianzas que se tomaba con Laura Marx por el temperamento caliente que le venía de nacimiento -um créole, un mulato- escribió El derecho a la pereza abogando en causa propia. Y, véase bien, Lafargue, atendiendo a todo lo que hizo, deshizo, tradujo y escribió en vida, parece más un hiperactivo que un holgazán. Pero su suegro le achacaba un carácter perezoso, “atravesado por estallidos de furiosa actividad”. Y bien, ahí parece estar el punto. Allá en los bohíos escondidos de la selva, donde no ha llegado aún la suficiente civilización, los selváticos pierden horas sin cuento haciendo nada o casi nada, conversando, paseando o tendidos en una hamaca, y beben durante días seguidos hasta caer y levantarse de nuevo y caer otra vez sin preocuparse ni siquiera de comer. Hasta el más vago de los occidentales los mira abismado ante tanta molicie. Después, el salvaje se levanta de la hamaca, sube con las manos desnudas a un árbol a coger un panal de miel, recorre la selva horas y más horas tras una pieza de caza, pasa semanas abriendo un claro para su huerto cortando árboles gigantescos, en condiciones que harían llorar a un estajanovista, o se sostiene para lanzar su red sobre una canoa que se bambolea, y a juzgar por las señales externas lo hace y le gusta. No tengo que explicar lo que hace a su vez el civilizado, que, si quiere llegar al ideal, tiene que ser un superhombre en el trabajo que hace para su empresa, quizás un atleta en el ocio que compra de otra y un inválido en todo lo que debe hacer por si y para si mismo; es difícil, pero al menos suele conseguir lo último. El país se iría a pique si no se deslomase para pagarse sus necesidades y aún más a pique si no necesitase comprarlas. En realidad, la civilización del trabajo no ha erradicado la pereza, sólo la ha puesto, también a ella, al servicio de la producción. Si no fuese por ese tipo de pereza, no habría modo de que la gente trabajase tanto.
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