sábado, 29 de marzo de 2014

La burocracia según los clásicos


Según Kafka

Un hombre llega ante la puerta de la Ley. Es la única puerta abierta en una gran muralla, y un guardián magnífico le impide el paso. No tiene permiso para entrar, le dice. Quizás alguna vez llegue ese permiso, no se sabe, y no se sabe cuándo si es que llega. Le advierte también que no intente pasar sin permiso: esa no es más que la primera puerta, adentro hay otra, y otra y otra más, y los guardianes que las custodian son cada vez más formidables.
El hombre se sienta y espera. Espera durante años, y el permiso para entrar nunca llega. Implora, intenta incluso el soborno, pero sin resultados:
- Lo acepto para que sientas que lo has intentado todo.
El hombre ya está viejo y débil, delira. Poco antes de su último suspiro le pide al guardián que le responda una última pregunta.
- Pues y cómo no.
- Siendo la Ley algo tan importante, que todos los hombres desean, ¿cómo puede ser que en todos los años que llevo aquí nadie más se haya presentado en esta puerta?
- Ay ay ay... oh, pobre ignorante; esta puerta fue hecha sólo para ti, nadie más la habría podido buscar o encontrar. Ahora voy a cerrarla.




Según Cervantes

Un hombre maduro llega ante la Ley: encuentra una muralla de piedra altísima, y plantado en medio de la única puerta un guardián formidable, con un turbante y un temible alfanje. Durante los años que siguen, hace de todo por atravesar la puerta: exhorta al cancerbero a que se aparte, argumenta con él sobre la inutilidad de estarse allí eternamente cerrando el paso que según el buen sentido debería ser libre, le implora educadamente apelando a su presumible condición de caballero; sin fruto. En vista de tan obtusa arrogancia, arremete contra él, pero el guardián ni siquiera se digna a usar el alfanje: se aparta ágilmente y el hombre se da una gran calabazada contra la muralla. Eso ocurre una y otra vez. El hombre, cansado y envejecido, llega a ofrecerle el poco dinero que le queda para sobornarlo, todo en vano. Finalmente, ya a las puertas de la muerte, se le aclara la visión perturbada y se da cuenta de que todo ha sido un engaño. No hay muro ni puerta, sólo un vidrio con una ventanilla, y el guardián no es más que un sujetillo pequeño y casposo que le dice:
- Mire, por favor, no me haga perder el tiempo que hay gente detrás de usted esperando; vaya a buscar su comprobante de residencia y vuelva usted mañana.

Según Lewis Carroll

Un hombre llega ante la Ley y se encuentra con una muralla ciclópea con una única puerta: el guardián le dice que no intente nada, que detrás de esa hay muchas otras puertas y en cada una de ellas un guardián cada vez más formidable. Mientras gesticula explicando el tamaño del segundo guardián, el hombre da un salto y se cuela. Al otro lado de la puerta las cosas son diferentes. El primer guardián, lo ve ahora, no es más que un hámster que muerde obcecadamente los barrotes de la verja de entrada. La siguiente puerta está hecha de chocolatinas; como tiene hambre, se come un pedazo suficiente para pasar, el guardián es efectivamente gigantesco pero no hace más que roncar. Las murallas siguientes son de Lego; las pasa sin complicaciones. Allá dentro todo es lindo: bosques, praderas y vergeles tan perfectos que parecen de plástico. Como el chocolate le ha dado sed, se agacha a beber agua de un arroyo, pero aquella agua ni siquiera parece líquida, sabe a telaraña y le raspa la lengua. Mientras escupe aquella porquería, oye una risa estridente, levanta los ojos y ve cerca de él y a tres metros de altura una carcajada flotante, nada más que boca, lengua y dientes pero todo muy sonoro, que le dice:
- Cuidado, amigo, estás en la Ley: eso es agua, pero agua legal, tiene características jurídicas pero no físicas.
- ¿Como dice?
- Que legalmente es agua. O sea, es agua para todos los efectos de derecho: pero puede saber a cualquier cosa. Casi nunca a agua, porque sería idiota hacer leyes para que las cosas sean lo que ya son, ¿no te parece?
- Bien, visto así... ¿y usted qué es?
- Yo soy un caso omiso, la ley no dice nada de mi pero yo puedo decir de ella lo que me de la gana.
El hombre piensa que es una tontería seguir conversando con un caso omiso, y sigue adelante. El camino es arduo, porque los árboles legales no dan sombra, o a lo mejor si, el sol legal no alumbra aunque a veces sí, y los letreros indican el camino correcto pero no siempre. Después de muchos esfuerzos llega a la Corte; allí no hay seres de carne y hueso, sólo papeles que andan por la calle, a pie o metidos en sobres. Son de categorías muy diferentes que casi no se hablan entre sí: los Títulos viven en mansiones del barrio noble; los Diplomas, todos ellos con familias numerosas de Informes, Pareceres y Proyectos, en los pisos del Ensanche; los Balances y las Facturas proliferan en la zona comercial, los Carnés y los Promedios en barriadas feas del extrarradio y las Sentencias Firmes en la cárcel, custodiadas por los Memorandos. En el palacio vive la Reina, que es una impresora Laser de muy mal genio: cuando se enfurece comienza a imprimir sin tasa hasta que de repente un papel se le atraganta, entonces fallece y los Grandes Papeles del Reino la llevan a hombros gritando, “La Reina ha muerto, ¡Viva la Reina!” y ponen otra en su lugar. Todo el mundo es muy atento con él y le saluda:
- Estimado Cliente...
- A quien de derecho...
- Por la presente...
Pero no consigue que le digan nada específico sobre lo que busca; cuando se empeña el papel se planta y le dice:
- Y usted quién es?
- ¿Yo? Yo soy el protagonista de este cuento.
- ¿Y cómo me comprueba eso?
Y el hombre se da cuenta de que el autor no le ha dado ningún papel que le acredite. Se va quedando débil porque se harta de certificados de origen exquisitos y registros de trazabilidad muy sanos, pero parece como que no alimentan; al fin, cuando está a punto de expirar, viene a su cabecera el hámster y le susurra al oído: “¿No te lo había dicho? ¿No te lo había dicho?

Según algún gilipollas

Un hombre, después de un largo camino, llega ante la puerta de la Ley. Se encuentra una divisoria y una mesa con un ordenador, y en ella un becario sonriente que le dice:
- Bien venido a la Ley. Esta es una puerta personalizada, preparada exclusivamente para usted y a medida de sus necesidades, ¿en qué puedo ayudarle?
- Bien, yo quería entrar.
- De qué asunto desea tratar?
- Bien, no lo sé exactamente, ¿no podría entrar y ver?
- Visitas guiadas martes y jueves, solo en grupos de mínimo ocho; reservas anticipadas en nuestra página web.
- Entonces me gustaría... actualizar mi partida de nacimiento.
- Muy bien, marque aquí su login y su seña.
- ¿Pero esta puerta no es sólo para mi?
- Precisamente por eso, tenemos que proteger sus datos, hay que garantizar que usted sea usted.
- Pero no tengo nada de eso.
- Entonces vaya a que le hagan una identidad electrónica.
- ¿A dónde?
- No me líe, yo soy sólo un becario. Espere a que llegue el supervisor.
El hombre, con permiso del becario, se sienta en un banco y espera; espera tanto que se duerme. Al despertar se encuentra con una chica que le sonríe y le dice:
- Bien venido a la Ley. Esta es una puerta personalizada, preparada exclusivamente para usted y a medida de sus necesidades, ¿en qué puedo ayudarle?
- ¿Es usted la supervisora?
- No, soy la nueva becaria.
- ¿Dónde está el antiguo becario?
- No me líe. Espere a que llegue el supervisor y le pregunta.
Eso ocurre una y otra vez. Años después el hombre ya está muy viejo y se va muriendo. El becario de turno (ha conocido miles como él o ella, pasaban los tiempos y las modas de la ropa o el pelo, pero el/la becario/a siempre tenía la misma edad y decía lo mismo) se acerca y le dice:
- Señor, señor; perdone pero no se puede morir aquí.
- Pero ¿esta puerta no fue preparada para mí? ¿No la va a cerrar usted ahora?
- No se de qué me habla. Aqui no hay ninguna puerta, llevo aquí años y nunca he visto ninguna.
Y se va a almorzar.

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