domingo, 28 de abril de 2013

El mundo según las gafas google


Una de las disculpas más socorridas para ver telebasura es ese prurito por ver hasta dónde es capaz de llegar la estupidez, o la malignidad barata. Yo uso una disculpa de ese tipo para ver programas de información tecnológica.
Tienen morbo. Están redactados, y recitados, con un punto de énfasis profético y un punto de picor sexual. Porque pocas veces tratan de tecnología para técnicos: se dedican en sus cuatro quintos a una innovación tecnológica de consumo masivo inmediato o casi inmediato, y no se diferencian mucho de una publicidad gratuita. Piénsese, por ejemplo, en las gafas google: aún no han salido a la venta, pero los comentaristas ya no saben cómo pueden seguir viviendo sin ellas. Después paran un momento para reflexionar, y dicen: estamos viviendo un momento histórico.


Para ser sincero, creo que el momento histórico es el de la innovación-basura, o sea redundante e inútil, a no ser para la acumulación de renta en bolsones de renta ya fabulosos. “Inútil” es aquí un eufemismo por “nociva”, porque como sabemos la obesidad es mala para la salud, y lo que se nos ofrece es básicamente grasa: por ejemplo, la capacidad de tener en la palma de la mano -o a un lado del ojo- trillones de terabytes, o dicho de otro modo, multiplicar hasta la exasperación esa parte de nuestra infoteca virtual que nunca llegaremos a ver, leer, o escuchar.
La innovación atiende a una demanda genérica de innovación, quizás un poco histérica, pero no a demandas concretas, porque el público está muy lejos de poder usar más que una parte mínima de las posibilidades de máquinas ya obsoletas; y no conseguirá aprovechar las de las nuevas porque la innovación no le dará tiempo. En realidad, los creadores tecnológicos esperan que el público le encuentre la utilidad a sus aparatos, después -y no antes- de que se hayan tornado imprescindibles.

Claro que todo eso eso que digo es cosa de un nativo del XX, y la respuesta ya está lista: lo mismo se dijo de los trenes en el siglo XIX y quizás de las hachas de piedra al inicio del paleolítico. Con ese espíritu seguiríamos partiendo nueces con los dientes.
No deberíamos asentir a ese tipo de argumento. Porque, en efecto, la tecnología avanza proliferando, como la Madre Naturaleza; pero como ella misma necesita selección. A la Madre Naturaleza se le ocurre, por ejemplo, darnos un hijo con dos cabezas o sin extremidades, y nosotros tendemos a pensar que mejor no. La doctrina católica oficial se opone a esa actitud negativa: no está en nuestra mano seleccionar, hay que aceptar lo que viene dado, esforzarse en hacerlo viable y adaptarse a ello, antes o después descubriremos cómo ha enriquecido nuestra vida. El progresismo tecnológico es el catolicismo oficial de última generación: nos enseña que seleccionar no es tarea que nos corresponda, y que si nuestra vida es incompatible con una innovación es nuestra vida la que debe ser corregida. Nos convoca a amar, no exactamente a usar.
De hecho, la mayor parte de los ciudadanos ve el progreso tecnológico como un milagro y lo vive como un incordio. Promete un futuro de prosperidad general pero por lo pronto les deja sin trabajo; crea terapias revolucionarias contra enfermedades letales, pero con ello encarece el sistema sanitario hasta hacerlo inviable; la comunicación y la información alcanzan las proporciones de una plaga de moscas que obliga a andar tapándose los ojos y la boca.
Los programas de los que hablaba al principio suelen incluir un lema que reza más o menos así: “para que estés al tanto de cómo las novedades tecnológicas van a afectar tu vida”. Sería un buen lema si no se cumpliese con poca sinceridad, o, lo que es bastante peor, con poca imaginación, porque no hace falta mucha para suponer lo que será un mundo poblado de gafosos-google.


Como en el siglo XXI es muy difícil ver en la calle animales de tiro, nadie parece haber reparado en que la pantalla de las gafas google se sitúa a un lado de la vista, y por lo tanto no se trata exactamente de gafas sino de anteojeras, eso que se le ponía a las acémilas para que tirasen del carro en línea recta sin desviarse. Claro que las viejas anteojeras de cuero lo conseguían haciendo que los mulos viesen sólo lo que tenían delante, y las anteojeras google servirán para que podamos ver todo menos eso.

2 comentarios:

  1. A veces me siento estúpido por no saber aprovechar esa inmensidad de posibilidades que me ofrecen los nuevos aparatos tecnológicos. Ahora no se necesita estudiar un libraco para conocer sus posibilidades, son "intuitivos". Te dan acceso a un conocimiento infinito y no hablemos de la conectividad que ofrecen. El problema es que cada vez duran menos, para cuando empiezo a pillarles el tranquillo se han quedado obsoletos y hay que empezar a descubrir el nuevo.
    Debería volver a probar con el primero que tuve, con APP's incribles para facilitar la vida diaria e interactuar con los demás y casi eterno en comparación de los nuevos -aún tiene intacta más de la mitad de su carga-. Lo malo es que ya está demodé y es complicado conectar con otros porque casi nadie lo usa. Tiene un horroroso look de casquería y su nombre "cerebro" no aporta nada a un buen branding.

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  2. Dick, clásico por antonomasia de la ScFi norteamericana, imaginó en los 60 y 70s mundos exhaustos por la proliferación tecnológica, como en esa novela que inspiró Blade Runner y en la que el Kippel, metáfora de la entropía, se acumula por todas partes.
    Me gusta la metáfora de las anteojeras para animales de tiro, un párrafo final que parece razonar a través de las imágenes. Razón literaria que sabe desplegar contrastes y paradojas apoyándose a través de un par de imágenes simples y kafkianamente complementarias.

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