miércoles, 1 de mayo de 2013
Los colores del ángel
De vez en cuando (ocurrió en El País hace unos días), alguien se acuerda de Melchor Rodríguez, el anarquista nacido en Triana que, durante la guerra civil, salvó la vida de algunos millares de adversarios (falangistas, hijas de María, militares, curas, monjas, dueños de sombrererías, queridas de banqueros, votantes de la CEDA) presos en las cárceles republicanas o en peligro de serlo. No llegan a dedicársele calles, institutos o grandes homenajes: a fin de cuentas, era sólo un chapista, un ex-novillero, un Rodríguez, un militante anarquista que casi pasó más tiempo en la cárcel que en su casa. No falta quien, sin otras referencias, lo vaya a comparar a Oskar Schindler, pero es una mala comparación. Melchor Rodríguez hizo lo que hizo en ejercicio de su cargo (paradójico hasta el chiste) de director general de prisiones de la República, y cumpliendo la legalidad republicana. Aunque para ello, en las circunstancias dadas, se necesitase mucho esfuerzo, coraje físico y también ese tipo raro de coraje moral que consiste en contradecir a los de la propia grey sin salirse de ella. Lo demostró en su momento más famoso: los bombardeos franquistas exasperaron a la población de Madrid, que acudió en masa a la cárcel de Alcalá a tomarse el desquite en los mil quinientos presos que allí estaban, incluyendo cuatro o cinco futuros figurones del régimen franquista. Melchor Rodríguez, casi solo, se plantó ante la puerta de la cárcel y durante horas arengó a la multitud con su verbo florido hasta disuadirla. Bajo su administración -sostenida por un ministro de Justicia también anarquista, García Oliver- cesaron las ejecuciones extrajudiciales, y se controlaron en parte los aparatos paralelos de justicia de sindicatos y partidos.
Todo eso es muy conmovedor, tanto que al final deja un regusto ambiguo. El magnánimo Melchor Rodriguez podía ser simplemente un traidor. Fue lo que indicaron algunas voces -sobre todo del Partido Comunista- cuando al final de la guerra pudo seguir viviendo en Madrid, después de haberse librado del fusilamiento por el testimonio favorable de algunos jerarcas, y después de cumplir una pena de cárcel relativamente breve. Pero es una acusación exangüe. Melchor Rodríguez habría sido un traidor muy torpe para, a cambio de tanta traición, sobrevivir en un piso compartido vendiendo seguros y volviendo a la cárcel de vez en cuando por persistir en sus ideas. Y para, al fin, ser enterrado en 1972, aún en pleno franquismo, con una bandera anarquista sobre el ataúd y al son de “A las barricadas”. Poca recompensa. Mejores prebendas habría conseguido con sólo salir de España poco antes del fin de la guerra, como hicieron los que le acusaron de traición.
Aunque si no fue un traidor explícito, Melchor Rodríguez podría haber sido un iluso, un tonto útil. ¿No había nada mejor en que gastar el esfuerzo y el coraje que preservar vidas y saludes de enemigos, algunos de los cuales ejercieron después el poder absoluto sin ascos? De hecho, los descendientes políticos de todos ellos siguen con tanta vida y tanta salud que aún puede haber motivos para lamentarlo. Esa acusación ya no es exangüe, pero es inepta. Porque no entraba en los planes de la República exterminar a sus oponentes, y es dudoso que hacerlo le hubiese ayudado a ganar la guerra. En cuanto a la media docena de cuadros del franquismo que Rodríguez preservó, sería bobo suponer que el franquismo no los habría sacado mejores (o peores) de otro lugar. Puestos a ayudar a Franco, probablemente se le ayudó mucho más eliminando a algunas figuras de su bando que le podían hacer sombra.
Pero aún así, descartando errores tácticos o traiciones intencionales, puede persistir un gusto amargo de traición involuntaria y profunda, porque cuando el abismo entre los míos y los otros es tan marcado que sigue explicando muchas cosas casi ochenta años después, ¿qué sentido tiene tanta dedicación a los otros, a esos mismos que masacrarán a los míos cuando puedan? ¿Por qué correr el riesgo de ganarse la benevolencia de los otros, o incluso su amistad? Rodríguez fue a la cárcel cuando muchos de los suyos iban al paredón, y en algunas tragedias eso suena muy mal. Un conciliador, un flojo.
Pero el tipo de anarquismo que Melchor Rodríguez profesaba era algo muy lejano de otras ideologías vecinas, democráticas o socialistas; menos político, menos sociológico. No creía que los opresores fuesen un grupo, un conjunto de familias o una raza especial, sino elementos de un sistema; opresores eran para él los que están en situación de oprimir, y un sistema que faculte la opresión los continuará generando eternamente. Por debajo de su moralismo humanista, el anarquismo de Rodríguez era sistémico: “eres un fascista, no te mato porque estoy contra tus ideas”. Los enemigos de Rodríguez no eran los fascistas en particular, sino los verdugos en general. A corto plazo, la historia ha mostrado muchas veces que ese modo de ver es ingenuo; a largo plazo, le ha dado la razón hasta el hartazgo.
Así que, ochenta años después, a Melchor Rodríguez no se le recuerda mucho porque sigue estando muy por encima, moral e intelectualmente, de sus adversarios, de sus compañeros y de los herederos de todos.
De sus adversarios, claro, porque como sabemos no hubo en el bando franquista ningún Melchor que hiciese lo mismo que él con adversarios desconocidos; muchos no fueron capaces de hacerlo ni siquiera con adversarios que eran también amigos o familiares. Y si lo hubo, los suyos no lo han considerado digno de recuerdo. Y si lo hubiera habido, tendría que haberlo hecho a escondidas, y no en el ejercicio de su cargo; en aquel lado la masacre era esencial, la jaleaba a gritos por la radio una de las cabezas del Alzamiento.
Por encima de los suyos también, y de los herederos de los suyos, porque su caso es la mejor demostración de la superioridad ética del bando republicano, pero es una demostración que hace ver las manchas. A eso, se ha preferido la opción más frágil pero mucho más fácil de fingir un pasado ejemplar, una República risueña en mala hora asesinada por enemigos guiñolescos. Es lo que aburre en casi toda la narrativa contemporánea (palabra o imagen) sobre la guerra civil. Más frágil porque al final es tímida: como aquél que está tan poco firme en sus convicciones que necesita creer que son impecables. Es lo que aburre en España en general: no sólo es imposible asumir la memoria histórica, ni siquiera se aspira a asumirla si no es por partes y por turnos.
Y eso lleva a que la superioridad de Melchor Rodríguez no es sólo ética sino sobre todo, y a pesar de las apariencias (“no era un hombre de este mundo”, dijo de él Carrillo; “Ángel rojo” le llamaron los franquistas) muy realista. Porque para los herederos de los derrotados de 1939, derrotados de nuevo ahora mismo, no revisar su propio pasado es una prueba de lealtad; a ese pasado, y a la división en bandos con la que se perdió aquella guerra. Melchor Rodríguez era uno de esos ingenuos que pensaba ganar batallas encontrando hermanos por todas partes. Sus compañeros pragmáticos han entendido siempre que es mucho más posible ganarlas garantizando que el enemigo no pierda ni uno sólo de sus apoyos. La sectaria derecha española suele acusar a la izquierda de sectarismo, con la secreta seguridad de que así la convencerá de agarrarse a él. Lo que aburre en España es ese modo en que la hostilidad entre unos y otros perpetúa el saqueo de muy pocos contra casi todos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Oportuno e revigorante - uma vez que tocar em frente soa cada vez mais impossível. Um anarquismo sistêmico, inspirador. Abr, Kaio.
ResponderEliminar