lunes, 12 de noviembre de 2012

Los ángeles de Pinker


Hace ya tiempos que los antropólogos no se atreven a escribir tratados sobre la evolución de la humanidad desde el cuaternario hasta el siglo XXIII; les parece que eso sería fabular. Pierden la oportunidad de vender millones de ejemplares, porque sigue habiendo una gran demanda de grandes fábulas. La atienden multi-especialistas como Konrad Lorenz, Desmond Morris, Richard Dawkins o, más recientemente, Steven Pinker, a quien Babelia dedica un amplio espacio esta semana. A diferencia de los anteriores, que se hicieron famosos por sus descripciones crudas de los seres humanos -primates ebrios de inquina o militantes de sus genes- Pinker asegura que llevamos ángeles dentro y que esos ángeles se van manifestando en la progresiva desaparición de la violencia. Quizás nunca se esfume de nuestra vida, la violencia digo, pero va siendo reducida a la mínima expresión.

No sé bien cómo se puede llegar a esas conclusiones, ni tampoco a las contrarias. Sería posible si la violencia estuviese hecha de golpes secos, de esos que duelen pero no hacen alarde ni ruido. Pero no, la violencia es el paraíso de la propaganda, del alarde y del ruido, y por el otro lado también el del disimulo y la ocultación. De modo que se la ve muy grande allí donde se quiere intimidar, asustar, dar ejemplo y escarmentar, y qse la ve pequeña donde los buenos sentimientos o la hipocresía proliferan: como suele pasar con las dos caras de una moneda, esas dos cosas suelen andar muy cerca de la otra.



La violencia se deja ver mucho en el pasado. Un horror, el pasado: se pasaba el tiempo quemando herejes y brujas, cortando la lengua a blasfemos, apilando cabezas de enemigos, empalando prisioneros y azotando niños; llega a asombrar que quedasen fuerzas para hacer alguna cosa más. La crueldad era, se suponía, constructiva y ejemplar, y se hacía propaganda de ella: hasta la letra entraba mejor con sangre. Los asirios torturaban a sus vencidos y además retrataban la tortura en hermosos bajorrelieves; los grandes suplicios de hace trescientos años eran descritos con detalle en programas de mano, como se hace ahora con los festivales de ópera. Un pintor italiano del quattrocento ejecutó una alegoría de la paz pintando a un lado artesanos y comerciantes en acción en las calles y al otro una horca con sus frutos colgando y cuervos alrededor. La violencia también se deja ver mucho en esos desgraciados lugares poblados por salvajes, bárbaros y fanáticos: sacrificios humanos, canibalismo, caza de cabezas que después se reducen y usan de trofeo, apedreamientos de adúlteras, manos cortadas. La violencia como devoción, justicia, pedagogía, arte o fiesta. No extraña que por mucho miedo que de el futuro de más miedo aún la posibilidad de que nos lleve de vuelta al pasado; a la Edad Media o a las cavernas, por ejemplo.
A los antiguos y a los bárbaros les gusta presumir de violentos, como a cualquier matón de barrio; a los modernos nos gusta presumir de que hemos superado eso, y hablar mal de la Edad Media y las cavernas. Es verdad que la capacidad de aniquilar se ha multiplicado: se mata y se mutila mucho apretando un gatillo o un botón. Y basta ponerse delante de una pantalla de televisión para ver una selección de horrores frescos llegados de todo el planeta, pero, aleluya, la violencia se ha quedado sin interpretaciones positivas y eso nos da una superioridad. A lo peor la violencia abunda, pero es un recurso lamentable del que se echa mano porque no hay otro, y entonces se la esconde -se esconden los trozos de los enemigos que antes se exhibían para intimidar: son daños colaterales de armas que hacen lo posible por ser quirúrgicas. O a lo peor abunda, pero es un resto lamentable del atraso humano, y en ese caso se la exhibe para ponerla en vergüenza y que todos clamemos por la paz.

Con todas esas lentes de aumentar y disminuir, es un poco difícil creer en estadísticas de la violencia, menos aún en estadísticas que atraviesen siglos y nos convenzan de que, a pesar de todo, el promedio humano va escapando de la ferocidad, que es lo que Pinker dice. Supongo que lo dice para convencernos de que vamos a mejor, lo que es todo un incentivo; él es uno de esos simpáticos predicadores de la bondad de este mundo tal como este mundo se va volviendo. Pero en el caso -probable, a fin de cuentas- de que los medios pacíficos hayan ido sustituyendo a los sanguinarios, sobre todo por ser más eficaces, hay un trecho de ahí a decir que sea por causa de los ángeles que llevamos dentro. A parte de los ángeles, están los picapleitos astutos, los manipuladores, los fríos calculistas, los ventajistas, los estafadores y toda una legión de seres malignos tan opuestos a la violencia como los propios ángeles. Junto con ellos, han organizado el mundo de un modo que quizás sea más pacífico en promedio pero que a veces es capaz de hacer que hasta un ángel lo vea todo rojo. ¿Qué cosa más pacífica que un desahucio? Si los desahuciados no ceden a sus instintos primitivos, todo corre mansamente de acuerdo con los contratos firmados y con la ley -que, digan lo que digan los descontentos, no es una ley de la Edad Media. Se ha puesto de moda llamar violencia a todo tipo de actitud indeseable para alguien: violencia verbal, psicológica, legal, económica, fiscal. Yo preferiría que se dejase la palabra para esa acepción sucia y casi artesanal de siempre, y no se olvidase que además de la violencia hay muchas otras manías humanas muy molestas. Porque si no viene gente como Pinker a contar que el capitalismo contemporáneo es un promotor efectivo del bien planetario: a fin de cuentas, hace 67 años que las grandes potencias están demasiado empeñadas en inflarse los bolsillos como para guerrear entre sí, a no ser por medio de sus franquicias.

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