Los tiempos son propicios para que se hable mal de las monarquías, esas instituciones irracionales basadas en ideas obsoletas. No está mal; el problema está en que, al parecer, la idea de república ha envejecido aún peor. Todos los idearios republicanos tienen un qué de moral austera, y no porque el lujo sea en sí condenable sino porque la igualdad, esa condición tan republicana, se reduce al absurdo si hay escalas inconmensurables entre lo que valen unos y otros ciudadanos. Con témporas y culos no se hacen buenas cuentas. Esa inconmensurabilidad era lo que, para los republicanos, hacía intolerable el antiguo régimen; y si es por eso el antiguo régimen resulta bastante actual.
Santiago Calatrava, arquitecto famoso, considera que algo más de 90 millones de euros es un pago justo por un proyecto suyo. Haciendo una cuenta rápida compruebo (¿me estaré equivocando?) que eso equivale al sueldo de un profesor titular de universidad durante dos mil quinientos años; no hablemos del sueldo de los albañiles que han puesto en pie el proyecto de Calatrava. No es tan exorbitante, considerando que una versión de El Grito, de Edvard Munch, acaba de ser vendida por más o menos la misma cantidad. Quién puede decir lo que vale el arte. En ese caso el artista no verá un céntimo porque ya está muerto. Cuando vivo, estaba lejísimos de ser pobre, pero es improbable que viese una suma de dinero próxima a esa. Aun si el cuadro vale todo eso, el dinero lo tenía alguien que no pintó el cuadro. Todo el mundo sabe de memoria las cifras que se embolsan los astros del fútbol, varios de los cuales podrían si quisiesen comprar el cuadro de Munch o contratar a Calatrava para que les proyectase un chalet. Pero hay otros ciudadanos que no hacen goles, ni cuadros, ni puentes, que en general no se sabe qué hacen ni siquiera quiénes son, que tendrían dinero suficiente para hacerlo también.
Un ser humano puede llegar a ser cuarenta o sesenta centímetros más alto que otro, pesar dos o tres veces más, levantar cinco veces más peso, cantar dos octavas más arriba, dormir el doble o comer el quíntuplo, vivir cien años más, correr cien metros en el décimo del tiempo. Cosas de la diversidad, no somos todos iguales, pero es imposible que las diferencias naturales pasen de esas modestas escalas. Las sociedades o las culturas se hacen más complejas y dan lugar a otro tipo de diferencias más largas; y puede ser que, aunque siempre queden nostálgicos de la simplicidad primitiva, el resultado de esa complicación parezca mejor, o por lo menos más interesante, para la mayoría: hay más diversiones, mejores puentes, anestesia e internet.
Lo que pasa es que siempre habrá un momento en que las diferencias lleguen a una escala que nos convierta de hecho en especies diferentes, hechas de diferentes estofas o con sangre de colores diferentes: puede que una sociedad de especies diferentes sea inviable, desde luego es inverosímil como república. Esas escalas de decenas o centenas de millares entre lo que vale un ser humano y otro, o entre lo que valen sus esfuerzos, ya han rebasado con mucho esa frontera. Vivimos en un mundo de plebeyos y monarcas, coronados o no, donde invocar el bien común es un poco obsceno, porque el bien de unos y de otros tiene muy poco en común. Se suele dar mucha importancia, es verdad, a la distinción entre monarcas públicos y privados; pero no acabo de entender por qué a muchos les parece -cómo decirlo- consoladora. Si alguien vive como un monarca a costa del bolsillo de todos eso puede arreglarse, basta que todos se libren de él. Si lo hace a costa de su bolsillo, porque respetando las leyes que valen para todos se ha hecho un millón de veces más rico que sus conciudadanos, más vale librarse de las leyes o librarse de todos.
martes, 22 de mayo de 2012
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