Puede que Juan Roig, director de Mercadona, haya elogiado a los comerciantes chinos con mala intención. Proponerlos como modelo parece como agitar el fantasma de la semiesclavitud, que de un tiempo a esta parte se ha vuelto muy tangible. Quizás piense que oyendo esas cosas una población recelosa acabará por apedrear los bazares orientales, sus competidores. Chino, como se sabe, es un adjetivo peyorativo, y no lo mejora recordar que, no hace tanto tiempo, muchos españoles fueron una especie de chinos de otros: tenderos gachupines o gallegos en México o Argentina, que miraban sus pesos con lupa, guardándolos en el colchón y despreciando a aquella población indolente que se quejaba de su pobreza sin hacer por remediarla. Incluso a los viejos emigrantes españoles en Alemania les gusta recordar que también allí, entre tanto trabajo y ahorro, trabajaban y ahorraban más que nadie. El trabajo incansable es una virtud de semi-exiliados, porque cuando se está de verdad en casa siempre parece que hay cosas mejores que hacer.
En los tiempos en que los socialistas tenían un programa que podían llamar propio, uno de los libros más difundidos por las editoras obreras era El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, un antillano que se casó, por cierto, con una de las hijas de Marx. En su libro sostiene que el único objetivo sensato de una revolución sería vivir bien, lo que sin duda, según él, requiere trabajar menos. Pero desde entonces, como bien sabemos, se ha dejado de creer en revoluciones, y los patrones, que antes se dedicaban a ganar dinero y aumentar su capital, ahora sólo se desviven por crear puestos de trabajo y dar de comer a sus empleados. Y Juan Roig puede decir, sin que nadie se sorprenda, que la única alternativa a trabajar cada vez más sería vivir cada vez peor.
Lafargue tenía sentido del humor, y en lugar de proponer a los proletarios el modelo de algún héroe proletario les habló del hidalgo español que se pasea a gusto envuelto en su capa. Un mal ejemplo y además un tópico, pero es que a fuerza de desahuciar los tópicos se puede olvidar que lo más engañoso que ellos tienen es su amplio tenor de verdad. Lafargue tal vez sabía que esos hidalgos usaban la capa muchas veces para esconder la ropa mal remendada; pero al menos eso no les impedía pasear. Otro tópico reza que los indios de la selva no trabajan. De hecho, la vida en esas aldeas remotas de la Amazonia no es gobernada por la productividad. Se abren claros en la selva, se quema la broza, se planta y se cosecha, se caza, se pesca, se elaboran instrumentos o se construyen casas (a cada cinco años más o menos; son de palo y palma) pero cumplir con todo eso ocupa una fracción modesta de la vida cotidiana, que por lo demás se dedica a otras cosas, eventualmente muy intensas. El criterio de una economía sana suele ser allí algo que, traducido, suena como “vivir bien”, pero de ningún modo “vivir mejor”. Ni hombres ni mujeres se quejan de que su día debería tener sesenta horas. Es difícil hacer comparaciones entre dos modos de vida tan diferentes, pero el único criterio viable, muy impresionista y reacio a la cuantificación, es claramente favorable a los salvajes: parecen más contentos con su vida que nosotros con la nuestra. E incluso cuando se acaba, en media mucho antes, parecen también menos disconformes. Claro está que eso tiene un precio heroico: todo se hace a mano, a brazo o a pie, nada es seguro ni totalmente previsible, y ese trabajo de pocas horas tiene una aspereza y un peligro difícil de controlar. Los colonos de origen europeo, acostumbrados a trabajar de sol a sol, han hecho siempre lo posible para que esos indios indolentes arreglasen la selva para ellos.
Además es verdad que ese modo selvático de vivir se ha tornado raro incluso en la selva, y cada vez más, incluso allí, falta tiempo para conseguir esas cosas que sólo los blancos tienen; no necesariamente las mejores. Puede parecer extraño ahora, cuando tantos proyectos se dedican a combatir el alcoholismo en el cuarto mundo, pero durante mucho tiempo la caña de azúcar y sus derivados –hablo del aguardiente- fueron conscientemente promovidos (por gobernantes y misioneros) como un modo de llevar a los indios las bendiciones de una cultura del trabajo. Como en realidad ellos no necesitaban a los blancos para tener qué comer, al menos así los necesitaban para beber, y eso les enseñaba a afanarse sin límites para pagar una nueva necesidad sin límites. Era, se decía, un modo dulce de civilizarlos, y en otros lugares la coca y el opio han hecho el mismo papel que el aguardiente. No es que la creación de necesidades sea como una droga; es que originariamente se concretan en una droga, y si las drogas ya no son propuestas como incentivo laboral por nuestros civilizadores es porque los que han de trabajar ya tienen adicciones mucho más caras –eso es progreso. A estas alturas es difícil que alguien dude de que hay que vivir cada vez mejor, aunque la carrera constante que eso requiere provoque situaciones como la actual en que ni siquiera vivir se puede. Nadie está dispuesto a ser indio de la selva, y por tanto es probable que haya que trabajar cada vez más, pero preocupa que los criterios de lo que es vivir mejor sean tan parecidos a los que esbozaría el camello de la esquina, ese que nunca deja de cobrar sus deudas.
A los reformadores les gusta invitarnos a cambiar nuestra cultura de trabajo; pero para eso habría que remontar muy lejos, demasiado lejos como para que se haga alguna vez. Por lo menos hasta aquel momento en que la palabra “trabajo” se tomó prestada de un instrumento de tortura, el tripalium, del que ya no se guarda recuerdo, y ni siquiera se sabe si servía para sujetar al reo o para empalarlo. No es un origen que sorprenda, porque cuando los romanos se pusieron a civilizar este país no tenían a mano aguardiente, opio ni compra a crédito, y los nativos tenían que ser llevados a la fuerza a trabajar en minas, vías o acueductos, lugares donde cavar, tallar, comer mal, ir del jergón al tajo y del tajo al jergón eran, en conjunto, el trabajo: todo eso que se hace porque no hay más remedio. Aún en el caso de que sea una falsa etimología, se ha tornado tan verdadera que en buen castellano trabajo es, tanto o más que algo que se hace, algo que se sufre. Merecería cambiarse, sin duda, pero puestos a cambiar quizás fuese mejor discutir también qué se entiende por vivir bien antes de arruinarse para vivir mejor; pero a eso hoy por hoy no invita nadie.
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