Nadie lo ignora ya: Craig Venter ha creado vida en laboratorio, sintetizando una bacteria capaz de reproducirse. En los próximos días, semanas, meses y años proliferarán artículos, libros y tesis sobre el particular. Buena parte de ellos serán textos prometeicos, que harán loas de ese paso decisivo, de esa frontera atravesada por el genio humano; otros, quizás menos, serán frankensteinianos, y preguntarán cabizbajos adónde vamos a parar.
Pero, sin desmerecer la hazaña de Venter –un genio de la ciencia y del marketing-uno puede preguntarse, ingenuamente, a qué tanto ruido. A fin de cuentas cualquiera, o casi cualquiera, puede crear un ser vivo hoy mismo por la tarde, con un mínimo de colaboración por parte de alguien del otro sexo, y sin necesidad de laboratorio; basta una cama en el mejor de los casos; un ser vivo, además, bastante más complejo que una bacteria.
Si, puede ser demasiado ingenuo, porque a fin de cuentas esa creación será natural e imprevisible, y lo que Venter ha hecho, de un modo controlado y por medio de la técnica, es acercarnos a un sueño antiguo de la humanidad, dominar la naturaleza y la vida. Pero lo interesante es saber porque ese sueño es tan interesante.
Es un poco como el descubrimiento de América: cuando Colón la descubrió, ya la habían descubierto mucho antes los indios que allí estaban, o sus antepasados; o los pájaros que allí estaban o sus antepasados. El mérito de Colón estaba en que nadie tenía noticias de que unas cuantas hordas siberianas hubiesen pasado a América. El mundo estaba, por decirlo así, partido en dos, y Colón pudo poner el pie en la otra mitad como si encontrase un mundo nuevo.
Lo de Venter es parecido. Como sabemos bien, somos parte de lo que llamamos naturaleza. A ella pertenecen los elementos de nuestra acción, de nuestra percepción y de nuestros gustos. En realidad se puede decir que ya la dominamos aprendiendo a andar (programación motriz de células musculares) o comiendo cerezas (procesamiento de energía heteroespecifica) pero eso siempre es un dominio muy relativo, demasiado natural, viene a ser como ganarse una partida de ajedrez a si mismo. Otra cosa es que inventemos –cosa que se hizo hace tres o cuatro siglos, véanse los elocuentes libros de Bruno Latour- un mundo partido por la mitad, Humanidad por un lado, Naturaleza por el otro. Esa dicotomía un poco forzada que se acabo haciendo forzosa permite que encaremos el mundo –la Naturaleza, vamos- como un objeto, que la ciencia se desarrolle y un día encontremos la cura del cáncer o de la esclerosis múltiple; aunque también que nuestras invenciones proliferen a su vez como nuevos cánceres; y, en fin, que, acostumbrados a celebrar a voz en cuello los goles del equipo de los humanos, acabemos prefiriendo los donuts a las cerezas y entendiendo que lo que hacemos en el laboratorio debe ser más genial que lo que hacemos en la cama. La mayor parte del tiempo, dominar la naturaleza viene a ser como correr las cortinas para poder encender la lámpara.
Veamos, si no, las aplicaciones que Venter anuncia para su invento. Venter no es un genio del mal dispuesto a destruir el mundo, sino a venderle cosas al mundo; por eso se abstiene de proyectar usos letales para su innovación (ya los encontrarán otros) y los que anuncia no pueden ser mas políticamente correctos: crear organismos capaces de sintetizar energía a partir de la luz solar, o de neutralizar la polución. Pero el mundo ya esta lleno de organismos capaces de hacer eso –prácticamente cualquier vegetal sintetiza energía y recicla alguna polución- y es posible que Venter se limite a copiarlos, que es precisamente lo que ha hecho ahora. Claro está, lo que hay ya no es suficiente, porque el esfuerzo por dominar la naturaleza genera una polución y una demanda de energía infinitas, de modo que la iniciativa del conglomerado científico-empresarial nos proporciona las soluciones junto con los problemas que permiten que ellas funcionen, por un precio fijo. Los avances de la ciencia permiten que los paralíticos anden y el resto de la humanidad permanezca sentado; que los viejos no mueran y los niños no nazcan, que las escaleras eléctricas nos engorden y las esteras eléctricas nos adelgacen, y en suma que la humanidad continúe su imparable carrera sin salir del sitio. Interesante pero ruidoso.
Hay otra utilidad innegable en descubrir América. Siendo un Nuevo Mundo, cabe preguntarse a quién pertenece y organizar su reparto, como hicieron sin mayores ceremonias castellanos y portugueses en el Tratado de Tordesillas. Las bacterias que Venter cree pueden ser de propiedad privada, una estimulante condición de la que escapan las bacterias naturales, un acicate en tiempo de crisis.
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