lunes, 31 de mayo de 2010
El tiempo en Pekín
Enero de 2010. El invierno en Pekín es muy duro, y el de este año el más duro que se recuerda en mucho tiempo. Las temperaturas de enero suelen oscilar entre los 10 grados y los diez bajo cero, en 2010 se mantenían entre los 0 y los diecisiete. El viento de Mongolia barre la ciudad de vez en cuando desde el noroeste, y duele en el rostro. Una nevada cubre la ciudad con un blanco denso. Pasan los días y la nieve no se derrite, pero poco a poco se mella, se ensucia, se amontona a un lado de las calles, ennegrecida, y la ciudad parece cubierta de escombros y detritos. Un buen día acaban por llevársela en camiones; la ciudad parece más gris y mas limpia. La nieve, poco a poco rociada por la polución, permanece en los parques, bien recortada, en el lugar del verde de otras estaciones.
No es un buen momento para conocer Pekín. No hay como detenerse en la calle. Los conductores de rickshaw superan por diez a uno a los turistas; en el único teatro de ópera que continúa funcionando hay tantos actores como espectadores; los tiburones del acuario están de vacaciones mientras arreglan su estanque. Y buena parte de la vida de Pekín se creó para ser vivida en calles, portales, patios de vecindad, ahora demasiado helados. Sin embargo Pekín es así más capital y más imperial, un espectáculo aparte. Las gentes se esconden en sus casas, o bajo sus abrigos, o circulan sin detenerse; mientras, siguen firmes en su lugar los palacios, los arcos, las avenidas trazadas de este a oeste y de norte a sur, todo en dimensiones pensadas para anonadar, y no en altura, al modo de las cúpulas o las torres de los templos del occidente, sino en extensión y en volumen. No es que Dios este muy alto, hay muchos dioses, no están en la tierra menos que en el cielo, y necesitan enormes espacios para albergar sus infinitas versiones, sus cortes, sus sirvientes, sus eunucos, sus concubinas. Del Pabellón de la Suprema Armonía se pasa al Pabellón de la Armonía Media y de ahí al Pabellón de la Armonia Preservada. En esta ciudad que fue el centro del que se llamaba Imperio del Centro, los templos no parecen tener centro: el curioso o el devoto van pasando de un pabellón con altar a otro pabellón con altar, a otro y a otro; no siempre hay uno que parezca mayor o más sagrado –alguna vez los altares se acaban, pero podrían no acabarse.
¿Y que era Pekín? ¿La Ciudad Prohibida, donde sólo vivían el emperador, sus concubinas y sus eunucos, una especie de colmena con un sólo ser masculino a la cabeza? ¿O la Ciudad Imperial, que rodeaba a la ciudad Prohibida, en la que sólo podían permanecer los miembros del estado, todos ellos manchúes? ¿O la Pekín profana, que envolvía a las anteriores detrás de una muralla ahora sustituida por un circuito de avenidas expresas? ¿Y no habría otros cuadrados encerrando sucesivamente los anteriores? Es un buen modo de arreglar la proliferación. Bolas talladas de marfil dentro de bolas talladas de marfil, cajas dentro de cajas dentro de cajas – me lo hizo notar mi hija, que viajaba conmigo- proliferan en la oferta de artesanía, la de lujo o la baratija. Una especie de fractalidad ordenada, o ese modo de estabilidad que reina cuando lo que se encuentra al abrir un sobre se encuentra otro sobre idéntico. Probablemente en chino no tengan mucho sentido esas metáforas de la interioridad que pueblan muchas lenguas: lo que esta muy adentro no tiene prioridad sobre lo que esta muy afuera.
¿Por que Pekín, y no Beijing? ¿Y por que no Kambalik, o Yanjing, o Zhongdu, o Dadu? Todos esos nombres se han sucedido en ese mismo lugar, siglos después de que la mayor parte de las ciudades europeas tuviesen ya el nombre que ahora tienen. Cierto, los anteriores eran nombres diferentes, Beijing es una nueva transliteración. Pero aun así esa transliteración sugiere un tiempo nuevo, en que son los propios chinos quienes dicen a los occidentales cómo deben escribir sus nombres. La grafía pinyin es lo que mejor –no mucho- sobrevive de proyectos de reforma en parte abandonados que incluían, por ejemplo, la abolición de la escritura china para sustituirla por la alfabética latina; los nacionalismos no tienen gracia sin esos homenajes involuntarios. Los emperadores eran allí mucho mayores que los lugares, y les gustaba demostrarlo cambiándoles el nombre; a su vez, los emperadores no eran menos descartables que los de otros lugares, y quizás lo eran más: los bárbaros o las revueltas siempre parecían muy capaces de derribarlos. Durante mucho tiempo los chinos convencieron a los europeos de que su mundo era milenario e inmutable. Pero esa propaganda encubría una historia agitada, de extensas destrucciones, que se cebaban con facilidad en las techumbres o en las enormes columnas de cedro. Buena parte de la decoración que sobrevive en la Ciudad Prohibida es decoración de bombero: genios destinados a proteger el palacio de los incendios, depósitos de agua de bronce dorado que en invierno mantenían un fuego encendido para que el agua de urgencia no se transformase en hielo. Pero los incendios eran tan frecuentes que acababan por formar parte de la maquina administrativa. Los eunucos de palacio, se dice, compensaban lo que se les había extirpado con fondos substraídos de las constantes reconstrucciones. El visitante de los monumentos se cansa rápido de leer los letreros explicativos que casi siempre comienzan del mismo modo: construido en la época Ming, reconstruido totalmente en la época Qing (lo que quiere decir casi siempre algo entre mediados del XVIII y finales del XIX); probablemente los Ming ya estaban reconstruyendo, y la reconstrucción de los Qing ha desaparecido bajo algún remozamiento de época comunista. Con frecuencia, todo parece como nuevo, y además, diríamos nosotros, es nuevo.
Los chinos no se han interesado por el arte europeo de construir ruinas, o de fijar pátinas; ese prurito occidental de preservar lo originario y de diferenciar partes primitivas y reconstruidas debe parecerles tan extraña como a los cristianos les parecen las normas culinarias del judaísmo.
Así, los palacios y los edificios parecen listos para ser usados. Pueden faltar los adornos fastuosos que debían atiborrar la Ciudad Prohibida – Chiang- Kai Chek se llevo muchos a Taiwán, buena parte de los que quedaron fueron hechos trizas durante la revolución cultural - y algunos detalles, además de los turistas, pueden indicar que son otros tiempos, como esos cuidadores que acomodan sus mesitas de te a un lado del pabellón donde hace un siglo no habrían podido entrar. Pero por lo demás todo tiene un cierto aire de casa pasajeramente abandonada por sus dueños. A poca distancia al sureste de la Ciudad Prohibida, menos famoso pero mas fundamental que ella, Tian Tan, el Altar del Cielo, es un enorme parque poblado de templos, palacios –el Palacio del Ayuno Imperial, una Ciudad Prohibida en miniatura- academias de música, bosques, galerías cubiertas, puertas, grandes avenidas para grandes procesiones. Hasta el final del Imperio todo ese complejo servia exclusivamente para celebrar las ceremonias del Año Nuevo. Las cabezas de dragones alrededor del Templo de las Rogativas por las Buenas Cosechas hacen pensar en Teotihuacan o en otras ciudades de Mesoamerica, y no se resiste la tentación de animar aquellas ciudades fantasmas con las imágenes mas próximas del ritual imperial chino, documentado exhaustivamente en protocolos escritos y en acuarelas. Los propios chinos deben pensar en ese paralelo: cuando fantasean sobre como el ritual podría haber sido en una antigüedad remota, elaboran imágenes que recuerdan al mundo indígena americano: cuerpos semidesnudos, adornos de plumas. A finales del XIX, un incendio de tantos destruyó el Templo de las Rogativas por las Buenas Cosechas, el edificio principal del complejo, y eso causó consternación en un mundo campesino donde se miraba hacia el Altar del Cielo con un temor no menos supersticioso que el que nosotros reservamos a la Bolsa de Valores. Como no se encontraban en China cedros de tamaño suficiente para sustituir las columnas de una pieza, los expertos en feng-shui se reunieron y después de mucha discusión decidieron que usar cedros de los bosques de Oregón no mermaría las propiedades cósmicas del edificio. Todo reluce tan flamante que parece dispuesto para las celebraciones del nuevo PIB, y se puede sospechar que no se le de ese uso en respeto a prejuicios iluministas. El partido comunista ha creado sus propios fastos, pero Pekín es demasiado imperial como para que las celebraciones consigan ser realmente diferentes. El retrato de Mao preside la entrada principal de la Ciudad Prohibida, y su mausoleo ocupa el solar de una antigua puerta, algunos metros mas al sur, sobre el mismo eje cósmico norte-sur. Los críticos liberales del maoísmo no tuvieron que derrochar imaginación para sugerir con despecho que el comunismo era una continuación del Imperio del Centro; no se si se han empeñado tanto en sugerir que el capitalismo ya más que emergente lo continúa con la misma gracia.
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