En este país de tertulias y tertulianos (España, digo) uno de los temas que más está rindiendo en las ultimas semanas son las declaraciones de Fernando Sánchez Dragó y Salvador Sostres sobre sus relaciones sexuales con mujeres muy jóvenes, casi niñas. Para posibles lectores brasileños, aclaro que ambos son literatos-periodistas-intelectuales sea, en el mejor de los casos, por su versatilidad; sea, en el peor, porque es preciso juntar tres pocos para componer una ocupación entera.
El primero contó sus aventuras ya antiguas con unas adolescentes japonesas en un libro autobiográfico o semi-autobiográfico; el otro ponderó los atractivos de las recién púberes ante el auditorio de un programa de televisión (con amplia participación de niños) que iba a ser grabado o emitido poco después. Ambos episodios han recibido más publicidad debido a las denuncias que la que habrían tenido según su curso normal. De modo que los dos ciudadanos (inclinados a las polémicas: el blog de Sostres lleva el lema “Escribir es meterse en problemas”) pueden objetar, sin mucha exageración, que sus enemigos les acosan con la peor acusación disponible en la ética actual, a saber la de pedofilia. Cierto, alguien ya ha observado que quienes ahora apoyan a Sánchez Dragó denostaron antes a Polanski, y viceversa: lo verdaderamente intolerable de la pedofilia parece ser, por tanto, que la practiquen nuestros desafectos, y es verdad que quien apela a argumentos morales no tendría que escorarse en esos detalles.
Pero desde luego lo que no voy a hacer es defender a los dos encausados, que tienen medios de sobra para hacerlo ellos mismos y que no carecen de multitud de simpatizantes. Estos tienen a mano dos argumentos fáciles y de cierto prestigio cultural. Uno es clamar contra la censura y evocar los procesos por inmoralidad contra Flaubert o Baudelaire, contra Miller o Wilde. Otro es aludir a las muchas situaciones -casi todas las otras culturas, casi todas las otras épocas- en que las criaturas humanas se consideraban sexualmente maduras mucho antes. Lamentable, porque esos argumentos solo podrían ser serios si incluyesen unos matices que a su vez los harían poco efectivos.
Sin entrar en comparaciones entre Flaubert, Miller y los dos encausados, hay que recordar que si los primeros fueron censurados o condenados fue porque, entre otras cosas, eran ciudadanos que no ocupaban puestos destacados en los medios de comunicación de masas, como lo son los segundos. Eran suficientemente débiles para que la censura –un animal más carroñero que predador- se cebase en ellos. No es lo que les pasa a Dragó y Sostres, que desde sus tribunas pueden dictar sus sentencias, sabiendo que los problemas en que se metan nunca serán mucho más que acicates para su público. Ocupan posiciones de poder y se deleitan escenificando un arrojo que en general solo le cuesta caro a quienes no las ocupan. Es una lacra de este país populista: los de arriba se permiten gritar sus opiniones con el lenguaje y el tono de los antiguos arrieros. Rezongar desde arriba es fácil; dar ejemplo –de moral o de estética- es menos fácil, y quizá por eso suele evitarse.
Igual de fácil es vender doctrina vieja como si fuese librepensamiento; porque la charla sexual de los encausados es vieja, o más bien rancia. En todas esas culturas antiguas o exóticas en que las mujeres eran mujeres a los trece años, la sexualidad era un asunto serio, y formaba parte del orden del mundo, lo que hacía que la pedofilia helénica fuese parte de la pedagogía y que las acrobacias del kama-sutra o esculturas gigantes de genitales decorasen los templos; que el sexo fuese un arte en que los buenos ciudadanos deberían brillar y que se escribiesen tratados para exponerlo. Pero una de las primeras cosas que hizo el cristianismo fue trasladar la sexualidad del campo de la creación al de la excreción, y la cultura española, que a veces vocifera su emancipación del catolicismo, sigue comulgando por ese lado al menos. Un abad de Cluny del siglo X, quizás también dado a las polémicas (el actual papa hizo su elogio en una alocución a peregrinos hace algo más de un año), se refería al cuerpo humano como “un saco de estiércol”, escandalizándose de que alguien se prestase a abrazar tal cosa. Feministas mal intencionadas han pretendido que se refería en exclusiva al cuerpo femenino, pero él lo daba sólo como ejemplo; no tenía mejor opinión del resto de los cuerpos. Once siglos después, los dos encausados no se refieren a sus amantes púberes con el arrobo sentimental o el deleite estético de Nabokov, Machado o, para no citar ejemplos tan letrados, algunos indios del Amazonas. Se limitan, de modo muy castizo, a comentar que a esa temprana edad ya son unas zorras (ambos autores), aunque sus sexos no huelan, aún, a ácido úrico (detalle de Sostres). Además de los latinos, les sobran antecedentes vernáculos: véase Quevedo, cuya poesía amorosa entraba en el metalenguaje cuando andaba por las ramas y en el urinario cuando se volvía explícita. No puede ser casual que la mejor poesía erótica en castellano se haya debido a un autor –carmelita y santo, por cierto- que presumidamente nunca probó la carne propiamente dicha, y podía erotizar sin huir de la inocencia. No hay mucho que decir de algo que no se entiende como arte sino como desahogo (el propio Sostres, en un artículo de su blog, dice que la trufa blanca contiene más información que el sexo); y ya se ha dicho que la pedofilia moderna y la moral estrecha brotan de la misma fuente, esa noción estercolaria según la cual el sexo aja, y lo mejor que se debe hacer es acercarse lo más que se pueda a la virginidad.
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