
No se equivoque usted, pueden decirme: lo del pulpo no era serio, era un juego a respecto de un juego. Pero habría que saber si para los europeos hay algún asunto más serio que el fútbol. Por lo pronto personas muy autorizadas han sugerido que el triunfo en la copa puede tener resultados positivos para el PIB español y para la superación de la crisis, es posible que la pelota influya más en ello que la victoria electoral de este o aquel partido. ¿Y quien nos dice que el pulpo no podría servir también para prever el resultado de las urnas? Las encuestas, mucho más caras que un pulpo, ofrecen probabilidades, el pulpo profetiza si o no, algo más arriesgado, y lo hace con mucho tino. ¿Y por qué quedarse en eso? En lugar de poner el pulpo a prever elecciones ¿no seria mejor dedicarlo directamente a gobernar, como ya han coreado algunos hinchas en la calle, o por lo menos a asesorar al Gobierno, o al Congreso? Podría, por ejemplo, escoger entre propuestas alternativas para la crisis; seria un alivio para los economistas. No bromee usted, pueden decirme de nuevo, no estamos en situación de poner nuestro destino en manos de un pulpo. Bien que el fútbol no valga menos que la política o la economía, o que la economía y la política no valgan más que el fútbol: la cuestión no es que el objeto del oráculo sea un juego, sino que el oráculo en si mismo no pasa de un juego. Nosotros europeos no creemos en oráculos como algunos africanos creen o creyeron alguna vez. Pero es que, contesto, creer es algo muy impalpable: no solo el objeto de la creencia, sino el acto de creer en si. Ahora que hemos ganado la copa es fácil pensar que creíamos en la victoria, como en caso contrario seria fácil pensar que no habíamos creído nunca, por eso mismo el modo correcto de emplear la fe es en cosas que van a permanecer impalpables para siempre. Por eso mismo creer en el pulpo, o en la gallina, o en cualquier otro oráculo no es exactamente creer. O dicho de otro modo, creer en el pulpo o en el horóscopo consiste simplemente en consultarlo: si lo que dicen falla, o simplemente no nos convence, algún modo habrá de darle la vuelta. Es lo que hacemos los europeos, aunque en realidad es también lo que han hecho todos los pueblos prerracionales que consultaron oráculos desde que el mundo es mundo: creer en los oráculos es lo de menos, lo que importa es querer escucharlos.
Lo más curioso de todo el episodio no es el oráculo en si, sino –no podía ser de otro modo- que hayan surgido por ahí voces alarmadas con toda esa superstición. Unos sugieren que las respuestas del pulpo están trucadas, inducidas por sus cuidadores; otros, que los pulpos no entienden de fútbol ni de naciones y simplemente el pulpo se ve atraído por los colores más vivos de tal o cual bandera. No estaría de más notar que esas aclaraciones son supersticiosas al cuadrado, porque no aclaran nada y a fin de cuentas o transfieren la clarividencia del pulpo a sus cuidadores (¿los zoólogos entienden de fútbol?) o sugieren que la victoria depende de la viveza de los colores de la bandera nacional, con lo que equipos blanquinegros no ganarían nunca. No creo que en Alemania, cuna de la física moderna, hayan proliferado esas explicaciones, que son más bien desvelos de sacristanes de la razón, empeñados en que nadie bromee con ella. Pero la razón es una señora discreta con más encantos que los que sus sacristanes quieren dejar ver, y uno de ellos es ese límite, el del azar, que en si, y pese a todos los cálculos de probabilidades, no tiene límites. Creer que la razón lo regula todo puede ser muy razonable, pero al cabo es un exceso de fe; lo verdaderamente racional es asumir que aunque las probabilidades sean las probabilidades, en realidad puede ocurrir cualquier cosa. Así es que no solo cabe felicitarse porque haya ganado La Roja; es que, además, el pulpo podría estar anunciando que entramos por fin en la era de la razón.