Que el traductor es un traidor se sabe hace mucho tiempo. Traidor aunque no quiera: las lenguas son demasiado concretas y carnales para que se puedan intercambiar sin tropiezos. Pero por otro lado, la lealtad por la lealtad es una virtud monótona, y la traición, aunque sea involuntaria, tiene sus encantos. Sobre todo, como dice el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, si la traición es simétrica: de qué sirve traducir un poeta chino al castellano, haciéndole decir cosas impensables en chino, si eso no se hace en un castellano que suene a su vez extraño. En toda esa traición mucho se pierde; más vale consolarse pensando en lo mucho que también se gana: revelaciones inesperadas en un idioma que abandonado a la pureza nunca habría pasado de las interjecciones.
Chinglish. Found in translation, un libro del filólogo Oliver Lutz Radtke, alemán y profesor de inglés, se vende en las librerías de libros extranjeros de Pekín, con bastante éxito, en la sección de humor. Es una recopilación de fotografías de carteles chinos en que los ideogramas conviven con notables traducciones al inglés.
Es fácil –sabiendo un poco de inglés, claro está- reírse de los equívocos primarios y las chapuzas
(¿como seria si tuviésemos que traducir nuestros carteles o nuestros menús al chino?). Pero se puede uno reír también con esa desesperada perplejidad ante las distancias que la traducción tiene que superar.
O ante algo que suena a otro modo de ver las cosas.
¿Y que hacer cuando la traducción frustrada desemboca a profundidades difíciles de definir?
Publicado por Gibbs Smith, de Layton, UTAH.
Impreso y encuadernado, cómo no, en China.
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