domingo, 11 de marzo de 2012

Trabajar más para vivir mejor

Puede que Juan Roig, director de Mercadona, haya elogiado a los comerciantes chinos con mala intención. Proponerlos como modelo parece como agitar el fantasma de la semiesclavitud, que de un tiempo a esta parte se ha vuelto muy tangible. Quizás piense que oyendo esas cosas una población recelosa acabará por apedrear los bazares orientales, sus competidores. Chino, como se sabe, es un adjetivo peyorativo, y no lo mejora recordar que, no hace tanto tiempo, muchos españoles fueron una especie de chinos de otros: tenderos gachupines o gallegos en México o Argentina, que miraban sus pesos con lupa, guardándolos en el colchón y despreciando a aquella población indolente que se quejaba de su pobreza sin hacer por remediarla. Incluso a los viejos emigrantes españoles en Alemania les gusta recordar que también allí, entre tanto trabajo y ahorro, trabajaban y ahorraban más que nadie. El trabajo incansable es una virtud de semi-exiliados, porque cuando se está de verdad en casa siempre parece que hay cosas mejores que hacer.
En los tiempos en que los socialistas tenían un programa que podían llamar propio, uno de los libros más difundidos por las editoras obreras era El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, un antillano que se casó, por cierto, con una de las hijas de Marx. En su libro sostiene que el único objetivo sensato de una revolución sería vivir bien, lo que sin duda, según él, requiere trabajar menos. Pero desde entonces, como bien sabemos, se ha dejado de creer en revoluciones, y los patrones, que antes se dedicaban a ganar dinero y aumentar su capital, ahora sólo se desviven por crear puestos de trabajo y dar de comer a sus empleados. Y Juan Roig puede decir, sin que nadie se sorprenda, que la única alternativa a trabajar cada vez más sería vivir cada vez peor.

Lafargue tenía sentido del humor, y en lugar de proponer a los proletarios el modelo de algún héroe proletario les habló del hidalgo español que se pasea a gusto envuelto en su capa. Un mal ejemplo y además un tópico, pero es que a fuerza de desahuciar los tópicos se puede olvidar que lo más engañoso que ellos tienen es su amplio tenor de verdad. Lafargue tal vez sabía que esos hidalgos usaban la capa muchas veces para esconder la ropa mal remendada; pero al menos eso no les impedía pasear. Otro tópico reza que los indios de la selva no trabajan. De hecho, la vida en esas aldeas remotas de la Amazonia no es gobernada por la productividad. Se abren claros en la selva, se quema la broza, se planta y se cosecha, se caza, se pesca, se elaboran instrumentos o se construyen casas (a cada cinco años más o menos; son de palo y palma) pero cumplir con todo eso ocupa una fracción modesta de la vida cotidiana, que por lo demás se dedica a otras cosas, eventualmente muy intensas. El criterio de una economía sana suele ser allí algo que, traducido, suena como “vivir bien”, pero de ningún modo “vivir mejor”. Ni hombres ni mujeres se quejan de que su día debería tener sesenta horas. Es difícil hacer comparaciones entre dos modos de vida tan diferentes, pero el único criterio viable, muy impresionista y reacio a la cuantificación, es claramente favorable a los salvajes: parecen más contentos con su vida que nosotros con la nuestra. E incluso cuando se acaba, en media mucho antes, parecen también menos disconformes. Claro está que eso tiene un precio heroico: todo se hace a mano, a brazo o a pie, nada es seguro ni totalmente previsible, y ese trabajo de pocas horas tiene una aspereza y un peligro difícil de controlar. Los colonos de origen europeo, acostumbrados a trabajar de sol a sol, han hecho siempre lo posible para que esos indios indolentes arreglasen la selva para ellos.
Además es verdad que ese modo selvático de vivir se ha tornado raro incluso en la selva, y cada vez más, incluso allí, falta tiempo para conseguir esas cosas que sólo los blancos tienen; no necesariamente las mejores. Puede parecer extraño ahora, cuando tantos proyectos se dedican a combatir el alcoholismo en el cuarto mundo, pero durante mucho tiempo la caña de azúcar y sus derivados –hablo del aguardiente- fueron conscientemente promovidos (por gobernantes y misioneros) como un modo de llevar a los indios las bendiciones de una cultura del trabajo. Como en realidad ellos no necesitaban a los blancos para tener qué comer, al menos así los necesitaban para beber, y eso les enseñaba a afanarse sin límites para pagar una nueva necesidad sin límites. Era, se decía, un modo dulce de civilizarlos, y en otros lugares la coca y el opio han hecho el mismo papel que el aguardiente. No es que la creación de necesidades sea como una droga; es que originariamente se concretan en una droga, y si las drogas ya no son propuestas como incentivo laboral por nuestros civilizadores es porque los que han de trabajar ya tienen adicciones mucho más caras –eso es progreso. A estas alturas es difícil que alguien dude de que hay que vivir cada vez mejor, aunque la carrera constante que eso requiere provoque situaciones como la actual en que ni siquiera vivir se puede. Nadie está dispuesto a ser indio de la selva, y por tanto es probable que haya que trabajar cada vez más, pero preocupa que los criterios de lo que es vivir mejor sean tan parecidos a los que esbozaría el camello de la esquina, ese que nunca deja de cobrar sus deudas.

A los reformadores les gusta invitarnos a cambiar nuestra cultura de trabajo; pero para eso habría que remontar muy lejos, demasiado lejos como para que se haga alguna vez. Por lo menos hasta aquel momento en que la palabra “trabajo” se tomó prestada de un instrumento de tortura, el tripalium, del que ya no se guarda recuerdo, y ni siquiera se sabe si servía para sujetar al reo o para empalarlo. No es un origen que sorprenda, porque cuando los romanos se pusieron a civilizar este país no tenían a mano aguardiente, opio ni compra a crédito, y los nativos tenían que ser llevados a la fuerza a trabajar en minas, vías o acueductos, lugares donde cavar, tallar, comer mal, ir del jergón al tajo y del tajo al jergón eran, en conjunto, el trabajo: todo eso que se hace porque no hay más remedio. Aún en el caso de que sea una falsa etimología, se ha tornado tan verdadera que en buen castellano trabajo es, tanto o más que algo que se hace, algo que se sufre. Merecería cambiarse, sin duda, pero puestos a cambiar quizás fuese mejor discutir también qué se entiende por vivir bien antes de arruinarse para vivir mejor; pero a eso hoy por hoy no invita nadie.

martes, 20 de diciembre de 2011

Lu Xun y la China caníbal

Lu Xun era estudiante de medicina en Japón cuando, entre las diapositivas de actualidad que un profesor proyectaba para rellenar el tiempo sobrante de sus clases, vio una imagen que marcaría su vida. Un compatriota chino, maniatado, rodeado por otros chinos imperturbables. Era un trabajador acusado de espionaje a favor de los rusos (eran los tiempos de la guerra ruso-japonesa) que iba a ser decapitado para servir de ejemplo. Los otros estaban allí para presenciar el hecho. En el prólogo a su primera colección de cuentos, LuXun contó esta anécdota -invariablemente repetida en cada semblanza corta o larga que se haga del autor- y lo que ella le hizo pensar: “la gente de un país débil y atrasado, por fuerte y sana que sea, sólo puede servir para servir de ejemplo, o para presenciar ese espectáculo fútil; y así no importa realmente cuántos entre ellos mueran de una enfermedad” Así, dejó la medicina y –signo de aquellos tiempos- optó por la literatura.



Hasta su muerte, a los cincuenta y cuatro años en 1936, escribió un buen número de cuentos, poemas, y sobre todo ensayos que lo habilitaron para ser aclamado hasta hoy como fundador de la literatura china moderna. A ello contribuyó también la suerte, que impidió que fuese tenido por trotskista en los años 30, y lo llevó tempranamente al otro mundo, allí donde era más difícil caer en alguna herejía. Aunque lideraba una alianza de escritores izquierdistas, no se hizo del Partido; el Partido lo hizo suyo, lo que exige una cierta disciplina incluso para un muerto. Mao Tse Tung, un admirador ferviente de su obra, hizo notar que su negra ironía, un látigo contra la decadente sociedad que le tocó vivir, no era un ejemplo que se debiese seguir en la literatura socialista, donde las cosas deben ser dichas sin rodeos y de modo que todo el mundo pueda entenderlas.

Las revoluciones tienen sólo medio sentido del humor. Pueden reírse, en los relatos melancólicamente socarrones de Lu Xun, del modo en que los chinos de principio de siglo administraban su coleta –esa marca impuesta por la dinastía Qing-, cortándosela si triunfaba la república, dejándosela crecer si el emperador amenazaba con volver, o recogiéndosela en un moño si la situación era indecisa. Pero sería inconveniente que esas observaciones se extendiesen a la vida bajo un nuevo régimen. O pueden divertirse con ese desgraciado de Ah Q, el personaje más famoso de Lu Xun, prototipo del más miserable de los chinos descamisados –literalmente, pues tiene que vender su camisa para pagar una multa- que quiere ser revolucionario pero acaba siendo fusilado por ladrón, porque cuando la revolución triunfa no es revolucionario quien quiere sino quien puede –los mandarines de siempre. Claro que se trata de la revolución burguesa de Sun Yat Sen: ¿alguien osaría decir que una revolución socialista tiene también sus Ah Q?

Los comunistas tuvieron menos problemas para adoptar el otro recurso literario de Lu Xun, esa sustancia de pesadilla que gotea de sus relatos, a través de la corteza naturalista o costumbrista, y que se hace explícita en el Diario de un loco, quizás su cuento más conocido. El autor del diario va descubriendo que el mundo que le rodea está poblado de caníbales. No es una pesadilla genérica: se alimenta de giros del habla china (esa madre airada con su hijo al que amenaza con “arrancarle unos bocados”) o de consejas edificantes chinas (la idea de que un pedazo de carne que el hijo corta de su cuerpo puede aliviar la salud de sus viejos progenitores enfermos) o, en otros cuentos, de detalles como ese rollito untado en la sangre de un ajusticiado que un médico ofrece como fármaco infalible. Ese canibalismo chino –fundamentalmente imaginario, como casi todos los canibalismos- tiene su peculiaridad. No es como el de las tradiciones europeas –un régimen alimenticio de seres monstruosos, ogros, vampiros, brujas- ni como el de los indios americanos, una predación que organiza las relaciones entre humanos, dioses, espíritus y animales. La versión china de la pesadilla habla de un canibalismo consanguíneo, de padres contra hijos; o del estado contra el súbdito, o de la sociedad contra el individuo o el paria, un canibalismo de autoridad. Rumores sobre campesinos hambrientos que consumen a sus hijos pequeños (un terror antiguo, renovado en las hambrunas del Gran Salto Delante de los años 50) o sobre ejércitos autorizados a alimentarse de los derrotados. En China como en todas partes, la verdad de esas historias es muy difícil de establecer, pero no hay duda de que no hay canibalismo, por imaginario que sea, que no hable con verdad de algo muy serio. En el caso chino, de esa omnipotencia de los padres, o de un estado que quiere parecerse a ellos, sobre sus hijos-ciudadanos.
La brutalidad de la revolución cultural –esa epopeya de adolescentes persiguiendo y humillando a sus mayores o destruyendo todo testimonio del pasado en nombre de los nuevos tiempos, algo que se vio también en el México recién conquistado por los españoles, cuando los franciscanos pusieron a los niños a descubrir ídolos ocultos y perseguir a viejos idólatras- se entiende mejor si se piensa que Lu Xun era un autor de cabecera de los jóvenes guardias rojos, y que esos tropeles grotescos de reaccionarios que aparecían en sus carteles de propaganda son herederos directos de los ácidos retratos del escritor. Lu Xun había visto el pasado chino como un ogro viejo que había que destruir de una vez.
Lu Xun concebía sus pesadillas más o menos en la época en que Antonio Machado componía su sombría fábula de la Tierra de Alvargonzález, o aquel verso que describía a España como “un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín”. Este entrada puede tener al menos eso de original: no creo que a nadie se le haya ocurrido comparar a Lu Xun con Antonio Machado, aunque los dos hayan vivido obsesionados con el peso de una tradición torpe y rancia, hayan sido ensayistas comprometidos con la regeneración nacional y se hayan aproximado claramente al Partido Comunista. Y aunque a los dos les pese también la relación con sus hermanos también escritores. Machado, el de Caín, concluyó su vida con una guerra en que su hermano se vio inmerso en el otro bando. Lu Xun, el de la china caníbal, guió paternalmente a su hermano menor, también escritor, y quizás lo canibalizó un tanto (el Diario de un loco está escrito por un hermano menor que teme, más que a todos los otros caníbales, a su propio hermano mayor); desde luego, fue con la esposa de este –y no con la suya propia- con quien tuvo su hijo reconocido, un pecado que arruinó sus relaciones y ensombreció la vida privada de Lu Xun. Probablemente Lu Xun no se definiría como “en el buen sentido de la palabra, un buen hombre”. Tampoco todo lo contrario. Pero Machado era capaz de guardar un amor por su rancia patria que cuesta más encontrar en las narraciones de Lu Xun. Lo trágico en ambos es la posibilidad de que la España de charanga y pandereta o la China de las coletas sean más persistentes que lo que ellos creían.

Los cuentos de Lu Xun esbozan con elegancia los mil modos en que lo muerto pesa sobre los vivos: la medicina tradicional china cuya eficiencia se mide por el tamaño de las uñas del doctor, o la Ópera, descrita como un espectáculo decepcionante y mortecino, o la pedantería de los candidatos aprobados en los exámenes estatales, o la mezquindad de esos vecinos que prestan dinero a la pobre viuda del señor Shan para que los harte de comer y beber en el funeral de su hijo pequeño; o la prepotencia con que cualquier poderoso apalea a quien roza un pelo de su honra; o la sórdida tensión entre los fracasados que intentan “salvar la cara” (una expresión china esencial) y sus vecinos que hacen todo lo que pueden por airear su vergüenza. O en suma, para volver al ejemplo mítico que Lu Xun repite en sus narraciones, la avidez con que un público imperturbable va a presenciar una decapitación ejemplar. Si tus uñas son largas, eres sabio; si te decapitan, lo mereces.
El panorama chino que describe Lu Xun es esencialmente el mismo de esa sinofobia que se da un poco por todas partes en Occidente. No por casualidad: él contemplaba China desde el punto de vista ideal de un occidente que no conoció. Pasividad, indiferencia, crueldad, mezquindad, servilismo. Incluso la pieza más sórdida de ese folclore del peligro amarillo - esa que acusa a los chinos de comercializar en sus restaurantes la carne de sus deudos difuntos- parecería sacado del Diario de un loco.
Lu Xun era un ideólogo, como todos los modernistas. Juzga la tradición china filtrándola a través de los años de decadencia de la dinastía Qing, cuando el país había sido aliquebrado por una serie de intervenciones corsarias de las potencias occidentales –la Guerra del Opio, la Guerra de los Boxers- de una brutalidad y desfachatez difíciles de igualar. Seria difícil explicar cómo ese pantano de ineptitud y modorra que él describe pudo servir de base a un país que todos los observadores occidentales, admirados u hostiles, coincidían en señalar como excepcionalmente creativo y rico, no sólo por sus palacios o sus templos sino por sus mercados, cultivos, talleres, canales. A ningún viajero, desde la época de Marco Polo hasta entrado el siglo XIX, escapaba que el nivel de vida de la población china era muy superior al que se disfrutaba en la Europa occidental, y hacía pocas décadas que ese balance había cambiado de signo en los momentos en que Lu Xun escribía. El periodo que va de la decadencia del Imperio Qing al reciente éxito económico de China –menos de dos siglos- ha sido una excepción pasajera en una larga historia en que China fue constantemente la potencia económica global. El oro de las Indias que según Quevedo venía a morir en España no era enterrado, como él suponía, en Génova: por caminos más o menos largos acababa para siempre en oriente, donde compraba los productos de una industria que en Europa apenas daba sus primeros pasos: sedas, porcelanas, mantones, abanicos, té. Y esos dos siglos de excepción no son necesariamente una gloria para el Occidente: comparada con la rapiña a escala planetaria realizada por las potencias europeas desde el final de la edad media hasta el pos-colonialismo, la política exterior china ha sido un prodigio de civilidad (que algunos ideólogos del neoliberalismo han reformulado como falta de iniciativa). Si las presiones occidentales a favor del Tíbet no alteran demasiado a las autoridades chinas no es sólo por las razones económicas bien conocidas, sino porque en el capítulo del respeto a las soberanías ajenas las credenciales occidentales son más bien pobres: un pretexto plausible, ya que no un buen pretexto, para no aceptar consejos.
De todos esos visitantes extranjeros que admiraban la riqueza de China entre el XVI y el XIX, pocos dejaban de meditar sobre un tema crucial: que posibilidad habría de, con una fuerza expedicionaria reducida, hacer allí lo mismo que Hernán Cortés había hecho en México. Las perspectivas eran buenas, porque el ejército chino no parecía muy ducho en guerras exteriores: el Imperio del Centro mantenía a raya a los estados vecinos más que nada por una política de regalos –sobornos, extraños tributos de arriba abajo, algo no tan diferente de la actual inversión china en occidente. Lu Xun admiraba al occidente, una tierra de autonomía y abertura, sin contar con que la libertad occidental siempre se alimentó de su frontera, allí donde era posible para cualquiera abrirse paso en nuevas tierras (o en nuevos mercados) y transferir su servidumbre a otros. El despotismo chino, por su parte, estaba ligado a un relativo desinterés por las conquistas: ¿para qué salir en busca de oro a lejanas tierras, para qué buscar lejos un ejército de esclavos si se puede construir un reino de hijos obedientes capaces de producir todo lo que el oro puede comprar? Los ilustrados del siglo XVIII -especialmente Voltaire – admiraban aquella dictadura de letrados, en que militares y eclesiásticos tenían poco que decir: valía la pena, a cambio del progreso de las luces y la riqueza, someterse a un estado ingente e impenetrable; sólo Rousseau, que tantas chanzas se ganó por ello, entendió que más valía recuperar la desnudez de los salvajes y con ella la libertad y la autonomía. Se dice que el Occidente contemporáneo es hijo de la ideas de Rousseau, pero la criatura de hecho se parece mucho más a la China milenaria, con su burocracia extraterrena pública o privada y esos inmensos rebaños humanos que solemos identificar con los chinos para no tener que reparar en que se nos parecen mucho.
No está claro, a fin de cuentas, si Lu Xun odiaba al ogro debilitado por ser ogro o por haberse tornado débil. Mao Tse Tung le restauró la salud, en un nuevo formato que quizás no sea tan nuevo, una buena razón para que el fundador del comunismo chino continúe siendo cultuado en un país que, dicen, no tiene mucho de comunista. Mao recuperó algunos instrumentos de la China Imperial -su propio culto,por ejemplo- y Lu Xun también se dedicó, al fin, a reescribir viejas leyendas y una historia de la literatura de su país. Tiene muchas estatuas en las ciudades chinas (dicen que no hay otro escritor con tantos monumentos); y de un modo u otro, después de muerto, se ha reconciliado con el caníbal, a quien la carne fresca mantiene con excelente salud.

martes, 13 de diciembre de 2011

Esclavos felices

La literatura romántica, y después el cine, han creado una imagen épica del esclavo: cubierto de harapos, encadenado, fustigado por un látigo continuo y siempre listo para sublevarse en masa, aunque sea armado con un pedrusco. Se puede encontrar un esclavo muy diferente en un libro ya viejo, Anthropologie de l’esclavage, de 1986, basado en datos de más de un milenio de esclavitud en el África subsahariana –muy próximos, por lo demás, a los que tenemos sobre la esclavitud en el próximo oriente o en el mundo clásico mediterráneo -en las plantaciones de toda América tuvo algunas peculiaridades que no se tratan aquí. Las cuentas que su autor, Claude Meillassoux, hace para articular esa esclavitud con una descripción marxista de la historia pueden parecer de época, pero el modo en que caracteriza la institución es hoy mismo muy sugestivo.
El esclavo es un extranjero, producto del saqueo de poblaciones más débiles o más dispersas –mejor cuanto más lejanas. El concepto de libertad, como revela la etimología, surge de una imagen vegetal - los libres son los que han brotado y crecido juntos, mientras el esclavo es un extraño, lo contrario de un pariente. Aún se llama liber a la parte interior de la corteza de los árboles. Los libres forman un haz, los esclavos están sueltos. No tienen patria, no tienen familia, no tienen edad. No han nacido –nacieron alguna vez, sí, pero ese hito inicial fue abolido cuando fueron capturados ya en pie; los recursos naturales no tienen fecha de bautismo. Se les priva de personalidad, son niños perpetuos cuya única relación es la que mantienen con su amo, un padre ficticio con poder de vida o muerte del que dependen para todo; de por sí no tienen religión, cultura ni vergüenza.. No tienen en rigor sexo: en un mundo que define minuciosamente las tareas que cada sexo debe y no debe ejercer, los esclavos pueden ejercer cualquiera, las esclavas pueden ser cargadoras, guardaespaldas o verdugos, los esclavos camaristas o putos. Los esclavos, y eso es importante, no se reproducen. De hecho, un esclavo eunuco alcanza precios exorbitantes: es la quintaesencia de un esclavo. Por todas partes, la fertilidad de los esclavos –a eso se ha dado todas las explicaciones posibles- es bajísima, lo que es bueno para el amo porque criar los esclavos en casa acaba con lo que los hace verdaderamente rentables: arrancarlos, ya criados, de su lugar original y extraer de ellos el esfuerzo que no se gastará en criar una descendencia. Y además un esclavo de casa ya no sería tan esclavo, tan ajeno. El esclavo está solo, aunque se pierda en medio de una multitud de esclavos tan solos como él. Eso puede parecer contraintuitivo, y hasta dudoso si no fuese por un dato negativo: las sublevaciones de esclavos fueron raras, rarísimas. La de Espartaco consiguió su fama duradera por ser casi la única, en el mismo lapso de milenios en que las insurrecciones de campesinos sujetos a la servidumbre se podrían contar por millares. La única diferencia que explica esa diferencia es que los siervos de la gleba tenían con quién y por quién sublevarse; a pesar de toda la opresión que sufrían eran parte de un conjunto, eran etimológicamente libres. Hay, claro está, insurrecciones de un esclavo aislado: la fuga, el asesinato del capataz o del amo: todo un horrendo aparato de represión fue creado para prevenir ese tipo de reacción, no las sublevaciones en masa que nunca llegaron, ni siquiera en lugares donde el número de esclavos sobrepasaba en mucho al de libres y no había milicia suficiente para vigilarlos.
El destino más común del esclavo era ser exprimido hasta la última gota (la manumisión fue con frecuencia un expediente para no tener que mantener a esclavos viejos que habían dejado de ser productivos) haciendo el trabajo sucio o pesado del que se eximía a la población libre, o la parte más afortunada de esta. Pero era imposible que no se descubriesen otras virtualidades de la condición esclava. En palacio, por ejemplo. Los reyes podían vivir abrumados en medio de esa maraña de relaciones, derechos e intrigas que constituía la libertad de los libres, sus parientes. ¿En quién puede confiar el rey más que en sus esclavos, que no lo tienen sino a él? Proliferan los esclavos alzados a la categoría de consejeros y primeros ministros, validos y regentes. Un esclavo puede ser el administrador de la sucesión real, por estar a igual distancia de todos los linajes de los diversos pretendientes; como esclavo no tiene herederos legítimos a los que dejar el poder. No puede favorecer a una familia que no tiene. Más aún: ¿en qué fuerza podría apoyarse el rey mejor que en la de sus esclavos? Parece haber algo de absurdo en la idea de formar un batallón de esclavos y darles armas, pero el caso es que con ellos se han formado cuerpos de policía o ejércitos. Muchas veces son ellos los que se ocupan de la captura de nuevos esclavos, muchas veces, también, son ellos los que ejecutan la opresión de la población libre, obligada a pagar los pesados impuestos que exige mantener un palacio caprichoso, y mantener también, oh paradojas, a ese mismo ejército de esclavos. El aislamiento del esclavo permite que lleguen a existir el esclavo rico, el esclavo dueño de esclavos, el esclavo que mantiene bajo su látigo a los ciudadanos libres. Siempre, verdad sea dicha, en virtud de una gracia que el amo da y el amo quita. Como decía un viejo proverbio africano, el piojo del rey es rey también.
Pero las paradojas de la esclavitud no se acaban ahí, y se extienden más allá de lo que cuenta el libro de Meillassoux. Si se pudiese hacer abstracción de la cadena que lo ata al amo, sorprende ese retrato del esclavo: exento de lazos familiares y de fidelidades, un desarraigado que no pertenece a ningún lugar, que no debe lealtad a códigos de honor, a creencias o a banderas, que no se verá atado a matrimonios ni hijos, que es un muchacho perpetuo, un menor de edad cuyas acciones o accidentes siempre remiten a una voluntad ajena, que no está sujeto a convenciones de sexo –siempre fue en el seno de la esclavitud donde la sexualidad podía tomar cualquier forma- y que en suma es infinitamente moldeable, capaz de todas las posibilidades. Si se pudiese olvidar que ese sujeto está encadenado a la voluntad arbitraria de un amo –que es la que le exime de toda otra sujeción- ese retrato correspondería a lo que ahora se entiende por el ejemplo supremo de un individuo enteramente libre.
Para hacer verosímil esa transposición está el cine. Recordemos, para dar un excelente ejemplo, el Espartaco que Kubrick dirigió casi por casualidad (y cuyo guión escribió bajo pseudónimo el comunista Dalton Trumbo, que estaba en la lista negra). En la película, los esclavos rompen sus cadenas y entonces se descubren libres e iguales; sus amos seguirán atados a supersticiones y prejuicios pero ellos no, son ciudadanos rebeldes, que practican una solidaridad desinteresada y emprenden relaciones amorosas limpias de ataduras y cálculos. No es, o no es sólo, que el cine idealice: es que la idea de libertad que apreciamos ahora no procede de aquel antiguo concepto de libertad, el de la etimología, que a estas alturas puede parecer excepcionalmente engorroso; tiene que ver más bien con una versión feliz de aquella esclavitud que sustituyó todas las ataduras por una sola. Ser libres como los antiguos libres sería hoy por hoy muy poco –preferimos ser los libertos, y quizás los herederos, del difunto amo.
Claro está que las cosas pueden ser en realidad menos halagüeñas. Quizás el amo no ha muerto; se hace el muerto y sigue operando en la sombra. Es lo que sospechan los antisistema, que sin embargo difícilmente quieren imaginar lo que era el mundo sin amo: prefieren perseguir al amo allí donde se encuentre –en las normas, en las costumbres, en el léxico- para matarlo, o sugerirle educadamente que abdique. Pero el amo siempre ha sido un poco sordo. Con los años quizás se haya vuelto inmortal, tal vez no pueda desaparecer ni aunque quiera.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Silvio y la basura

Silvio Berlusconi ha conseguido una hazaña rara, muy rara: a estas horas, hacer su elogio póstumo le resultaría más fácil a un enemigo que a sus seguidores fieles de años y años. Porque no creo que la Iglesia Católica esté muy dispuesta a reivindicar su papel en defensa de la familia, la moral o el sentido cristiano de la vida, ni que algún representante de las finanzas o las grandes empresas lo siga prefiriendo al caos y a la amenaza comunista, ni que los partidos de la Liga Norte lo señalen como una garantía contra la amenaza hortera de los meridionales, ni que lo echen de menos sus supuestos aliados de la derecha europea. En realidad todo indica que no ha sido derribado por ningún 15-M ni ninguna primavera italiana. Quienes lo han quitado de en medio son los suyos, si es que Berlusconi tiene alguien a quien pueda llamar “los suyos” además de sus empleados, en nómina o fuera de nómina.
Claro está que no soy italiano, y más claro aún que si lo fuese no habría votado nunca a Berlusconi, y probablemente habría descorchado alguna botella para celebrar su salida. Pero por eso mismo estoy plenamente habilitado para hablar en su favor: qué gran artista pierde el mundo.
Sé menos que poco de la política italiana, pero sé algo que pocos italianos saben. En Brasil, donde vivo desde hace veinticinco años, Silvio estuvo cerca de llegar al poder pero no llegó. Me explico. En las primeras elecciones directas de la democracia brasileña, cundió el entusiasmo de muchos y el pánico de muchos otros cuando se supo que Silvio Santos pensaba presentarse a las elecciones presidenciales. Silvio Santos era (es) el dueño del SBT, que por aquellos tiempos era (sigue siendo) uno de los principales canales de televisión. Era (sigue siendo) un canal popular o populachero, competidor directo de la Globo, esa televisión brasileña casi oficial, de estilo impecable y un poco relamido que alguien vino a llamar la Venus Platinada (“en la Globo, hasta los negros salen guapos” dijo una vez, con su peculiar sentido de la oportunidad, un líder histórico de la izquierda brasileña).

En la SBT, por el contrario, todos salían feos, y casi pareciendo felices de serlo. Empezando por su dueño, que todos los domingos protagonizaba un larguísimo programa en el que recorría el auditorio con un micrófono de mesa colocado sobre el pecho con un armazón. Allí alegraba la tarde de asueto con números como el “Préstate a todo por dinero”. Silvio gritaba “¿Quién quiere dinero?”, agitaba billetes, hacía avioncitos con ellos y con ellos recompensaba a los que se disponían a conseguir delante de una audiencia masiva sus cinco minutos de ridículo. Al margen de la masiva publicidad de la emisora –cacofónica y libertada de cualquier coartada estética- el grupo empresarial de Silvio Santos lucraba enormemente con empresas como la Liderança Capitalização o el “Baúl de la felicidad”, una empresa a medio camino entre una lotería, un sistema de crédito popular y un almacén de baraturas, que su televisión difundía a los cuatro vientos y tenía millones de clientes cautivos. En algún momento, los noticiarios de la SBT contrataron, para ganar respetabilidad, a un periodista famoso, Boris Casoy, que puntuaba sus comentarios de la política nacional con el estribillo ”Esto es una ver-güen-za” mientras en la pantalla proliferaba la carnaza y la sangraza, probando una vez más que la moral en parte alguna se siente más a gusto que en medio del escándalo. El caso es que Silvio Santos, uno de los hombres más ricos del país, con una fortuna surgida prácticamente de la nada, quería ser presidente, y estaba a la busca de un partido de alquiler. Y todo el mundo tuvo claro que él, el adalid de la telebasura, podía alzarse con la presidencia. Lo tenía todo: no era un político, era inmensamente rico (una creencia extendida supone que quien está en esa condición “no necesita robar”), tenía todo un sistema de comunicaciones a su favor, y “pertenecía al pueblo” de una de las muchísimas maneras en que esa vaga virtud puede darse.
Pero no pudo ser. Los políticos profesionales probaron ser negociantes más duros que el veterano vendedor, o se mostraron lo suficientemente corporativos como para impedir el paso a un advenedizo. Su candidatura fue anulada, dejando más llano el camino de Fernando Collor, también dueño de un sistema de comunicaciones, que venía de una vieja casta de políticos pero acabó siendo depuesto porque se empeñó en comportarse, también él, como un advenedizo...

En Italia, cuna del renacimiento, la ópera y la ciencia política, Silvio, el otro Silvio, tuvo éxito, y después de colaborar estrechamente con un primer ministro (socialista) que apoyó decisivamente el ascenso de sus empresas, optó por evitar intermediarios y se convirtió él mismo en primer ministro, probando que magnates de las comunicaciones llamados Silvio tienen una alta probabilidad de ascender al poder. Los países son diferentes y las personalidades también (el Silvio brasileño, de ascendencia sefardita, no se ha privado de decir barbaridades, pero ha llevado una vida familiar morigerada) pero los dos Silvios muestran curiosos paralelos. Para empezar, en sus primeros negocios: Berlusconi era cantante en cruceros por el Mediterráneo, y Santos, que ha grabado algunos discos, entretenía con una radio por altavoz a los pasajeros de las barcazas Río-Niteroi. Más obviamente significativas son las historias paralelas de su engrandecimiento: concesiones televisivas obtenidas con manejos políticos dudosos en las que se emitía esa morralla que creó tendencia. Cuando se habla del gancho político de tales personajes se habla de populismo y, con más severidad, de fascismo, lo que es más fácil en el caso de Berlusconi. Los fascistas eran populacheros y poco escrupulosos, pero no puede decirse que no llegasen a ganar muchos votos. Hitler, como todo el mundo sabe, llegó al poder en unas elecciones. Hay, claro, alguna cosa nueva en el liderazgo popular de los Silvios: ya no apela a imperios milenarios, estandartes esotéricos o ceremoniales pomposos, más bien al consumo dominguero, al enriquecimiento mágico, al desprecio por la gentuza (marginales o inmigrantes), y a la crudeza satisfecha de los que están un palmo encima de ella. Quizás sea, sí, una especie de fascismo sin atrezzo.

Al Silvio italiano lo han sacado de su asiento los mismos que al Silvio brasileño no le dejaron entrar. Como ha dicho algún comentarista, los de arriba han sacado del poder a un personaje a quien una amplia mayoría de su población había puesto allí por voto democrático. En realidad lo ha depuesto una alianza de designios tecnocráticos y prejuicios elitistas, porque a fin de cuentas, ¿qué se puede decir en su contra? ¿Qué deja su país enmarañado en un caos económico y sembrado de sentimientos venenosos? Bien, eso no es muy original, parece que muchos han llegado al mismo punto con estilos muy diferentes. ¿Que su principal actividad ha sido hacer medrar sus empresas y promulgar leyes que lo ponen a salvo, a él y a sus empresas, de la justicia, y que es obsceno que uno de los hombres más ricos del país sea su gobernante? Pero no seamos hipócritas, ¿no es mejor entenderse con el amo de la tienda que con sus empleados? Berlusconi en el poder habrá ocultado algunos negocios sucios, pero le ha dado transparencia al mayor de todos.
¿Y qué, si organiza orgías y además presume de ellas, y además prodiga chistecitos procaces cuando se encuentra con los otros primeros ministros? Eso muestra por lo menos que ni miente cuando presume, ni disimula cuando lo hace, ni cambia de tema cuando cambia el burdel por una reunión en la cumbre; eso se llama coherencia, y no parece que a su electorado todo eso le haya preocupado mucho. El electorado italiano es antiguo y sabio, y sabe que el exceso de poder y de dinero siempre se gasta, en primera instancia, en putas. ¿Qué ha puesto en pie políticas xenófobas? ¿Que llama a Angela Merkel “culona inchiavabile”? ¿Que dice pestes del Poder Judicial y de la Prensa? Vox Populi, Vox Dei. ¿Que hace gracias con el Holocausto, los Vuelos de la Muerte en Argentina, Mussolini y el color de Obama? Bien, es que a la gente, en el fondo, le inquieta sentir que su lider es un buen hombre, como le inquieta sentir que su perro guardián es manso, pero también le acaba cansando que se finja un buen hombre, qué aburrimiento esos jefes de estado standard que dicen sólo lo que tienen que decir.



En resumen, a Berlusconi le tienen inquina por las mismas razones que a Julian Assange: por poner a la vista de todos aquello que es irremediable que ocurra por debajo de la mesa.

Lo que se podría decir a favor de los dos Silvios es más o menos lo mismo que se suele decir del tipo de telebasura que ambos han promovido a gusto: es lo que la gente quiere. Quienes han quitado de en medio a Berlusconi saben bien por qué ese argumento es falso, y han acabado obrando en consecuencia. Pero no lo han hecho, ni lo hacen ni lo harán, a respecto de otras cosas que seguirán ofreciendo a la gente porque, según dicen, la gente quiere: televisión-basura, hipotecas-basura o basura-basura.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Cadáveres comparados

En octubre de 1967 Muammar el Gadafi, oficial de veinticinco años, debía estar ya preparando el golpe que le llevaría al poder en Libia dos años más tarde. Muy lejos de allí, en Bolivia, uno de sus héroes, Ernesto Che Guevara, era asesinado por militares del país en alianza con la CIA. A veces me he preguntado por qué el cadáver del Che, preservado con inyecciones de formaldehído, fue compuesto y exhibido con aquella austera solemnidad en el lavadero del hospital de Vallegrande, donde curiosos de todo tipo -incluso las monjas del hospital- acudieron a visitarlo y a obtener reliquias suyas. Ya se sabía de sobra en aquellos tiempos que no es bueno convertir a un enemigo abatido en un mártir glorioso, pero fue eso lo que se hizo cuidadosamente. Los verdugos del Che evitaron dispararle al rostro porque pensaban contar que había muerto en combate, y las fotografías se tomaron para que el mundo no tuviese dudas de su muerte. Pero eso no acaba de explicar esas composiciones que parecen copiar –muchos lo han notado- la del Cristo Muerto de Mantegna o la Lección de Anatomía de Rembrandt: el escorzo, la digna cabeza sostenida por las manos de un militar, el gesto contenido de los presentes.

Los retratos de enemigos muertos abundan, y en general van de lo horroroso a lo vejatorio pasando por la imagen burocrática de frente y perfil; allí no hubo nada de eso. Quizás la razón la haya dado hace mucho Félix Ismael Rodríguez, un anticastrista al servicio de la CIA que transmitió la orden de ejecutar al Che y se encargó después de su cuerpo, un hombre locuaz que no ha tenido inconveniente en contar cómo heredó su asma (el hombre que apretó el gatillo heredó solo su reloj). Basta leer sus declaraciones para percibir que el Che fue muerto por hombres que de algún modo lo veneraban, y eso añadió algo a su larga y rica vida póstuma.
Aunque no sé si eso debería convencer a quienes entienden que ni una hoja se mueve en algunos rincones del mundo sin que lo sepan y determinen los Poderes Imperiales. Si es así, las manías de Rodríguez no serían explicación suficiente y habría que admitir que los poderes imperiales querían que la izquierda latinoamericana tuviese para siempre su símbolo en aquel mártir aún joven.

El cadáver de Gadafi ha tenido peor suerte. Gadafi ha muerto demasiado tarde, ya viejo, ya contaminado por muchos años de poder y en un mundo donde muchos se ocupan de maquillar la muerte pero nadie de embellecerla. Su velorio ha sido mucho más improvisado y sin embargo, también, mucho más previsible. En torno al cadáver de Gadafi se ve un enjambre de teléfonos móviles que sacan fotografías: es una imagen de las imágenes que se toman del cadáver, un linchamiento del linchamiento.

La OTAN no ha enviado al lugar un maestro de ceremonias y a pesar de ello el resultado es más inequívoco. Un cuerpo envilecido, arrancado según dicen de una alcantarilla, arrastrado por el suelo; una imagen ejemplar de cómo acaban –alguien ha dicho así- los que gobiernan a sus pueblos con puño de hierro, o los que defienden intereses espurios que no son suficientemente fuertes. El cuerpo ha sido expuesto a la afrenta pública, después recogido a la cámara frigorífica de un mercado y por fin enterrado de modo más que discreto para que su tumba no sirva de lugar de peregrinación –ya se sabe que habrá razones para que alguien peregrine. Los líderes mundiales hablan de su muerte como de la extracción de un quiste, sin concesiones a esa etiqueta que recomienda un gesto pesaroso cuando se habla del óbito de cualquiera. Verdad es que esa etiqueta siempre ha sido nada más que eso, etiqueta, y que si nos empeñamos en ser sinceros fuerza es reconocer que no todo muerto la merece. Pero hay algo más, y es esa sugerencia, que alguien ya habrá expresado, de que sin Gadafi el mundo es un lugar mejor para vivir. Por desgracia, la mejoría no se ha notado en otros casos semejantes, de modo que ese optimismo es excesivo. Pero quizás este mundo que ya no aspira a perfecciones exija en cambio una maldad perfecta. En la época del Che los políticos cultivaban el carisma –piénsese en De Gaulle, Kennedy o Mao- ; ahora cultivan la insipidez y se esfuerzan en parecerse unos a otros. Por el contrario parece que cada villano es incomparablemente ruin. No está completo si, además de ser tiránico y asesino, no es también inmaduro, hortera, obtuso, pedófilo, hipócrita, incestuoso o está atascado de colesterol, o mejor aún, reúne todas esas cualidades. Por un lado, eso quiere decir que los criterios se han vuelto más sistémicos, y ya no se cree que alguien pueda ser bueno o malo solo a sus horas. Por otro, indica un horrendo pesimismo no declarado, porque supone que países casi enteros son lo bastante cretinos o perversos para dejarse llevar años y años por esos dechados de carisma al contrario. Y porque muy poco convencido debe estar el sistema de sus virtudes cuando necesita que sus enemigos sean tan indiscutiblemente viles.
Hay quien dice que la muerte se ha convertido en tabú. Puede ser, pero los tabúes son muy ambivalentes. Hace un tiempo, se llamaba al fotógrafo para hacer un retrato del cadáver para el álbum familiar. Incluso quien no llegaba a tanto veía con normalidad la exhibición de un jefe de estado muerto en su ataúd rodeado de velas y flores; en compensación, las películas, incluso las de terror, mataban a sus personajes con tiros o cuchilladas limpios, a lo sumo con una mancha de sangre que parecía una escarapela. Ahora, cualquier exhibición de cadáver en las páginas de un periódico serio debe hacerse con cautela, y si se muere un ilustre la última foto que se escoge para dar la noticia es su foto póstuma; pero la industria del cine (que equivale a la historia sagrada de otros tiempos) contrata consultorías de matarifes y forenses para que su casquería sea más verdaderamente horrenda. A los cadáveres de ahora les pasa lo mismo que a los caudillos del Eje del Mal: sólo deben aparecer en público con su peor aspecto, y Gadafi acabó reuniendo hace más o menos un mes las dos condiciones.
En los años sesenta, los enemigos del Che podían decir muy malas cosas de los comunistas, pero la expresión telón de acero era mucho menos categórica que la expresión eje del mal. Estaban lo bastante seguros de la bondad de su causa que podían permitirse un bello cadáver como enemigo. Ya no, y lo que da más miedo de esa criatura de photoshop que es el (ya no tan) Nuevo Orden Mundial es la calidad de los enemigos que necesita.

martes, 8 de noviembre de 2011

Inside Job

Inside Job, o Trabajo Interno como se ha traducido al español, es un documental dirigido por Charles Ferguson y de sobra conocido. Ha ganado un Oscar por su explicación de esa crisis financiera también de sobra conocida. Merecido, desde luego, por ese empeño en explicar a un público lego qué es lo que ha ocurrido -aunque el público lego se las vea y se las desee para acompañar la vertiginosa sucesión de maniobras que describe: es, desde luego, una película mucho más verbal que visual- y por la desagradable tarea que se tomó al entrevistar a personajes que en su mayor parte preferían no decir nada, o se arrepentían cuando accedían a decir algo.
No voy, claro está, a resumirlo. Me limito aquí a apuntar algunos aspectos impagables de lo que cuenta.
Uno, casi el epílogo de la película, es la sospecha (sospecha es aquí un eufemismo) de que los principales autores o fautores de la crisis no se han retirado de la escena con pingues recompensas, como a veces se dice. En general, ellos han sido confirmados o llevados de vuelta a sus puestos de dirección de la política económica global. El público ignorante supone que si hicieron a sabiendas lo que hicieron deberían haber sido enjaulados, y si lo hicieron sin saber despedidos como inútiles. Pero parece que al actualísimo método neoliberal le pasa lo que al palo de cavar del neolítico: sólo funciona empujando hacia abajo. Reducir gastos despidiendo a ejecutivos inútiles o nocivos parece ser el último recurso de las empresas. En España sólo los deudores son responsables en los préstamos hipotecarios irresponsables y en Estados Unidos (lo cuenta David Graeber en un libro reciente) los bancos que vieron sus deudas condonadas por el dinero público ahora se esfuerzan en atenazar a sus deudores: la prisión por deudas, una práctica penal vieja, contemporánea de la picota y la horca pública, va siendo actualizada.
Otro, casi delicioso de tan siniestro (¿será verdad?), es eso que dice a Ferguson, en correcto inglés, un dirigente económico chino: con el fin de la guerra fría, una pléyade de físicos y matemáticos que trabajaban en la carrera armamentista fueron a buscar trabajo en el mundo financiero, el único que ofrecía posibilidades comparables a las del viejo complejo militar-industrial. Por lo que se deduce de la película, ellos aportaron a la economía no tanto el saber de su ciencia como una virtud colateral de esta: su ininteligibilidad. Lo que diferencia las arquitecturas financieras recientes de los timos castizos (o de ese timo elegante pero ya muy visto de la pirámide, que llevó a Bernie Madoff a una cárcel donde está, ay, tan sólo) es su galimatías, incomprensible al parecer, eso se dice en la película, incluso para los economistas.

El tercero –muy sensible para quien trabaja en una universidad- es el papel que han tenido en esta crisis los doctos, esas figuras señeras de Harvard que supuestamente deberían saber qué estaba ocurriendo. De hecho más de uno lo sabía y lo dijo. Lo que no tuvo mucha consecuencia, porque en su mayor parte los doctos, en lugar de quedarse en su torre de marfil pontificando, decidieron poner las manos en la masa, o más exactamente hacer eso que los intelectuales hacemos cuando decidimos poner las manos en la masa, que es bendecir con nuestro saber la masa que hacen otros (siempre será posible decir después que el pan no salió bueno por otros motivos) y cobrar por ello. Mucho, en este caso. Del respeto que nos merece el saber habla bien claro que un catedrático de economía pueda estar al mismo tiempo a sueldo de un conglomerado financiero, cuando los ministros de economía no pueden estarlo. Pero qué estoy diciendo: los ministros de economía también lo están, véase el documental.

La película de Ferguson tiene, al margen de la descripción de la crisis, un argumento principal que vale la pena subrayar, a saber el del valor del público para la ciencia. Una de las perogrulladas menos discutidas del mundo moderno es esa de que la expansión y la especialización de los saberes hace imposible que cualquiera pueda entender un ápice de los asuntos que son especialidad de su vecino. El saber está fragmentado. Quién va a discutir eso, cuánta verdad, tanta que hasta puede ocultar falacias de buen tamaño. Nadie que no sea economista o trapecista podrá reproducir las piruetas de quienes lo son, claro está, pero hay una gran distancia entre admitir eso y suponer que una ciencia pueda alcanzar un nivel de realidad absolutamente inasequible para el público. La tesis de Ferguson, autor de la película, es que cuando los científicos –los economistas en este caso- le dicen al público que no hay cómo explicar a los legos los misterios de su arte es porque están cubriendo una estafa.

Ferguson, dicho sea de paso, no es un perroflauta ni un rojo. Ha trabajado largamente como asesor del gobierno americano en asuntos de alta tecnología y es un empresario de éxito que en su día vendió su empresa de software a la Microsoft. No parece ser un antisistema.

A lo mejor por eso, o porque no cabía tanta cosa en un documental, no hace una pregunta que sin duda atendería a la curiosidad del espectador. ¿Cómo tanta gente (millones, muchos millones) estuvo tan dispuesta a embarcar en un viaje que, como ya sabemos por repetidas experiencias, acaba como acaba? No hay engaño suficiente para engañar tanto a tanta gente por tanto tiempo, a no ser que los engañados lo deseen. La respuesta debe estar en otro engaño más básico que sostiene el de los financieros. Hoy mismo se sigue esperando que la infame crisis sea por fin controlada y sea posible reanudar el crecimiento y el desarrollo. O sea, ese sueño de que sea continuamente posible para todos a la par gastar más y acumular más, por mucho que vivamos en un planeta de recursos finitos, gracias a las prodigiosas invenciones de nuestros tecnólogos. En realidad, esa esperanza se parece como un huevo a otro al inmenso timo que Ferguson describe. Más sofisticada que el timo de la pirámide, pero al cabo una versión más del timo de la pirámide; y basada en una fe en la tecnología bastante más ciega que la fe de cualquier fundamentalista.

Otro tema aún más difícil de tratar es si el sueño del desarrollo infinito, realizable o no, sostenible o no, es en realidad apetecible. Habrá muchos convencidos de ello, como hay muchos convencidos de que el cigarrillo es una bendición: por desgracia sólo a estos el ministerio de la salud les advierte cosas.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Modos de sostenerse

Una investigación realizada por la National Geographic y Globe Scan ha situado al Brasil en el segundo lugar de un ranking de prácticas sostenibles, en cuyo primer lugar figura la India. Después quedan otros quince países (Argentina, Australia, Estados Unidos, México, España, Canadá, Francia, Rusia, Suecia, Japón, China, Reino Unido, Alemania, Corea del Sur y Hungría, no necesariamente por ese orden). Los motivos que le han hecho merecer esa distinción son el tamaño (pequeño) de las viviendas, el escaso uso de aire acondicionado, la utilización generalizada del transporte público y la gran extensión del reciclado, especialmente de las latas de aluminio cuya recuperación no está muy lejos del cien por ciento. Brasil sólo ha cedido el primer lugar a la India por causa de su consumo de carne roja, que es un incentivo a la deforestación.
La carne roja es uno de los primeros lujos que en Brasil se permite quien sale de la estrechez absoluta –cosa que en la era Lula ha ocurrido con mucha gente. Y las viviendas diminutas, la falta de aire acondicionado y el transporte público son –ni siquiera los autores de la investigación deben ignorarlo- parte de las condiciones de vida de quien sigue sin tener otra opción. No, desde luego, de la conducta voluntaria de quien la tenga (lo que no puede escandalizar, porque el transporte público es en líneas generales nefando y esas casas pueden ser buenas para el planeta pero no para quien las habita). El reciclado no se debe, por supuesto, al cuidado de los consumidores ni al del estado, sino a la legión de desfavorecidos que encuentran su mejor modo de ganarse la vida hurgando en las basuras.
La investigación, como se ve, no incluye Haiti o Burkina Faso, que probablemente sean aún más sostenibles.
Tal vez fuese más razonable medir la sostenibilidad no por la conducta media del ciudadano sino por la conducta de sus élites, que a fin de cuentas es la que todo el mundo tiende a reproducir cuando tiene ocasión. Quizás no se haga así para no deprimir al globo con mensajes de catástrofe. La investigación de que aquí se trata tiene por lo menos un valor que no hay como refutar: muestra que la sostenibilidad es insostenible, porque sigue dependiendo de quien la sostiene a la fuerza.